Eran dieciséis en el equipo de fútbol y entre ellos contaban con la colaboración del mejor delantero centro del barrio. Se llamaba Ángel, pequeño, flaco, con el pelo siempre revuelto y comiendo pan con chocolate a todas horas. Era el menor de seis hermanos y, por tanto, una fiera a la hora de defender su espacio, sus pobres posesiones y su criterio. Tenía tal capacidad de liderazgo que todo el equipo funcionaba a sus órdenes, hasta el punto que el entrenador, Juan, un joven seminarista, carecía de autoridad ante el empuje de Ángel y pronto se dio cuenta de que era mejor que el Diablo -como así le llamaban los equipos rivales de los otros barrios de la ciudad- se hiciera cargo del entrenamiento, de las estrategias y de las alineaciones para los partidos de cada sábado. Nadie discutía sus decisiones. Y ganaban, ya lo creo que ganaban.
Todo el equipo tenía organizado su juego para que Ángel metiera los goles. Sólo él. Todos estaban entrenados para pelear cada balón a muerte, sudar la camiseta, matarse a mordiscos con el rival, si hubiera hecho falta, para hacer llegar balones al área enemiga. Allí, el Diablo, con su magia, su técnica para llevar pegado el balón en sus botas, sus regates para esquivar a los defensas contrarios, encaraba la portería y dejaba al cancerbero mirando como entraban sus tiros entre los tres palos. Imparables.
Tenía un grave defecto y es que era tal la rabia que sentía en cada gol recibido, que entraba en un estado de arrebato tal, que chillaba, saltaba, se retorcía sobre si mismo e insultaba a defensas y portero de su propio equipo, como si le fuera la copa del mundo en ello. El padre, capellán y casi confesor del equipo, aspirante a cura con verdadera vocación por su futura tarea, alto como los postes de la portería, con sus enormes ojos azules iluminando siempre a todos con su bondad, no paraba de hacerle recomendaciones para que cambiara esa actitud tan fea, tan poco ejemplar, tan nada deportiva ante algo que, en cualquier partido, puede ser inevitable. Los goles del contrario. El equipo, Rollo Atlético, iba el primero en la liga, ganaba por goleadas de escándalo, pero, al parecer, eso no era suficiente para el jefe que siempre exigía el máximo a sus huestes.
Una brumosa y fría mañana de enero, disputaban su partido de sábado con el segundo clasificado, el Vega Sport. La niebla apenas dejaba ver el campo, los jugadores se movían como fantasmas entre la meona nube que tenía sumido al rectángulo de tierra, en una confusión difícil de controlar. El árbitro, otro cura de otro seminario de la ciudad, no permitió que se suspendiera el partido. Siguieron jugando.
En una llegada del Vega, Diego, el portero del Rollo, se tiró con tal interés en parar la trayectoria del esférico, directo a conseguir el mayúsculo enfado de Ángel que, detuvo el disparo, pero su brazo derecho dio con tal fuerza en la base del poste, que se fracturó la clavícula. Diego, en su proverbial silencio y capacidad de sufrimiento, se tragó el dolor y las lágrimas, no dijo nada y siguió jugando. Era hijo único, demasiado mimado por su madre y temía, sobre todo, ser tachado de cobarde.
Cuando ya Ángel había metido tres al Vega y el partido estaba a punto de terminar, hubo un penalti en contra del Rollo. Frente al delantero rival, Diego, con su brazo derecho colgando inerme, y el otro estirado, intentando abarcar toda la portería, sorprendía a todos por la extraña imagen que ofrecía. Oyó a Juan decirle:
-¡Retírate si no puedes, deja a Félix que te sustituya, por favor!
Y a Ángel, que le gritaba:
-¡Con una sola mano! ¡páralo con una sola mano, valiente!
Terminó el partido con un tres a cero.Ángel cargó con Diego a sus espaldas hasta su casa. Todo el equipo tras ellos, aplaudiendo y vitoreándolos.