“Hasta el fondo del mar, hasta las salobres profundidades
de la nada, donde no hay cosas ni nunca las habrá. Menos yo. Menos no yo. Menos
la eternidad.”
Paul Auster. Tombuctú.
Imagen: José Luis Rivero del Campo
Casi había anochecido cuando
abandonaron la caravana. No era una romántica caravana en medio del desierto,
conducida por los hombres azules y ellos una pareja de enamorados, dispuestos a
vivir la aventura de su vida. No, nada de eso. Era el temido atasco que les había
tenido retenidos en la autopista. Llevaban desde las cuatro de la tarde
encerrados en esa cárcel, rodeados de vehículos de todo tipo, que les impedía
moverse en ninguna dirección. Cuatro carriles atiborrados de automóviles. Arcenes
atestados con coches varados, niños meando, merendando, mamando. Viejos mareados,
asomados a las ventanillas de los coches de sus hijos cabreados. Hombres y
mujeres embutidos en un ruidoso cajón del que les resultaba imposible salir.
Hacía dos horas que Javier y
Elena habían salido de su lindo pisito en la afueras de la ciudad. Se habían
incorporado sin problemas a la autopista de circunvalación y al poco,
circulaban ya por la autovía que les llevaría a la playa de sus sueños.
Todo el año pensando en ese
momento, haciendo piruetas en sus respectivas empresas, para poder coincidir en
la exigua semana de vacaciones anuales y ahora, joder, qué mala suerte, pierden
toda la tarde en esta barahúnda de tráfico.
Menos mal que llevaban algo
de comer en el maletero, un par de cervezas frías y el móvil y la radio para
entretenerse. Con esto y un poco de paciencia, aguantaron medianamente tranquilos
hasta que, poco a poco, empezó a despejarse el tapón que les había retenido en
el atasco. Se despidieron de sus vecinos con los que acabaron confraternizando
en la desgracia, compartiendo los mismos comentarios contra políticos y
gestores de la cosa pública.
Perezosamente, se fueron
estirando las filas de coches, adquiriendo más velocidad y más fluidez, a
medida que iban pasando los kilómetros. La serpiente roja formada por las luces
traseras, se fue alargando y desapareciendo entre las curvas y los cambios de
rasante de la carretera. En menos de una hora, habían tomado la salida hacia el
hotel, al que ya habían llamado, dejando mensaje de su forzada demora.
Somnolientos, condujeron por
el sinuoso recorrido de acceso a la exclusiva
cala, donde estaba ubicado el hotel. Aparcaron,
sacaron sus equipajes y se dirigieron a la recepción. Vacía. Nadie por aquí,
nadie por allá. Tocaron el timbre del mostrador de recepción. No surgió ningún
sonido. Repitieron, pero nada, ni nota. Javier le dio la vuelta y el resorte
estaba roto. Se acercaron al bar. Nada, extrañamente solitario.
Pasearon por la planta baja
y ni una persona. Sin duda, un hotel
abandonado. Con todas sus luces encendidas, pero desocupado, como un
trasatlántico vacío, varado frente a la playa. Un fantasmal inmueble iluminado
y en silencio. Empezaron a alarmarse, a temer que algún virus lo hubiera
vaciado de clientes y trabajadores, haciéndoles huir del lugar de la
catástrofe. ¡Con lo cansados que estaban!
Subieron a la primera planta
y comenzaron a llamar en las habitaciones, recelando por la inexplicable situación que
estaban viviendo. Ni un solo cliente. Las puertas cedían, habitaciones con las
camas deshechas, otras preparadas para recibir nuevos huéspedes, con objetos
personales en la mayoría, como si sus ocupantes hubieran estado allí hacía
cinco minutos y algo urgente les hubiera hecho salir huyendo con lo puesto,
abandonando sus pertenencias.
Recorrieron las tres plantas
del hotel con el mismo resultado en todas. Subieron a la azotea. Descubrieron
el restaurante, con su terraza mirando al mar, mesas preparadas para la noche,
algunas con bebidas servidas, platos con ensaladas y raciones de pescado,
prendas de vestir sobre los sillones, móviles y paquetes de tabaco abandonados.
Javier estoy acojonada, vámonos de aquí -dijo Elena- mientras le rodeaba con sus
brazos.
Asida a su cuello, miró en
dirección al mar y pudo ver cientos de lucecitas en el horizonte nocturno, moviéndose
al compás de las olas, balanceándose como mecheros encendidos en un emotivo
concierto. Javier, mira, ¿qué es eso?
Lentamente, de manera
imperceptible, las lamparillas fueron desapareciendo en la negrura de un mar
que parecía amenazarles. Solos en esa recóndita cala, desolados en el desierto hotel, se mantuvieron abrazados, temblando de miedo. Vámonos,
cielo. No, espera, a ver qué pasa.
Cuando se desvaneció la
última vela, agonizante en la absoluta oscuridad, el hotel al completo, de súbito,
como si alguien hubiera desactivado el interruptor general, perdió su
iluminación y el negror del universo se les vino encima…
(N.B. Deja volar tu
imaginación y, a pesar de lo que creas que ocurrió en el hotel, no renuncies
por ello a tus vacaciones. La realidad siempre supera a la ficción.)
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