Tendría
yo entonces seis o siete años y esa estúpida sensación infantil de que lo sabes
todo. Don Emiliano, el cura, el hijo de la Kika, vecinos de toda la vida, sacó
una cámara de fotos que le habían regalado sus fieles de la parroquia y
propuso hacernos unas fotos a mis amigos y a mí. Yo posaba sacando pecho y
mirando de frente, apoyando el pie en el balón, como mis héroes del Barcelona
de los cromos de la Liga.
El,
con un evidente gesto y guiñándome un ojo, me dio a entender que aquella cámara
no tenía carrete. Las fotos serían un fiasco, una broma. Y mis amigos, unos
bobos, que no se estaban enterando de nada, posando ahí tan chulitos,
creyéndoselo todo.
Al
cabo de unos días, Don Emiliano llegó con las fotos reveladas, unos rectángulos
de cartoné, con los bordes recortados en pequeñas ondas, nuestras imágenes en
blanco y negro. Me sentí tan burlado y estúpido que dejé de creer en Don
Emiliano y, por extensión, en todos los curas.
Aún
conservo la foto y mi cara refleja un cierto aire de prepotencia. Me pintó
bien.
Pasaron
unos cuantos años y don Emiliano colgó los hábitos, en una valiente decisión
para aquella época. Había dejado embarazada a una enfermera de la residencia de
niños de la cual era capellán.
Todo
un revuelo en el barrio. Para entonces, yo ya comprendía y hasta justificaba
plenamente su decisión. Volví a creer en aquel cura.
Ayer
me enteré de que había muerto. Un cáncer se lo llevó en pocos meses. Se labró un
gran prestigio como profesor de Historia en un Instituto de Valencia, donde se
trasladó tras el escándalo. Tuvo, con la enfermera, dos hijos más, todos con
sus carreras terminadas y un puesto de trabajo ganado.
Saqué
de nuevo aquella imagen del álbum, ahora amarillenta y mi expresión había
cambiado. Aquel niño que fui, lloraba.
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