Cinema Taramona.
Yo tendría por entonces unos ocho
años, ahora tengo 63, así que podéis ir echando las cuentas. La tarde de los jueves no teníamos colegio y
los cines de la ciudad disponían de una sesión doble familiar, que llamaban la
fémina. Fémina porque a ella solo iban las mujeres, rodeadas de sus hijos, o
los hijos de las vecinas, que por una u otra razón no pudieran asistir.
En mi barrio, el Rollo, jueves
si, jueves no, por aquello del flaco presupuesto familiar, nos agrupábamos a la
entrada del bar Plaza, a eso de las tres, un ruidoso grupo de mujeres, niños y
niñas y alguna que otra abuela, ataviados con la ropa del domingo y un
fardelito donde llevábamos la merienda y una cantimplora con agua, como si
fuéramos al río de excursión.
Todos juntos avanzábamos avenida
abajo, entre baches y polvo, como una tropa de invasores provenientes del
barrio más extremo, del lejano oeste, dispuesta a conquistar el centro de la
ciudad. Era un paseo que hacíamos entusiasmados, por formar una piña humana
unida por su condición barriobajera y por nuestra pasión por el séptimo arte.
¡Vamos a la fémina, vamos al cine!,
coreábamos por la calle. ¡El cine!
Busco en google títulos de
películas de aquellos años y no me acuerdo de haber visto ninguna en aquellas
tardes. Para mí y para mis amigos del barrio, las películas eran de romanos,
del oeste, de piratas, de santos, de guerra, de risa o de amor, y éstas, seguro
que por una u otra razón no las echaban para niños, eran 3R con reparos, según
la censura de entonces. No sabíamos los títulos, ni los actores, ni los
directores, ni siquiera como se hacían. Allí, metidos en la oscuridad del patio
de butacas, lo importante era que nos sentíamos los protagonistas y al llegar
al barrio, en nuestros juegos, los emulábamos y peleábamos entre nosotros por
ser el bueno o el malo, que de todo había.
A la cola para comprar las
entradas, siempre se ponía María la Gorda, que recogía todo el dinero y que, seguro,
se iba a colar. Con el balanceo de su imponente cuerpo, iba desplazando a los
que aguardaban turno y se colocaba la primera. Volvía dichosa, con el trofeo de
sus veintitantos papelitos rosas alzados en la mano y hala, pa dentro todos. A veces ocupábamos
hasta tres filas y nunca las primeras, por aquello de que nos podíamos poner
malos de los ojos.
Isabel la guapa, mujer del gigantón
Tomás el camionero, siempre iba hecha un brazo de mar y se salía del cine al
poco de empezar la película. ¿Dónde va la Isabel?, preguntaba yo a mi madre. A
hacer recaos, y cállate. Volvía antes
de que terminara la sesión, más bella si cabe, tomaba del brazo a su madre, una
anciana que roncaba en todas las películas y de la mano a su hijo Angelito, vestido
de comunión para ir al cine, como si fuera un príncipe.
Aquella tarde, que proyectaban lo que el viento se llevó, la abuela
Ángela, se había dormido como siempre, pero no roncaba. Fui a decírselo a mi
madre. Se acercó a ella y al tocarla, dio un respingo. En la oscuridad de la
sala, con la luz proveniente de la pantalla, se dio cuenta de que la vieja se
había muerto. Así, delante del Clark Gable y la Vivian Leigh besándose. No dijo
nada a los demás y la peli siguió hasta el the end. Y la Isabel sin llegar.
Cuando se encendieron las luces
de la sala, apareció el Tomás, arrastrando a su mujer, que tenía las mejillas
ennegrecidas con churretones de rímel. Mi madre les informó de lo ocurrido y el
bestia del marido cargó con su suegra a los hombros, hasta el barrio. A los
niños nos mandaron por delante, corriendo. A salir, el acomodador le soltó al
Tomás aquello de: lo que no haga uno por
su familia…
Si, lo que el Tomás se llevó.
Si, lo que el Tomás se llevó.