Aquella heladora mañana de enero, el cura apareció portando una maleta.
Su negra silueta se iba perfilando con más nitidez a medida que se acercaba al
grupo de ateridos chavales, que le
esperaban envueltos por la niebla. Unos iban con abrigo, otros con gordos
jerséis de lana, bufandas y gorros para evitar morir congelados, antes del
entrenamiento de cada mañana de sábado. Eso sí, todos con pantalón corto y
medias blancas – o casi-que les había regalado el dueño de la fábrica de
tapones de plástico situada al lado de sus casas.
¡Eh, el padre Emilio trae una maleta! comenzaron a chillar algunos y el
resto les coreó con entusiasmo, sin dejar de saltar y darse golpes en la
espalda para calentarse. Su imponente figura de chicarrón del norte, con su
chapela calada hasta las orejas, cubierta con su enorme sotana negra,
contrastaba con un rostro redondo, sonrosado, con una permanente sonrisa amigable, que llenaba
de satisfacción a sus pupilos, un grupo dispar y heterogéneo, negado para el
futbol, al que entrenaba pacientemente desde hacía meses y al que abrazaba uno
a uno cada domingo, en las sucesivas y abultadas derrotas que sistemáticamente
se llevaban a casa. Iban los últimos de la liga de las parroquias de la ciudad,
organizada por los futuros sacerdotes que estudiaban en el seminario. Y don
Emilio era uno de esos estudiantes de Teología, entusiasmado con la tarea que
le habían asignado para foguearse en el trato con sus futuros feligreses: un
equipo infantil de futbol, a él, forofo inquebrantable del Athleti de Bilbao y
jugador empedernido, que, arremangándose
la sotana, lanzaba potentes patadones que dejaban patidifuso a Fran, el portero
del equipo, que nunca estaba en el sitio por donde iba el balón. Le tocó ser el
portero porque era el más alto, así de fácil.
Eh, padre, ¿qué trae usted en esa maleta? Es una sorpresa. Si esta
mañana entrenáis como Dios manda, os digo lo que es. ¿De acuerdo?¡Aurrera
muttiko, ánimo chicos, ahora a entrenar!
Muchos sábados repitiéndoles las mismas consignas, pero aún no eran capaces
de saberse colocar en el campo, cada uno en su espacio, centrar, triangular, no
correr todos juntos tras el balón como si estuvieran atados por una cuerda,
mirar a su alrededor a ver quién podía recibir el pase, no dejar pasar al
delantero contrario, en fin, jugar un poquito al fútbol, no hacer todo el
tiempo el canelo, como les decía su entrenador. A pesar de todo, la santa
paciencia se ejercita en estos campos también. Dios se lo pagará, le decía el
Mosca, que era monaguillo en el convento de las monjas y sabía de Dios un
montón, según él.
Así que el entrenamiento de aquel día discurrió como el de otros
sábados: un desastre. A veces aparecían ciertos atisbos de que alguno se estaba
enterando de algo. Por ejemplo, en el Valilla, pequeñajo y escurridizo
delantero centro, que birlaba la pelota y driblaba como un diablo ante defensas
mucho más fuertes y grandes que él. Era el único capaz de hacer algún gol y se
desesperaba cuando veía lo que algunos compañeros hacían en el partido. Otro
era el Vaca, hijo del lechero del barrio y defensa central, burro como un arao
y de los que opinan que si pasa el balón, no pasa el tío. A veces, el Vaca le
enviaba la pelota directamente al Valilla y, a veces, gol. El resto del equipo,
unos negados muy simpáticos, que se abrazaban y celebraban los escasos goles
como si hubieran ganado la copa del mundo.
¡Ahora, la sorpresa padre! Si, vale, vale, pero quiero que os alejéis y
forméis un círculo, como el del centro del campo.
Como no les salía muy bien lo del corro, que era cosa de niñas, se
fueron todos al centro del campo, que aún conservaba el trazo de cal del último
partido. Se situaron sobre él y allí esperaron a que Don Emilio se acercara con
la maleta que había dejado al pie de la portería.
La abrió con mucha parsimonia y ante el asombro de todos fue sacando
unas bolsas de papel celofán transparente, que contenían el equipamiento
completo de su equipo del alma. Una camiseta de rayas verticales blancas y
rojas y un pantalón negro. Todo de la misma talla, pero eso sí, cada una con su
número puesto, incluida la del portero, que era de color verde con coderas
negras. Lo que no iba a quedar a juego eran las medias, que según el código de
colores pertenecían al Real Madrid. Pero que se le va a hacer, no se puede
tener todo.
El alborozo y la alegría en las caras de todos los chicos, la enorme
sorpresa que les había dado su entrenador, no dejó asomar la desazón al
comprobar que aquellas prendas o eran demasiado grandes o demasiado pequeñas,
salvo en dos o tres casos en que habían coincidido exactamente con la talla del
usuario. Ya se apañarían. Lo que importaba ahora era que formaban un verdadero
equipo, todos vestidos iguales. Seguro que así uniformados, ganarían más
partidos.
Todos se abrazaron a su padre espiritual y deportivo, con tal ímpetu,
que estuvieron a punto de tirar al suelo a semejante torre humana.
Eh, chicos, tranquilos que aún falta lo mejor. Por lo pronto poneos en
alineación, como cuando se colocan los equipos para la foto. Aúpa, aúpa que
ahora parece que tenemos más luz. ¿Más luz para qué, padre? Pa que va a ser, pa
hacer una afoto. Muy bien, mira que listo es
el Alex.
Mientras su selección se enredaba en comentarios, el padre Emilio fue
sacando del fondo de la maleta un trípode de madera que desplegó ante la mirada
atónita de sus jugadores. Volvió a la valija y obtuvo de ella una cámara
ultramoderna que atornilló a la base del trípode, ajustó su objetivo, calculó
la distancia, la abertura de diafragma y
la velocidad de obturación como un verdadero profesional. Con la escasa
luz difusa de la niebla, en ausencia de sombras y teniendo frente a él al
conjunto deportivo más atlético que imaginarse pueda, dejó el aparato listo
para inmortalizar el momento.
Todos atentos, que voy a poner el temporizador para que me dé tiempo a
situarme a vuestro lado. A la una, a la dos y a las tres.
El cura salió corriendo hacia el lado izquierdo de su equipo y se colocó
junto al portero, su estimado Fran. La cuenta atrás llegó a su fin y el
disparador automático saltó con su clic mágico, dejando fijado para la
posteridad el momento estelar del estreno de las camisetas del Atleti del
Rollo. Un equipo de primera en el último puesto de la tabla.
En un aparte se dirigió a Fran, el portero y, guiñándole un ojo le dijo
al oído que la cámara no tenía carrete, que la foto era una broma, pero que era
un secreto que tenía que guardar para siempre.
Al cabo de un par de semanas de este feliz evento, el padre Emilio, sin
dar razones ni despedirse de nadie, desapareció de la parroquia y fue
sustituido por otro aspirante a sacerdote que no pudo hacerse cargo del equipo.
El pobre ya atendía la sección de los ancianos de la parroquia y no disponía de
tiempo para todo. El Atleti del Rollo se quedó huérfano de entrenador, de
mentor y de animador de sus desventurados partidos, pasando a ocupar su puesto
durante el resto de aquella temporada el conserje del colegio, que no era ni
por asomo la sombra de don Emilio. El equipo hizo lo que pudo cada domingo, eso
sí, con sus camisetas nuevas.
Se terminó la liga, se repartieron los trofeos y las copas y al último clasificado, se le
concedió el premio de consolación, con un modesto diploma a cada jugador y otro
como delantero revelación al Valilla.
Tras más de un año sin tener noticias del cura, ya en plenas vacaciones
de verano del curso siguiente, el cartero del barrio dejó en el domicilio de
Fran, el portero más goleado de la historia, un sobre del tamaño de un tebeo,
que venía a su nombre.
Mira Fran, lo que ha llegado para ti –le dijo su madre.
Fran que venía corriendo y sudoroso de la calle, rasgó el sobre con
muchos nervios y se quedó paralizado y perplejo al ver entre sus manos una
enorme foto del equipo, que el cura tomó aquel gélido día en el campo de
futbol. En su cabeza aún giraban las palabras sobre la broma que el cura había
gastado a todos sus compañeros. En ese momento no sabía si odiarle o quererle
aún más. Rio como nunca lo había hecho.
En el interior del sobre había otro más pequeño dirigido a la madre de
Fran, como encargada de la catequesis de los que iban a tomar la primera
comunión.
La madre abrió el sobre y se encontró con una foto más pequeña en la que
estaba Don Emilio y a su lado una mujer sonriente con un bebé en brazos.
Aún no repuesta de la enorme sorpresa inicial, la perpleja catequista,
preferida del párroco del barrio, desplegó el papel que venía en el mismo sobre
y leyó:
Queridísima Señora Clara. En primer lugar pedirle
mil perdones por no haberme podido despedir de usted y su hijo, a los que tanto
admiro, pero las circunstancias se precipitaron y tuve que tomar una drástica
decisión. La mujer que usted ve en la foto es mi esposa Gloria y el niño,
nuestro hijo Fran. Ella fue la enfermera que cuidó de mi madre los últimos días
de su vida y de la cual me enamoré. Tras una dura batalla con mi conciencia y
en un diálogo sincero con Dios, decidí colgar los hábitos, abandonar mi carrera
hacia el sacerdocio y casarme con ella. Hoy soy un hombre feliz, que vive sin
remordimientos, ni arrepentimiento, por la decisión tomada. Usted es una mujer
inteligente y sensible, que conoce muy bien que es esta clase de amor, entenderá
perfectamente mi posición. Pusimos
Francisco a nuestro hijo en recuerdo y homenaje a su Fran, el mejor chico del
equipo por su inteligencia y entrega. Espero que todo les vaya muy bien.
Reciban un fuerte abrazo de esta familia.
Emilio, Gloria y Fran
PD. Dígale a Fran que tras la foto está pegado el
negativo. Así podrán hacer copias para todos los componentes del mejor equipo
de la historia del fútbol infantil de la ciudad: El Atleti del Rollo. Ah, y que
me perdone por la broma.
Imagen: José Luis Rivero del Campo