-Paquito, ¡sal a jugar con tus
primos a la calle, anda! Este niño se queda como una estatua mirando la
vitrina. ¡Ve a correr que en un ratito os tendré preparada la merienda!
María, la abuela de Paquito, La
Gorda para los vecinos del barrio, mueve sus abundantes carnes con tal alegría
que ventila a todo el que se cruza en su camino. Baila al caminar, jalea sus
hermosos brazos blancos, contonea sus caderas como si fueran las más sensuales
del Caribe, balancea sus pechos y rememora en muchos su dulzor por haberlos
amamantado. Los cinco niños que ahora alborotan su casa, también disfrutaron de
dulces sueños al calor del cuerpo de su abuela.
Mientras sus padres están
trabajando, sus nietos corretean y se persiguen frente a la puerta de la
vivienda de una sola planta, de las pocas que han resistido en el barrio el
empuje de la fiebre constructora. La heredó de sus padres, los que fueran los
farmacéuticos del barrio, los de toda la vida. Aquella gente tuvo la desgracia
de perderlo todo en un devastador incendio, que comenzó en el aledaño taller de
carpintería y acabó propagándose por toda la manzana.
Lo único que se consiguió
rescatar fue la vitrina de roble y cristal que tiene en el salón comedor, esa
que deja ensimismado a Paquito, absorto en la observación minuciosa de la
colección de frascos de la farmacia de sus bisabuelos.
¡Vamos, todo el mundo a merendar!
Mientras los niños se zampan, sin
masticar apenas, el bocadillo de salchichón que les ha preparado su abuela,
Paquito, el más pequeño de los cinco, obsesionado con su tema, hace por enésima
vez la misma propuesta:
-¡Abuela, cuéntanos lo de la
vitrina!
-Eres un pesado, primo, si ya nos
lo ha contado muchas veces!
-¡Pues yo quiero volver a
escucharlo!
-¡Vale, no discutáis! A mí no me
importa repetirlo mil veces, pero vamos a hacer una cosa, la próxima contarás
tú la historia. Seguro que ya te la sabes de memoria. ¿Vale, hermoso?
-Esa vitrina estaba en la
farmacia que tenían mis padres en este barrio hace muchos, muchos años. La
farmacia estaba donde ahora está el bar, en ese edificio de cuatro plantas que
construyeron en el solar que quedó tras el incendio. Era la única farmacia que había entonces y
todos los vecinos compraban allí sus medicinas y encargaban los preparados que
recetaban los médicos. Mi padre, que se llamaba Gregorio, como ya sabéis, era
el farmacéutico y mi madre, Francisca, le ayudaba en la rebotica a confeccionar
las fórmulas magistrales.
Tenían una gran colección de
frascos y albarelos de cristal y cerámica, unos comprados en Talavera, otros
habían venido de Francia o de Alemania. Algunos eran preciosos, como esos de la
vitrina, hechos y pintados a mano, de todos los colores, especialmente bellos
esos de cristal que aún se conservan. Cada uno tenía su etiqueta con el nombre
del producto químico o la planta medicinal escrito en latín.
Había además toda clase de
cacharros para moler, mezclar, disolver, agitar, yo qué sé las cosas que
manejaban allí.
-Si abuela, no te enrolles tanto
con eso y cuenta lo del incendio.
-Ay Paquito, por favor, ¡cálmate!
-Abuela, nosotros nos vamos a la
calle, que ya hemos terminado.
-Vale, id a jugar, pero cuidado
con lo que hacéis y estad atentos, que en un rato estarán aquí vuestros padres.
-Mira, Paquito, esa vitrina
contiene unos frascos muy valiosos. Es una gran colección. Todo el mundo que la
ha visto me lo ha dicho y hasta me han propuesto comprármela, pero yo no he
querido porque tiene mucho valor sentimental para mí.
Yo era muy pequeña cuando se
quemó la farmacia y solo me acuerdo de los gritos de la gente, acudiendo en
ayuda de mi padre, para arrimar el hombro en su inútil afán por extinguirlo.
Recuerdo unas llamas enormes que ascendían desde el edificio, la llegada del
camión de bomberos y mi tía Ramona abrazándome llena de lágrimas.
Consiguieron sofocarlo, pero los
restos estuvieron humeando toda la noche. Al día siguiente todo era carbón y
cenizas.
El fuego empezó en la parte
trasera de la farmacia, donde mi padre guardaba frascos de alcohol y sustancias
inflamables que ardieron enseguida. Él estaba en la puerta de la farmacia
hablando con un cliente y cuando se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo, corrió hacia el interior de la rebotica, pero
ya era tarde para evitar la desgracia, pues Paquito, mi hermano pequeño, que
dormía en su cuna, se había asfixiado con los primeros humos que invadieron
todo. Nada pudieron hacer por salvarle. Tú
tienes sus mismos ojos.
Imagínate la desesperación y el
dolor que arrastró el resto de su vida.
Mi madre, que aquella tarde había
ido al médico para revisar su tercer embarazo, al enterarse de la muerte de su
segundo hijo, se llevó tal disgusto, que
perdió el niño y quedó postrada en la cama hasta que murió, dos años después de
aquello.
Recuerdo que mi madre perdió la
cabeza y decía una y mil veces que el espíritu de su hijo estaba dentro del
frasco azul cobalto, como el color de sus ojos, repetía que se había metido al morir
y que por eso la vitrina se había salvado de las llamas. MI padre prohibió
abrirla desde entonces. Y ahí está, sin que nadie desde entonces, la haya
tocado.
Durante aquel tiempo mi padre
gastó todo lo que le quedaba en atender a mi madre y tras su muerte él no vivió
mucho, consumido por el dolor y el sentimiento de culpa.
Yo me quedé con mi tía Ramona,
que me cuidó con verdadero amor y hacía la que guardo un maravilloso recuerdo
dentro de mi corazón.
-Pues abuela, ese es el frasco
que más me gusta porque es el único que relumbra por dentro.
-¿Como por dentro?
-Sí, es que dentro tiene estrellitas
que brillan y se mueven.
-Anda, ve con tus primos, que por
hoy ya basta, me estoy emocionando.
La abuela María volvió a la
cocina, enjugándose las lágrimas con el mandil, encendió la radio y se dispuso
a recoger los restos de la merienda de los niños.
Paquito, sin obedecer, se
introdujo silenciosamente en el salón, cerró la puerta tras de sí con sumo
cuidado y se plantó ante su armario preferido, volviendo a observar, una vez
más, con todo detalle, aquel mueble recio, oscurecido y marcado por las llamas
del trágico incendio del que se había salvado de milagro.
A pesar de la prohibición,
intentó abrir sus puertas con cuarterones de cristal, pero estaban cerradas con
llave. En alguna ocasión había observado que la abuela guardaba algunas cosas en
los cajones de la cómoda, bajo servilletas y manteles. Decidido a conseguir su
objetivo, comenzó a abrirlos y en el del centro, bajo los mantelitos bordados
con motivos de Navidad, descubrió una llave dorada. Emocionado con el hallazgo
se dirigió al mueble, introdujo la llave en su cerradura y ésta cedió
fácilmente.
Aspiró aire profundamente y una
gran sonrisa se dibujó en su cara. En los estantes de madera, reposaban frascos
de vidrio de diferentes formas y tamaños, transparentes unos, color caramelo otros,
ámbar, rojos, azules, llenos de sustancias irreconocibles, vacíos algunos, con
sus etiquetas indescifrables.
Acercó sus pequeñas manos al que
venía llamando su atención desde que
andaba a gatas por la casa, el del estante central, el de color azul cobalto,
el que conservaba su brillo a pesar del tiempo y los avatares.
Antes incluso de llegar a
tocarlo, sintió en sus manos un suave calor procedente de la superficie del
frasco. Lo aferró con determinación y su piel notó el mismo grado de
temperatura que sentía cuando tenía fiebre.
Lo trasladó con sumo cuidado y lo
dejó encima a la mesa. En ese momento comprobó como un fluido brillante se
movía dentro del frasco, una especie de magma que vibraba y emitía una luz que
llegaba al exterior, con un bellísimo tono esmeralda, variando en matiz e
intensidad.
Sorprendido, pero sereno, actuaba
con una determinación impropia para su edad. Agarró el tapón de vidrio en forma
de mariposa, lo giró y cedió sin dificultad. El frasco quedó abierto. La
habitación comenzó a llenarse de pequeños puntos de luz ambarina que se
desplazaban en todas direcciones, como si una invasión de luciérnagas, de fulgor
intermitente, convirtieran la estancia en el espacio celeste donde tiene lugar
una traca final.
Integrado en tal cúmulo de estrellas
fugaces, bullendo a su alrededor, percibió un denso aroma a perfume de rosas, como
el que solía llevar su abuela, y una sensación de felicidad le invadió por
completo. El tiempo dejó de existir para él.
-¡Paquito!, despídete de tus
primos, que ya se van.
Oyó lejana la voz de su abuela. Salió
de su ensimismamiento. Devolvió el frasco a su repisa. Depositó la llave donde
la había sacado. Corrió hacia la calle, a tiempo de decir adiós a sus primos
mayores, que marchaban con sus padres respectivos.
-Tu madre vendrá un poco más
tarde, ¿eh, hermoso?
-Abuela, ¿sabes? Yo creo que la
bisabuela Francisca tenía razón. El espíritu del tío Paquito está en el frasco
azul cobalto.
-¿Si? Y tú, ¿cómo lo sabes?
-Porque lo he visto surgir del
frasco.
-¿Surgir? Vaya palabra. Te habrás
quedado dormido y lo has soñado.
-Puede ser, pero lo he visto.
-Mira, ya está aquí tu madre.
Otro día me los cuentas, ¿vale?
María despidió a su hija y a su
nieto y al volver a casa, notó que la puerta del salón estaba abierta. Al ir a
cerrarla, sus vivos ojos negros quedaron pasmados, al comprobar que la vitrina
estaba abierta y el frasco azul cobalto carecía de tapón.