Dormida aún, con
el sueño grabado en su inconsciente, abrió la ventana orientada al este y pudo
contemplar, extasiada, la fachada que tenía frente a ella. Observó embelesada
el enorme plano vertical de su ciudad soñada.
Una retícula urbana,
arte mudéjar y celeste, forjada en simetrías, en reflexiones deslizantes, en
giros, la metrópoli imposible, el plano borgiano. El dibujo, hecho de barro y
cal, le mostró el trazado de avenidas entrecruzadas, calles, travesías,
arterias enlazadas a otras iguales, edificios en forma de estrella de seis
puntas unidos a otros seis idénticos, bloques romboidales o pentagonales, girando en torno a centros desde
los que se expande el laberinto y la magia del infinito.
Gozaba del
momento con la visión cenital de ese escenario. Allá, donde había sentido el
amor, por vez primera aquella noche de estancia en Segovia. Amor eterno en un laberinto
de emociones. Sin plano. Para perderse.
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