Había dejado atrás la barahúnda
que se forma en la línea de salida. Llevaba recorridos unos ocho kilómetros de
mi primera carrera por el desierto. Acababa de amanecer y el espectáculo que
ofrecía el recién estrenado día era majestuoso. Una luz purísima que parecía
originarse en todos los rincones del cielo cegaba todo cuanto existía en la tierra.
Me sentí pleno y dichoso, feliz
de estar participando en la carrera más exigente que pueda darse, la más dura y
emocionante. Todos los compañeros y amigos con los que había hablado y que ya
habían pasado por esta experiencia, coincidían en esas dos palabras: dureza y
emoción. La emoción ya la tenía prendida en mi cerebro desde el momento en que
decidí inscribirme, eso sí, un tanto entibiada cuando te dicen que tienes que
soltar tres mil euros. Bien es verdad que la cobertura ofrecida por la
empresa organizadora es total y puedes estar seguro que pase lo que pase, tienes
un equipo de profesionales a tu disposición para sacarte de cualquier apuro.
Tecnología punta en las comunicaciones y vehículos de todo tipo peinan
constantemente el recorrido, buenas tiendas para el alojamiento entre una
jornada y otra, equipo médico, en fin, que al final piensas que es barato.
La dureza empieza con el peso que
tienes que cargar a tus espaldas, pues de las cosas que te exigen es que lleves
comida y agua para aguantar tu solito todo el día.
Allá voy junto a otros hombres y
mujeres, que como yo están decididos a completar la tremenda travesía de casi
trescientos kilómetros entre arenas, dunas, piedras, rocas, polvo y un calor y
sequedad en el aire que ya se empieza a hacer notar implacable y despiadado.
Una serpiente multicolor que
culebrea por el paisaje al mismo ritmo, que al poco comienza a dilatar su
delgado cuerpo en dirección sur, con sus propios sonidos, sus fuerzas recién
estrenadas, el sofoco común de las respiraciones,
los acelerados latidos del corazón, el común afán de gloria, las huellas sobre
la arena,…
Todo el grupo se va estirando,
alargando, separando, deja de ser un organismo compacto para convertirse en un
conjunto de minúsculos seres, enanos mínimos en un entorno gigantesco y brutal.
Mis ojos sudorosos dejan de
distinguir a los primeros corredores, los de ritmo endiablado, que ya son
paisaje, engullidos por los reflejos del implacable sol y la vibración del aire
en el suelo.
Voy despacio, calculando mis
fuerzas, mis reservas de agua y alimento, controlando en todo momento mi
posición en el qps, intentando no perder de vista a los que van delante, aún
visibles, fijándome en la respuesta de mi cuerpo, como están respondiendo mis
músculos, tendones y articulaciones, como mi boca y nariz empiezan a sentir la extrema sequedad del aire, se
resquebraja la vaselina de mis fosas nasales, el protector labial reseco, la
crema solar fijada a la piel con el sudor y el polvo, mi gorra sahariana que no
impide que el cuello me arda, el buff al cuello por si hay una tormenta…
Son muchos años los que llevo
corriendo, pero jamás en un ambiente tan extremo como el desierto y creo que
empiezo a sentirme angustiado y
obsesionado por las condiciones y mi respuesta ante ellas. Creí que podría ir
en solitario, pero ahora lamento no haberme incluido en algún grupo, como me
recomendaron.
Estoy prácticamente solo. Los
compañeros han ido desperdigándose por este paisaje lunar, infinito, siempre
distinto y siempre igual, han ido atravesando esta llanura dorada que parece el
fondo de un mar al que le hubieran eliminado el agua y la vida toda. Al este
una lejana cadena montañosa, al oeste miles de dunas y ante mí un anchísimo
pasillo que va estrechándose hacia un desfiladero de rocas rojas.
El calor va en aumento,
despiadado e inhumano, siento que el sudor se seca en mi piel antes de brotar
de mis poros, taponados por la mezcla de polvo y grasa. Sigo corriendo,
avanzando despacio, movido por unas piernas que exigen más sangre que acuda a
sus células. Bebo agua de la bolsa de mi mochila, que está como una sopa,
saco mi primera barrita energética y me
sabe a gloria, aunque me cuesta tragarla pues hasta la saliva es casi sólida.
Decido parar, pues noto los pies
llenos de arena ya que a pesar de los protectores, los granos son tan finos que
se cuelan por el más pequeño resquicio. Me siento y me descalzo amparado por la
sombra de una roca que ha esculpido el viento
y la arena y compruebo que las temidas ampollas están haciendo aparición.
Al sentarme he tenido un pequeño vahído,
como si la cabeza se fuera a un lado, he pensado que es normal en estas
condiciones, dado el calor y el esfuerzo y no le he dado más importancia. Tengo
que seguir las pautas de mi entrenamiento mental y no obsesionarme con estas
respuestas de mi cuerpo.
Tras el concienzudo trabajo sobre
mis pies, me incorporo y tengo la sensación, no, es algo más, tengo la certeza de
que el paisaje ha cambiado, las rocas no son las mismas, el desfiladero ha
desaparecido y tengo ante mí un paisaje volcánico, repleto de afiladas rocas
que parecen cadenas montañosas en miniatura, un berrocal, un malpaís infame que
no sé cómo voy a cruzar.
Miro el gps y marca mi posición
correctamente. No puedo correr en esta superficie infernal. Camino despacio,
cuidando donde pongo los pies, pues el riesgo de tropiezo, torcedura o caída es
muy alto y no me lo puedo permitir. Estoy en medio de una enorme extensión
imposible de superar, el sol me araña la piel y las mucosas; hasta los ojos se
resecan a pesar de las gafas protectoras, siento que se me van a cuartear y
empiezo a notar mucho cansancio, soledad, angustia, impotencia…pánico.
Tengo que controlar mi cerebro
que empieza a alterar la percepción de la realidad o darme por vencido, enviar
un sos, lanzar la antorcha, lo que sea. No quisiera sentirme derrotado en el
primer día, tengo que ser fuerte.
Ante mí, a unos cincuenta metros,
diría yo, distingo, entre la vibración del aire caliente, a otro participante
de la carrera y una grata sensación de alivio y pronta salvación me invade.
Camina muy despacio, como flotando por encima de estos dientes de tiburón, sin
apenas rozarlos. Parece que lleva una chilaba como los habitantes del desierto,
una túnica, y en la cabeza un conjunto de vendas, que, movidas por el viento,
forman una melena de guedejas blancas.
Un fantasma, una visión, una
alucinación, un espejismo. Esto no es un compañero de fatigas de esta
extenuante carrera, esto es una distorsionada percepción fruto de mi cerebro
agotado.
Grito, doy voces alterado, no sé
si a una persona, a un objeto, a un espectro, o a mí mismo, para salir del
ensimismamiento y la desesperación.
El personaje se detiene, parece
que me ha oído y obediente a mi llamada espera. Me acerco a él con enorme
dificultad y se va haciendo más nítido, más evidentes sus ropajes al viento,
sus blanquísimos pliegues, su turbante deshecho agitándose, como formado por
olas de espuma, ondulando sobre el fondo azulísimo del cielo del desierto.
Llego a su lado y creo estar ante
un espantajo con vida propia, que virando sobre sí mismo me muestra su vacío,
su ausencia de cuerpo, su abismal oscuridad en el interior de un blanco sudario.
Es tal mi perplejidad que permanezco
paralizado, boquiabierto, catatónico. Me parece oír una voz alentadora, una
expresión de cuidado, atención, no te hagas daño, con tono maternal y resuelto…
Los médicos y el personal de la
organización no se podían explicar cómo había sido capaz de vendarme las
rodillas, rotas en mi caída contra las rocas, ni como me mantuve hidratado
tanto tiempo, alabaron la buena idea de llevar conmigo un sedoso lienzo y
cubrirme con él y, sobre todo, haber
sido capaz de pedir auxilio tan oportunamente.
Todo un héroe.
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