“El árbol como axis mundi o
eje del mundo en muchas culturas es considerado como el punto de unión entre el
cielo y la tierra, sus tres partes – las raíces, el tronco y las ramas –
simbolizarían los tres niveles del mundo: el infierno, la tierra y el cielo,
respectivamente. Puesto que el niño se encuentra en las ramas, en el nivel
metafórico, esto equivale con su ascensión al cielo”
Tres árboles gigantescos. Sus
solemnes corpachones se elevaban, dos veces más altos, por encima de las casas
de planta baja desparramadas en hilera a lo largo de la avenida. Su empedrado
de guijarros descarnados se abría de vez en cuando con baches arenosos, o
llenos de agua sucia los días de lluvia. Obesos sus troncos, abiertos en canal,
corroída su carne de madera por el orín, seguían vivos a pesar del tiempo y los
maltratos. Sombreaban el paso de los escasos coches o el camión de la
carbonería. Más viejas sus raíces que todos los abuelos juntos del asilo de San
Rafael que, sentados en sus tajuelas a lo largo de la verja del recinto,
esperaban indolentes la hora de la merienda, por no tener otra cosa que hacer.
Sus ramas, repletas de hojas de dos tonos verdes, recubiertas de un fino vello
blanquecino, formaban un toldo compacto y regalaban en verano su refrescante
círculo de sombra a los caminantes.
El imponente porte del trío, se
divisaba desde el comienzo de la avenida, allá en la lejana glorieta de Cuatro
Caminos, tan distante como la propia ciudad que daba sus espaldas al barrio, en
la frontera del campo y el abandono, sujetos sus vecinos a normas propias y
sobreviviendo con sus escasos recursos.
Aquellos tres hermosos ejemplares de olmas sirvieron
durante muchos años a generaciones de chicos como casa abierta a todos, refugio
contra brujas y enemigos varios, castillo medieval de caballeros pobres,
recinto amurallado cubierto por el verde de sus hojas, barco pirata en tierra
de secano, fuerte tomado por indios y vaqueros , cazadero de gorriones con
escopetas de aire comprimido, cueva en altura, choza de Tarzán sin Chita ni
Jane, cuartel de francotiradores de tirachinas, fumadero de los primeros
cigarrillos, atalaya para insultar a los viandantes , torre vigía, nido de
ametralladoras para disparar piedras a
los perros callejeros, confesonario de delitos menores, merendero de pan con
chocolate, escuela de mentiras y de sexo falaz, caza alemán sin motor ni
hélices, posesión que defender de la invasión de intrusos de otras calles y
otros barrios, frontera en guerras entre bandas rivales… Lo eran todo: el
infierno, la tierra, el cielo.
Un microcosmos donde hormigas de
negra cabezota, orugas rayadas y glotonas, gorriones pacíficos, palomas
orondas de basura, urracas ruidosas y gatos agresivos convivían en paz,
mientras los buenos niños del barrio, tras las persianas que oscurecían sus
casas, dormían la siesta. No había nidos, no era posible.
El hueco de sus troncos y sus
gruesas ramas, solo se vaciaban de muchachos, sentados a horcajadas, durante el
tiempo de la escuela. A veces ni eso, invadidas por los novilleros de las repudiadas clases.
Lugar de encuentro para gritos y
saltos, carreras y rodillas con costras renegridas, referencia absoluta de toda
la chiquillería del barrio, sus genuinos dueños, testigos o protagonistas, de
todo lo que acontecía dentro o fuera de su ámbito de influencia.
-Te he dicho que te bajes de ahí
ahora mismo y vengas a casa a merendar. Se lo voy a decir a tu padre.
-Ha dicho mama que vayas a casa
de la abuela a llevarle la cesta
-¡¡mecagondios como suba te inflo a ostias, mierda de muchacho. Que mascupío el so cabrón!!
-¡Os vais a caer y os partiréis
una pierna!
-¿Está con vosotros mi hermano?
-Pero dejad los perros en paz,
mira que sois malos.
-¿No tenías que estar en la
escuela? Como se entere tu madre.
-No tienes huevos de bajar de ahí,
porque te parto la cara.
-Vamos to el mundo abajo u os
tiramos, ahora nos toca a nosotros. ¡Venga, coño!
-Os he visto fumar, os he visto
fumar,…
Una tarde de agosto, tórrida y
seca, se levantó un hosco viento que arrastraba el polvo de la carretera junto
a una amalgama de papeles, hojas, prendas de ropa desprendidas de sus cuerdas,
negro hollín de la carbonería, tapas de hojalata oxidada, cal de los escombros
y polvo rojizo de ladrillos rotos. El
ciego y su perro, flacos y ajenos a todo, era incapaces de inmovilizar sus
cuerpos ante la fuerza del vendaval y acabaron, a tientas, refugiados en la
zapatería de Antonio. Un viento huracanado que presagiaba la belleza dramática
de la tormenta, cercana ya, se abrió paso a empujones brutales. El cielo se
cubrió de espesas nubes negras. Los rayos y sus inseparables truenos surgieron
de ellas, convirtiendo el cielo en un escenario de endemoniadas amenazas.
Comenzaron a caer gruesos goterones. Pronto, unidos, se transformaron en una
espesa cortina de agua. Sus chorros impetuosos iban dejando el barrio sumido en
el negror más espeso que se había visto. La calle se vació de gentes, de
bichos, de vehículos y hasta de sus habituales basuras, que pasaron a ser
caóticos giróvagos en el ventarrón tropical.
Santiaguito no sabía qué hacer.
No fue capaz de bajar de la rama que tenía asignada en la olma abuela Maya,
como él la llamaba. Su zapatón con gruesa suela de corcho, quedó enganchado en
la horca que formaban las ramas más finas donde reposaban sus piernas,
debilitadas por la polio. No pudo bajar tan rápido como hubiera querido.
Ninguno de los compañeros de juego se quedó a ayudarle.
-Santiaguito, agárrate fuerte. No
tengas miedo, que esto pasa en seguida. No tengas miedo, que es solo una
tormenta, -le decía José Luis.
Los chicos que en ese momento
gobernaban el bajel pirata, huyeron como alma que lleva el diablo, ante la
cercanía del ser maligno que se acercaba a ellos para que pagaran por todos sus
pecados. Todos se refugiaron como pudieron en los portales cercanos o corrieron
despavoridos a sus casas. Todos, menos José Luis, que aguantó abrazado al
tronco de la abuela Maya, como un valiente corsario sujeto al palo mayor, en
plena marejada con olas de crestas montañosas. Esperó a Santiaguito, le animó
con sus gritos para que se sujetara y no permitiera que el huracán y la lluvia
le expulsaran de su barco.
Pero el monstruo era más fuerte
que todos ellos juntos, más potente su brazo que el brazo de Maya soportando a
su nieto preferido. Un giro brusco de la masa de aire que cruzaba su arboladura
de hojas, agitó con toda su energía la rama de Santiaguito, la levantó, la
zarandeó, la hizo girar sobre sí misma y la destrozó. El niño no aguantó el
envite y salió despedido hacia arriba como un pelele, cayendo su cuerpo de
trapo sobre el banco de granito, donde los abuelos contaban sus aventuras de
cuando la guerra. El seco crujido de su cráneo, al impactar contra el borde
gris de la piedra, solo puedo oírlo José Luis, que se abalanzó sobre él como
para intentar evitar la tragedia que ya se había consumado. La lluvia, la
sangre y las lágrimas se mezclaban en sus empapadas ropas, mientras la fuerza
devastadora de la tormenta iba amainando, como consciente del daño producido o
quizá sumisa al sentimiento de la abuela Maya, que lloraba con todas sus hojas
sobre los cuerpos de los niños.