Hay momentos en la vida en los
que una llamada te la salva, o te la quita. La darías entera para que llegara
pronto y te dejara tranquilo, eliminando ese estado de inquietud que provoca el
silencio del teléfono. O no desearías que nunca se hubiera producido.
Así estaba C. aquel día, con esa inquietud. A pesar de que permanecía
tumbado en su hamaca, tendido al sol tórrido en la playa de sus sueños, dejándose
llevar por el rumor de las olas del océano más pacífico del mundo. Aparentemente, así de tranquilo y feliz,
disfrutando de un merecido retiro, con un daiquiri muy frío a su disposición, en
el brazo del sillón playero.
Casi, si no fuera porque en su
fuero interno, latía una maquinita que le torturaba y le hacía perder la
laxitud que le provocaba el lugar, el calor, el mar, la bebida, la soledad. Esperaba
una llamada.
Un relojito en su cerebro iba
marcando con fiera exactitud el tiempo. La desasosegante inquietud se la
producía la tardanza en recibir esa llamada. No podía relajarse completamente.
Su pensamiento era un sinvivir con emociones y recuerdos dispersos y mezclados.
Todo ello le impedía disfrutar plenamente
de ese momento dulce, que las
circunstancias presentes ponían a su disposición.
¡Qué lástima, se decía a mí mismo! Después de tanto tiempo luchando por
tener un momento como este, con todo a mi favor. Un paraíso a mi disposición,
para hacer posible este total abandono placentero.
Tantos desvelos por la empresa, tantas responsabilidades asumidas. Tantos días y noches luchando por sacar adelante el proyecto de mis sueños y
dejar un futuro resuelto a los que me rodean.
Y, ahora que, ayudado por todos, consigo tener lo más ansiado, llega esto. Siempre he sido fuerte y he hecho lo que había que hacer. Sin concesiones. Y ahora, también.
El móvil que debía sonar se lo
habían dado al llegar al hotel, como un regalo de bienvenida, junto a las
llaves de su exclusiva habitación. Era lo que había concertado con su socio más
cercano, su mano derecha, en el aeropuerto, poco antes de embarcar en su jet
privado. Solo ese terminal sería su conexión. Solo él le uniría al resto del
mundo, desde su merecido retiro.
-Tranquilo, C. -le advirtió M. en el último abrazo antes de partir-
solo una llamada, tres tonos y se resolverá, según has dispuesto.
Las gafas de sol polarizadas y el
sombrero de paja, le aislaban un poco de la fuerza de la luz del sol, que se
derramaba sobre él, como un monstruo de fuego. Y la llamada sin llegar. Y él
cada vez más quemado, también por la incertidumbre.
Se había informado sobre la cobertura, en la
recepción de su paradisíaco hotel, y le informaron de que disponían
de conexión satélite y era muy segura.
Estaba comprobado con otros móviles y con las Tablets y funcionaba sin
cortes. Sin embargo, en el suyo, parecía que no. Le hubieran podido prestar terminales del hotel, pero sabía
que no debía hacer uso de ningún otro teléfono, porque eso daría posibilidades para
hacer un seguimiento indeseado, que no debía permitirse.
Se había embadurnado el cuerpo
entero con crema de protección solar de alta gama, para evitar quemaduras en la
piel. Es más, se había colocado en la zona de sombra e incluso ahí, los rayos del sol
quemaban como llamaradas del diablo.
Llevaba un bañador mínimo, pero
se lo quitó al llegar a la playa. Sin embargo, su desnudez, mostrando la extrema delgadez de
su cuerpo, le estaba resultando incómoda. Sentía un pudor que nunca había tenido.
Empezaba a comprobar que su piel adquiría un tono demasiado moreno y no le
gustaba. Es más, comenzaba a alarmarse por ello. Se refugió aún más en la
sombra de las palmeras, arrastrando su sillón hasta la zona más oscura. Ni así.
El calor era sofocante. Un sudor frío e inesperado le recorría el cuerpo,
dejándolo húmedo, pegajoso y salobre. Y
la llamada sin llegar.
Muy inquieto, entre el extremo calor
y el silencio del móvil, pensó en volver al hotel, ducharse y tumbarse en la
ventilada habitación, en la hamaca situada en la zona más fresca de la
estancia. Y esperar, esperar y esperar. Aumentó su estado de alerta y su
angustia, mortificándolo aún más. Podría haber elegido otro modo de retirarse,
más acorde con su posición y condición económica, pero ahora todo estaba
dispuesto y no había nada que rectificar.
Entonces, se dio cuenta de que,
entre las pocas pertenencias que tenía a su alrededor, el bañador, el sillón,
las gafas, el sombrero, la bebida, no estaba el móvil. Pensó que debía
habérsele caído, en el traslado de la tumbona a la zona de umbría. Y lamentó
haber hecho ese ridículo viaje.
-Total que más da, carbonizarme o no, a estas alturas –pensó.
Y en ese momento, a cinco metros
de donde estaba él, empezó a manifestarse un ligero movimiento bajo la arena. Dos segundos después, un tono polifónico se hizo audible. Por fin, ¡la llamada! ¡Donde había ido a parar el dichoso móvil! Era su hora. Salió del espacio de sombra con la intención de atender
la anhelada llamada. Inició una ligera carrera y antes de llegar, un extremo
golpe de sol, junto a la exagerada debilidad de su corazón canceroso, dejaron
su cadáver tendido en la ardiente playa.
Al poco, una explosión lanzó al
aire una violenta erupción de arena y dejó en la orilla del océano Pacífico un
pequeño cráter.
C. no había llegado a tiempo para
atender su última llamada.