Yo no acarreo el revólver
calibre 38 SPL de 4 pulgadas. No tengo que cargar durante toda la
jornada con los 25 cartuchos -6 en el tambor y el
resto en la canana. Tampoco llevo las esposas colgadas del ancho
cinturón de cuero negro. Ni siquiera el bote de espray con el gas
mostaza o la defensa de goma semirrígida de 50 centímetros. Todos
los compañeros odian este peso sobre sus caderas, pero saben que es
imprescindible asumir esa pesada servidumbre, sobre todo, teniendo en
cuenta el aumento de atracos y acciones violentas de todo tipo, a las
que tenemos que hacer frente, en estos duros tiempos que nos ha
tocado vivir.
Todo el material de defensa lo
tengo colgado tras la puerta blindada del cuarto en el que ejerzo mi
trabajo. Solo en caso de necesidad tendría que recurrir a todo ello.
Si el cabo cree necesarios mis servicios, acudiría a apoyar la
acción del grupo para repeler un ataque superior en fuerza. Lo que
no puedo olvidar es el walkie-talkie, una herramienta de comunicación
indispensable entre nosotros. Mi móvil, por supuesto. La ropa
especial anti corte con la que nos dota la empresa y otros elementos
imprescindibles en nuestro trabajo, como por ejemplo un silbato
potente, que es muy útil para llamar la atención ante un ataque o
una emergencia cualquiera.
Es este un pequeño espacio
blindado, sin ventanas al exterior. En él desarrollo mi trabajo
durante ocho horas seguidas, de lunes a sábado. Dispongo de un
sillón, no muy cómodo, no sea que me vaya a dormir. Una pared
frente a mí, vestida con doce pantallas planas que me envían
imágenes de las zonas más sensibles de la tienda. Recibo la señal
de cuatro cámaras por cada una de las dos plantas y otras cuatro
repartidas por el exterior de la nave donde está ubicado el negocio.
Una mesa con varios teléfonos, un ordenador, material de escritura,
auriculares para captar los sonidos del aparcamiento, un micrófono,
todas las llaves del edificio, y alguna cosa más. Puedo emitir
mensajes a cada guardia, a todos en general, advertir a todo el
público de una amenaza o dirigir evacuaciones. Y en caso de
emergencia, automatismo total.
Dispongo de una botella de agua
y algo para picar. No puedo leer, ni escuchar música, ni ver
películas, ni hacer nada que no sea observar todo lo que aparece en
las pantallas, detectar algún peligro o elemento extraño y
comunicarlo a mis compañeros de planta para que actúen en
consecuencia. Todas las imágenes se graban en tiempo real y cada día
se guardan los archivos de video que genera cada una de ellas,
custodiándolos en nuestra caja de seguridad, por si son necesarios
en algún momento. Mi tarea es muy importante, porque puedo llegar a
convertirme en el director de las acciones que tengan que ejecutar
mis compañeros. Están todos en mis manos, ellos y los posibles
atacantes.
De vez en cuando, para romper la
monotonía y chequear el sistema, tengo que comunicarme con todos y
cada uno de mis compañeros, detectar su nivel de atención y su
capacidad de respuesta. Sin horarios prefijados, sin avisos previos.
He descubierto que, con el
ordenador al que está conectado todo el sistema puedo hacer
determinadas acciones, digamos, no permitidas. Puedo congelar la
imagen, rebobinarla, cortar y guardarla en otras carpetas, mezclar
imágenes entre sí, colocar a personas donde no estaban, y alguna
otra que iré descubriendo. Aquí lo que tengo es mucho tiempo y lo
empleo en investigar las posibilidades que el sistema me permite.
Sentirme solo es, con mucho, lo peor y no está exento, como dijo el
psicólogo de la empresa, de tener alucinaciones, que hay que saber
controlar, claro. Yo no creo tener ese problema, al menos por ahora.
Es tanto el tiempo, que cuando
salgo y observo la realidad fuera de estas cuatro paredes, me parece
que sigo viendo el mundo a través de las pantallas. Mis ojos y mi
cerebro se han educado para ello y soy un especialista con alta
competencia en mi trabajo. Soy capaz de detectar cualquier movimiento
extraño, por pequeño que sea y sentir la necesidad de ponerme en
alerta. Un niño que se tropieza, una anciana a la que se le cae el
bastón, un perro que olisquea un trozo de pan. Actuaría para evitar
situaciones difíciles, rebobinaría para rehacer el pasado. En
definitiva que, a veces, aquí metido, me siento dios. Estoy seguro
que con el tiempo seré capaz de hacer todo lo que me proponga.
Hoy no es un día en el que haya
que extremar las medidas de seguridad o haya que recurrir a la base a
solicitar refuerzos. Es lunes y la tienda está tranquila. Pocos
clientes deambulan por ella, la música de ambiente es relajante, la
tranquilidad está casi garantizada. Pero nunca hay que bajar la
guardia.
Desde la cámara dos, que está
frente a la puerta de entrada, compruebo que hay una serie de cuatro
televisores led curvos de 84 pulgadas, instalados en paralelo y a la
misma distancia entre ellos. Me parecen piezas de dominó colocadas
como cuando se pretende que empujando a una caigan las demás. La
distancia entre ellas creo que es muy escasa, para que el público
pueda pasar entre ellas. En fin, los trabajadores de la tienda sabrán
lo que se hacen.
En ese momento, advierto como un
caballero joven, alto, fuerte, con chaqueta de cuero y pantalón
vaquero, de unos veinticinco años y barba a la moda, cruza entre los
televisores dos y tres. Se para en medio del pasillo que forman los
dos aparatos, se gira hacia el televisor tres y se inclina para
observar con detenimiento el sistema de entradas y salidas de que
dispone. Al hacerlo, pierde ligeramente el equilibrio y se apoya en
el televisor que tiene frente a él. Debido a este efecto el
televisor pierde su posición y cae estrepitosamente al suelo. En su
caída, choca con el televisor cuatro y por el efecto dominó, lo
derriba y su pantalla de negro cristal se parte en mil pedazos. Da
dos pasos atrás, alarmado por los hechos provocados, y su espalda
choca con el televisor número dos. Cae también, destrozándose su
pantalla de plasma. A su vez impulsa al televisor número uno que
hace lo propio, con la diferencia de que esta vez, aplasta un
cochecito de bebé, en el que se apoyaba el padre de la criatura. La
catástrofe ha sido total y el sujeto causante no da crédito a los
sucedió. Se lleva las manos a la cabeza y se las pasa por la cara,
intentando salir de su asombro. No hay palabras. El padre, fuera de
sí, aparta como puede los restos del artefacto de la capota del
coche y rescata a su pequeño, acunándolo en sus brazos.
Algo tengo que hacer. Primero
congelo la imagen en el momento en que los empleados y, sobre todo,
el padre del niño se abalanzan sobre el causante y pretenden
agredirlo. No debo consentirlo. Rebobino hasta el segundo antes en
que el causante hace entrada en el pasillo de los televisores. Salgo
de cabina y bajo a actuar sobre los hechos. Me espera trabajo para
poder modificar sus posiciones y reconducir el presente a una
aposición de normalidad. En cuanto lo tenga reubicado todo el
escenario, vuelvo y reinicio el sistema. Nada habrá sucedido. Listo.
(Agente observador abandona
cabina. SAT-537 toma el control total. Agente observador salió sin
cinturón de herramientas. Olvidadas llaves de cabina sobre la mesa.
Alarma grado naranja. Comienza el protocolo. Sirenas de emergencia
activadas. Luces de emergencia activadas. Seres vivos paralizados.
Cerrando mamparas metálicas de seguridad externas. Generando
nebulosa de invisibilidad. Abriendo sistemas refrigeradores. Sistema
antincendios y antirrobo en marcha. Activada llamada servicios de
emergencia. Entro en modo espera.)