El caserío, tras muchos años de
abandono, se había convertido en una ruina. Donde en otro tiempo varias
familias mantenían viva y fértil una extensa explotación agraria, hoy solo quedaban
un muro desdentado, decorado con los grafitis más agresivos y absurdos, puertas
desgajadas, ventanas rotas, habitáculos llenos de heces y basura, desfondados
colchones, muebles hechos astillas… una inmensa colección de despojos, resultado
del paso de las más diversas tribus urbanas, dedicadas a la violencia y a su
propia autodestrucción.
Fue fácil llegar hasta él sin que
se diera cuenta. El hombre estaba solo, acuclillado en el suelo, de espaldas a la
entrada de lo que quedaba de cocina. Le envolvía una densa atmósfera formada
por la humareda procedente de una hoguera moribunda, el humo del cigarrillo que
colgaba de sus labios, el tufo de deposiciones y la fetidez de su propio
cuerpo, sucio y desahuciado. Enfrascado en su tarea, absorto en lo que requería
de toda su atención, ni se enteró de la llegada del que iba a ser su asesino. Este
le plantó su mano de hierro en la base del cuello, estrujó, giró las cervicales
y en unos segundos el cuerpo se dobló sobre sí mismo y quedó inmóvil, adoptando
una trágica posición fetal. Junto a él botellas vacías, decenas de colillas de
tabaco y marihuana y, colgando de su brazo izquierdo, una jeringuilla cargada
de heroína. Con esas dosis de todo tipo de químicas adictivas, es posible que su
enclenque cuerpo no sufriera el dolor del mortal torniquete.
Fue una maniobra precisa y
certera, de esas que Frank tenía muy bien entrenadas. Era su trabajo. Un
encargo menos en su listado de la semana. Diez mil euros en su bolsillo. Otro
drogata al hoyo, un muerto viviente que dejaría de ser una carga para sus
padres, para toda la sociedad, un cliente menos para nutrir el negocio mortal
de las mafias, un potencial recluso que no habría que alimentar con el dinero
de todos, una mierda expulsada del paisaje.
No dejó ninguna huella de su paso
por aquel muradal de destrucción y desesperanza. Nadie pudo verlo en aquel
escenario, envuelto por una matutina cobertura de niebla, que emanaba del río
como un fantasma vestido con guedejas de algodón húmedo. Él era un profesional,
nunca dejaba restos de su paso por la escena del crimen.
Desde la posición de Ester, un
paseo arbolado que dominaba el valle desde un altozano, apenas se distinguían
los escombros de aquellas ruinas. Ella no había abandonado la comodidad y el
calor de su coche. Esperaba a que el trabajo estuviera terminado, la vuelta de
Frank, pagarle y volver al hogar, a la tranquilidad de su familia. Dejaba
resuelto el problema. Se acabó para siempre la desazón y la desgracia, el dolor
y la desesperanza en casa de sus padres. Resuelto así el odio acumulado durante
años. Su hermano Teo, muerto, por fin. El dinero era lo de menos, su posición
se lo permitía. Hoy terminaría una vida desdichada y daría comienzo una nueva
existencia para sus padres y para ella. Libres al fin de tanta tragedia
sostenida. La policía les notificaría la noticia, llorarían un par de semanas,
pero tras ese duelo, tomarían conciencia de la tranquilidad que iba a suponer
vivir sin esa agonía permanente, sin ese hijo desgraciado.
Frank se acercó al coche de la
mujer. La miró tras los cristales oscuros de sus gafas y sin mediar palabra,
ella le entregó el sobre. El hombre, que aún conservaba la braga que le cubría
nariz y boca, lo abrió y comprobó que era lo acordado. Le entregó a Ester una
pulsera de plata que había arrancado de la muñeca de Teo, se dio la vuelta y
desapareció entre la niebla.
Ester subió el cristal de su
ventanilla, respiró profundamente, cerró los ojos y se pasó las manos por las
sienes. Por un momento pensó en acercarse hasta la granja abandonada, comprobar
que su hermano estaba muerto, pero enseguida volvió a la cordura y desechó la
idea. Tenía su pulsera. Ella misma se la había regalado por su cumpleaños. La guardó
en el bolso. Dio la vuelta a la llave, metió la primera y abandonó el
aparcamiento. El sol se abría camino entre los restos de la niebla.
Cuando llevaba recorridos unos
cuantos metros, frente a ella, se dibujó una figura alta y desgarbada, cubierta
con un raído abrigo que iba arrastrando los pies. Otro colgado, otro drogata,
otro deshecho. Se miraron y frenó en seco. Los profundos ojos azules de su
hermano se habían clavado en los suyos. Como movida por un resorte metió la
marcha atrás y dio la vuelta. Aceleró al máximo y, movida por la ira y la furia,
se abalanzó sobre la espalda de aquel ser, impactando con toda la potencia de
su automóvil. Pasó varias veces sobre el cuerpo inerte. Salió de su coche,
pateó lo que ya era el cadáver de Teo y un bramido de rabia y horror cruzó el
aire.
Si hubiera hecho esto que pasaba por su cabeza en aquel momento, hubiera encontrado su ruina y la de su familia. Sin embargo, se
mantuvo serena, mirando por el espejo retrovisor como su hermano se alejaba
hacia la casa, a la búsqueda de su efímero placer y su declive.
Inició la marcha hacia la carretera nacional, su cerebro aún
roído por todo lo que había vivido aquella mañana y al llegar al stop, se lo
saltó sin respetar la señal. Un camión, sin poderlo evitar, se empotró en el
lateral derecho de su coche y la arrastró hasta topar con el muro de unas obras. Su cuerpo
quedó tronchado, sus fragmentos orgánicos incorporados a la chatarra en la que
quedó convertido el vehículo tras el impacto. Nada se pudo hacer por ella. Una ruina.