En aquel entonces tendría yo unos
doce años. Como mi prima. Mi prima Emma
y yo habíamos nacido el mismo año y, aunque pareciera mentira, teníamos
la misma edad. Digo esto, que en sí mismo es una chorrada, porque todos los que
nos veían juntos, acababan creyendo que ella era casi mi madre, de lo
desarrolladita y mujerona que estaba y de lo chiquitín y escuchimizado que era
yo. Las comparaciones son odiosas, pero en aquel entonces, mi prima y yo parecíamos
la noche y el día. A pesar de esto, yo
estaba enamorado de mi prima y ella me trataba como si fuera su muñeco de
peluche: me achuchaba, me mordisqueaba, me besuqueaba, me daba empujones. Yo
era muy feliz, siendo el osito preferido de sus juegos. Lo peor, es que, a
veces, se cansaba de mí y me dejaba abandonado en un rincón. Entonces me ponía
muy triste. Si mi madre me veía así, venía y me consolaba. Tú no te preocupes,
hijo, que ya verás cuando seas mayor, como vas a crecer y tu prima no te va a
poder tratar de esa manera. Sí, claro, pero cuando será eso, pensaba yo.
Yo era el típico hijo único, un
tanto bobalicón y muy mimado, queriendo hacer siempre lo que yo quisiera, pero que nunca conseguía, salvo
con mi madre. Mi padre, o estaba trabajando, o de pesca. Emma, por el contrario,
era la cuarta chica, de una familia de siete hermanos y vivía, junto a sus
padres, su abuela y dos hermanas suyas, en un caserón enorme, donde había de
todo menos orden y criterio. Aquello era
una deliciosa anarquía, un caos divertidísimo, en el que reinaba la libertad,
la creatividad y las ganas de vivir cada momento y cada uno, de acuerdo a sus características.
Aquellas tres mujeres, al servicio de su hija y sobrina única, hacían las
tareas domésticas, guisaban, arreglaban las ropas de todos los hermanos, que se
iban pasando unos a otros, cuidaban de los pequeños, los arreglaban para ir al
cole. En definitiva, hacían todo el tremendo trabajo que comportaba una casa
como aquella. Mientras, los padres, es decir, la hermana de mi madre y su
marido, vivían a su modo. Mi tía Asunción, guapísima y espectacular siempre,
era una mujer adelantada a su tiempo, y en aquel entonces, una de las pocas que
trabajaba fuera de casa, en una gran empresa. Su marido, empresario de éxito,
dueño de una editorial, apenas paraba en casa. Cuando llegaba, se metía en su
despacho, la única habitación con llave y a la que solo él tenía acceso, donde despachaba no se sabía qué y donde también
dormía. Yo creo que sus hijos apenas le conocían y con su mujer daba la
impresión que se acostó siete veces. Las justas.
Ahora mismo, mi memoria me envía
un cajón lleno de imágenes, situaciones, momentos, tardes de sábado y domingos
enteros, vividos en aquella mansión y todo aquello me hace sentirme muy feliz,
porque, entre otras cosas, yo me desmelenaba junto a mis siete primos, dueños y
señores del espacio, del tiempo y de nuestro destino, sin personas mayores represoras,
sin normas represivas, con libertad. Nos divertíamos mucho.
Un día, la tía Andrea, la mayor
de las tres hermanas sirvientas, apareció muerta en su dormitorio. Llevaba
tiempo dando claras señales de que algo no iba bien. Echaba colorante en el arroz
con leche, en vez de canela, tiraba las sábanas por la ventana al sacudirlas,
se ponía la ropa de las niñas, metía las bandejas en la bañera, en fin, un
desastre. A todos los niños nos daba mucha risa y también le hacíamos bromas, como encerrarla en un armario, esconderle
los zapatos en la nevera. Aquello terminó abruptamente, cuando mi madre, a voz
en grito, nos prohibió hablar con ella y, desde entonces, la tía Andrea no
volvió a salir de su cama, hasta que falleció. Justamente, mi madre y yo
estábamos de visita, que era siempre que mi padre estaba de pesca. Ella y mi
tía Asunción estaban hablando en el salón, cuando llegaron chillando los mellizos,
que eran los más pequeños. La tía Andrea está gritando, vociferaban al unísono.
Por una vez, les hicieron caso y al entrar, se encontraron con el famélico
cuerpo de la anciana tía, medio desnudo, en el suelo y ya cadáver. Cuando nos
enteramos todos los niños, formamos una especie de manifestación por el pasillo,
al grito de: la tía Andrea no se menea, la tía Andrea no se menea, la tía
Andrea se ha muerto ya. Una juerga, vamos. Al poco, vinieron las fuerzas del
orden, que eran las otras dos hermanas sirvientas y nos mandaron a la calle.
La trasladaron al dormitorio más
grande de la casa, en el que tenían dispuesta una amplísima cama de matrimonio.
Frente a ella había un gigantesco
armario de tres cuerpos, donde, muchas veces, nos metíamos hasta cinco niños,
cuando jugábamos al escondite.
Emma me arrastró al dormitorio,
en un descuido de las cuatro mujeres que habían comenzado una frenética tarea
por toda la casa, y me empujó dentro del armario, con la tía Andrea, como
testigo muda, tendida sobre la colcha.
Cerró por dentro las puertas
correderas y acurrucados los dos, pudimos observar, a través de las rendijas de
las puertas, todo lo que sucedía en el dormitorio.
Al poco, llegaron mi madre y su
tía Clara, la abuela de Emma. Comenzaron a desvestir el cuerpo de la tía
Andrea, y la amortajaron con el traje que había llevado en la boda de mi madre.
Mientras, nosotros asistíamos, con una mezcla de miedo y asco, a todo el
proceso. En ese momento, Emma me abrazó con fuerza y comenzó a llevar mis manos
a los prohibidos territorios de su cuerpo. Ya no era solo ella la que me
achuchaba, si no que llevaba mis manos temblorosas por su piel, bajo su falda,
bajo su jersey, sobre el sujetador que ya usaba, bajo las bragas. Ella me
conducía y todo era para mí, un ir de sorpresa en sorpresa, un inesperado
descubrimiento de todos los rincones que, yo, por entonces, ni siquiera
imaginaba que existieran. Allí, en la penumbra del cerrado espacio del armario,
Emma y yo, con nuestros doce añitos, estrenábamos la experiencia de ser amantes
furtivos. Mientras, al otro lado de las lamas de madera, la tía Andrea, de
cuerpo presente, era nuestro testigo inútil.
A estas alturas, las mujeres de
la casa habían terminado su tarea, dejando sola a la tía Andrea, con sus manitas como la cera,
unidas sobre su pecho. Experimenté, quizá, una de mis primeras erecciones y
Emma, cuando se dio cuenta, se agarró a
mi pilila, como si fuera una raqueta de tenis y no pude reprimir un
grito, que ella ahogó con la otra mano. En ese momento Inma se desasió de mí y
se quedó mirando hacia fuera. De repente, dio un grito y salió corriendo del
armario. Sin darme tiempo a preguntarle por qué lo hacía, salí tras ella.
Entonces me fijé en que las manos resecas de la muerta, se había separado y caían sobre sus costados.
Me acerqué y volví a colocárselas como estaban y no pude reprimir el decirle:
-
Jolín, tía
Andrea, podías haberte quedado quieta. Ahora que empezaba a pasarlo
bien.