domingo, 11 de enero de 2015

Turbante blanco


Había dejado atrás la barahúnda que se forma en la línea de salida. Llevaba recorridos unos ocho kilómetros de mi primera carrera por el desierto. Acababa de amanecer y el espectáculo que ofrecía el recién estrenado día era majestuoso. Una luz purísima que parecía originarse en todos los rincones del cielo cegaba todo cuanto existía en la tierra.

Me sentí pleno y dichoso, feliz de estar participando en la carrera más exigente que pueda darse, la más dura y emocionante. Todos los compañeros y amigos con los que había hablado y que ya habían pasado por esta experiencia, coincidían en esas dos palabras: dureza y emoción. La emoción ya la tenía prendida en mi cerebro desde el momento en que decidí inscribirme, eso sí, un tanto entibiada cuando te dicen que tienes que soltar tres  mil euros. Bien es  verdad que la cobertura ofrecida por la empresa organizadora es total y puedes estar seguro que pase lo que pase, tienes un equipo de profesionales a tu disposición para sacarte de cualquier apuro. Tecnología punta en las comunicaciones y vehículos de todo tipo peinan constantemente el recorrido, buenas tiendas para el alojamiento entre una jornada y otra, equipo médico, en fin, que al final piensas que es barato.

La dureza empieza con el peso que tienes que cargar a tus espaldas, pues de las cosas que te exigen es que lleves comida y agua para aguantar tu solito todo el día.

Allá voy junto a otros hombres y mujeres, que como yo están decididos a completar la tremenda travesía de casi trescientos kilómetros entre arenas, dunas, piedras, rocas, polvo y un calor y sequedad en el aire que ya se empieza a hacer notar implacable y despiadado.

Una serpiente multicolor que culebrea por el paisaje al mismo ritmo, que al poco comienza a dilatar su delgado cuerpo en dirección sur, con sus propios sonidos, sus fuerzas recién estrenadas,  el sofoco común de las respiraciones, los acelerados latidos del corazón, el común afán de gloria, las huellas sobre la arena,…

Todo el grupo se va estirando, alargando, separando, deja de ser un organismo compacto para convertirse en un conjunto de minúsculos seres, enanos mínimos en un entorno gigantesco y brutal.

Mis ojos sudorosos dejan de distinguir a los primeros corredores, los de ritmo endiablado, que ya son paisaje, engullidos por los reflejos del implacable sol y la vibración del aire en el suelo.

Voy despacio, calculando mis fuerzas, mis reservas de agua y alimento, controlando en todo momento mi posición en el qps, intentando no perder de vista a los que van delante, aún visibles, fijándome en la respuesta de mi cuerpo, como están respondiendo mis músculos, tendones y articulaciones, como mi boca y nariz empiezan  a sentir la extrema sequedad del aire, se resquebraja la vaselina de mis fosas nasales, el protector labial reseco, la crema solar fijada a la piel con el sudor y el polvo, mi gorra sahariana que no impide que el cuello me arda, el buff al cuello por si hay una tormenta…

Son muchos años los que llevo corriendo, pero jamás en un ambiente tan extremo como el desierto y creo que empiezo a sentirme angustiado  y obsesionado por las condiciones y mi respuesta ante ellas. Creí que podría ir en solitario, pero ahora lamento no haberme incluido en algún grupo, como me recomendaron.

Estoy prácticamente solo. Los compañeros han ido desperdigándose por este paisaje lunar, infinito, siempre distinto y siempre igual, han ido atravesando esta llanura dorada que parece el fondo de un mar al que le hubieran eliminado el agua y la vida toda. Al este una lejana cadena montañosa, al oeste miles de dunas y ante mí un anchísimo pasillo que va estrechándose hacia un desfiladero de rocas rojas.

El calor va en aumento, despiadado e inhumano, siento que el sudor se seca en mi piel antes de brotar de mis poros, taponados por la mezcla de polvo y grasa. Sigo corriendo, avanzando despacio, movido por unas piernas que exigen más sangre que acuda a sus células. Bebo agua de la bolsa de mi mochila, que está como una sopa, saco  mi primera barrita energética y me sabe a gloria, aunque me cuesta tragarla pues hasta la saliva es casi sólida.

Decido parar, pues noto los pies llenos de arena ya que a pesar de los protectores, los granos son tan finos que se cuelan por el más pequeño resquicio. Me siento y me descalzo amparado por la sombra de una roca que ha esculpido el viento  y la arena y compruebo que las temidas ampollas están haciendo aparición.  Al sentarme he tenido un pequeño vahído, como si la cabeza se fuera a un lado, he pensado que es normal en estas condiciones, dado el calor y el esfuerzo y no le he dado más importancia. Tengo que seguir las pautas de mi entrenamiento mental y no obsesionarme con estas respuestas de mi cuerpo.

Tras el concienzudo trabajo sobre mis pies, me incorporo y tengo la sensación, no, es algo más, tengo la certeza de que el paisaje ha cambiado, las rocas no son las mismas, el desfiladero ha desaparecido y tengo ante mí un paisaje volcánico, repleto de afiladas rocas que parecen cadenas montañosas en miniatura, un berrocal, un malpaís infame que no sé cómo voy a cruzar.

Miro el gps y marca mi posición correctamente. No puedo correr en esta superficie infernal. Camino despacio, cuidando donde pongo los pies, pues el riesgo de tropiezo, torcedura o caída es muy alto y no me lo puedo permitir. Estoy en medio de una enorme extensión imposible de superar, el sol me araña la piel y las mucosas; hasta los ojos se resecan a pesar de las gafas protectoras, siento que se me van a cuartear y empiezo a notar mucho cansancio, soledad, angustia, impotencia…pánico.

Tengo que controlar mi cerebro que empieza a alterar la percepción de la realidad o darme por vencido, enviar un sos, lanzar la antorcha, lo que sea. No quisiera sentirme derrotado en el primer día, tengo que ser fuerte.

Ante mí, a unos cincuenta metros, diría yo, distingo, entre la vibración del aire caliente, a otro participante de la carrera y una grata sensación de alivio y pronta salvación me invade. Camina muy despacio, como flotando por encima de estos dientes de tiburón, sin apenas rozarlos. Parece que lleva una chilaba como los habitantes del desierto, una túnica, y en la cabeza un conjunto de vendas, que, movidas por el viento, forman una melena de guedejas blancas.

Un fantasma, una visión, una alucinación, un espejismo. Esto no es un compañero de fatigas de esta extenuante carrera, esto es una distorsionada percepción fruto de mi cerebro agotado.

Grito, doy voces alterado, no sé si a una persona, a un objeto, a un espectro, o a mí mismo, para salir del ensimismamiento y la desesperación.

El personaje se detiene, parece que me ha oído y obediente a mi llamada espera. Me acerco a él con enorme dificultad y se va haciendo más nítido, más evidentes sus ropajes al viento, sus blanquísimos pliegues, su turbante deshecho agitándose, como formado por olas de espuma, ondulando sobre el fondo azulísimo del cielo del desierto.

Llego a su lado y creo estar ante un espantajo con vida propia, que virando sobre sí mismo me muestra su vacío, su ausencia de cuerpo, su abismal oscuridad en el interior de un blanco sudario.

Es tal mi perplejidad que permanezco paralizado, boquiabierto, catatónico. Me parece oír una voz alentadora, una expresión de cuidado, atención, no te hagas daño, con tono maternal y resuelto…

Los médicos y el personal de la organización no se podían explicar cómo había sido capaz de vendarme las rodillas, rotas en mi caída contra las rocas, ni como me mantuve hidratado tanto tiempo, alabaron la buena idea de llevar conmigo un sedoso lienzo y cubrirme con él y, sobre todo,  haber sido capaz de pedir auxilio tan oportunamente.



Todo un héroe.


Imagen creada por José Luis Rivero del Campo

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