martes, 18 de noviembre de 2014

Con una sola mano

Eran dieciséis en el equipo de fútbol y entre ellos contaban con la colaboración del mejor delantero centro del barrio. Se llamaba Ángel, pequeño, flaco, con el pelo siempre revuelto y comiendo pan con chocolate a todas horas. Era el menor de seis hermanos y, por tanto, una fiera a la hora de defender su espacio, sus pobres posesiones y su criterio. Tenía tal capacidad de liderazgo que todo el equipo funcionaba a sus órdenes, hasta el punto que el entrenador, Juan, un joven seminarista, carecía de autoridad ante el empuje de Ángel y pronto se dio cuenta de que era mejor que el Diablo -como así le llamaban los equipos rivales de los otros barrios de la ciudad- se hiciera cargo del entrenamiento, de las estrategias y de las alineaciones para los partidos de cada sábado. Nadie discutía sus decisiones. Y ganaban, ya lo creo que ganaban.
Todo el equipo tenía organizado su juego para que Ángel metiera los goles. Sólo él. Todos estaban entrenados para pelear cada balón a muerte, sudar la camiseta, matarse a mordiscos con el rival, si hubiera hecho falta,  para hacer llegar balones al área enemiga. Allí, el Diablo, con su magia, su técnica para llevar pegado el balón en sus botas, sus regates para esquivar a los defensas contrarios, encaraba la portería y dejaba al cancerbero mirando como entraban sus tiros entre los tres palos. Imparables.
Tenía un grave defecto y es que era tal la rabia que sentía en cada gol recibido, que entraba en un estado de arrebato tal, que chillaba, saltaba, se retorcía sobre si mismo e insultaba a defensas y portero de su propio equipo, como si le fuera la copa del mundo en ello. El padre, capellán y casi confesor del equipo, aspirante a cura con verdadera vocación por su futura tarea, alto como los postes de la portería, con sus enormes ojos azules iluminando siempre a todos con su bondad, no paraba de hacerle recomendaciones para que cambiara esa actitud tan fea, tan poco ejemplar, tan nada deportiva ante algo que, en cualquier partido, puede ser inevitable. Los goles del contrario. El equipo, Rollo Atlético, iba el primero en la liga, ganaba por goleadas de escándalo, pero, al parecer, eso no era suficiente para el jefe que siempre exigía el máximo a sus huestes.
Una brumosa y fría mañana de enero, disputaban su partido de sábado con el segundo clasificado, el Vega Sport. La niebla apenas dejaba ver el campo, los jugadores se movían como fantasmas entre la meona nube que tenía sumido al rectángulo de tierra, en una confusión difícil de controlar. El árbitro, otro cura de otro seminario de la ciudad, no permitió que se suspendiera el partido. Siguieron jugando.
En una llegada del Vega, Diego, el portero del Rollo, se tiró con tal interés en parar la trayectoria del esférico, directo a conseguir el mayúsculo enfado de Ángel que, detuvo el disparo, pero su brazo derecho dio con tal fuerza en la base del poste, que se fracturó la clavícula. Diego, en su proverbial silencio y capacidad de sufrimiento, se tragó el dolor y las lágrimas, no dijo nada y siguió jugando. Era hijo único, demasiado mimado por su madre y temía, sobre todo, ser tachado de cobarde.
Cuando ya Ángel había metido tres al Vega y el partido estaba a punto de terminar, hubo un penalti en contra del Rollo. Frente al delantero rival, Diego, con su brazo derecho colgando inerme, y el otro estirado, intentando abarcar toda la portería, sorprendía a todos por la extraña imagen que ofrecía. Oyó a Juan decirle:
-¡Retírate si no puedes, deja a Félix que te sustituya, por favor!
 Y a Ángel, que le gritaba:
-¡Con una sola mano! ¡páralo con una sola mano, valiente!
Terminó el partido con un tres a cero.Ángel cargó con Diego a sus espaldas hasta su casa. Todo el equipo tras ellos, aplaudiendo y vitoreándolos.





lunes, 17 de noviembre de 2014

Flor de archivo


Comenzó desanudándose la corbata...Estaba muy cansada, harta de las imposiciones de su jefe, del tipo de tarea sin recompensa que ejercía en el cochambroso archivo de una empresa incapaz de ganar una sola licitación, perdiendo empleados con cada fracaso, ingenieros sin proyectos, personal de administración sin papeles que administrar, servicios sin atender, con mínimas posibilidades de sobrevivir en un mercado tan competitivo y lastrado por la crisis de los últimos años.

Se quitó la corbata con asco, acordándose del patético manoseo que, don Julián, el ingeniero jefe, hizo de su nudo con la loable intención de colocarlo en el lugar correcto.

-Marina, tienes que dar el tono femenino a esta empresa y para ello tu traje debe ser el más elegante.
Yo, que me paso el día metida en el sótano, recolocando decenas de carpetas y AZ, que salgo solo para hacer de camarera con su cafelito, tengo que vestir la corbatita y tener   la faldita colocada. Y una eme, si llevo la corbata descolocada, tío memo, no la va a ver nadie, lo que quiere es tocarme a toda costa. Y eso no se lo voy a consentir, porque le doy una hostia que se entera, aunque me cueste el puesto de trabajo, total para lo que van a tardar en cerrar este chiringuito.
Don Julián pasaba la mañana entera pegado a la ruleta en el ordenador de su despacho, incapaz de levantar un solo dedo por la empresa heredada de su suegro,  malviviendo con los contratos que le pasa su amigo el concejal y por otra parte, empeñado en mantener por encima de todo la dignidad del personal y las buenas maneras ante los clientes, que según él es lo que conforma la filosofía de la empresa. Y para ello no se le había ocurrido otra cosa que tener a todos sus empleados como los hombres de negro, cazando contratos imposibles que estarían en cualquier otro planeta menos en la tierra, claro.
Se fue quitando la ropa, dejándola desperdigada sobre la cama, preparándose para la ducha reparadora antes de cenar, como tenía por costumbre. Esta vez no pudo con su alma y se quedó dormida encima de la cama.
-Le he dicho que no me vuelva a tocar, que deje usted mi corbata en paz, que se me suelta la mano y no tengo consideración ni con edad, ni con dignidad, ni con autoridad ni con pollas, está claro?
Don Julián seguía aferrado a la idea de envolver con sus brazos el cuerpo de Marina, pasando las manos, del negro corbatín de nudo fino que fue desanudando, al pecho, regodeándose en esas tetas firmes y enhiestas, arrimando su vientre al de Marina para sentir de cerca su miembro adherido al calor de ese cuerpo joven que tanto le gustaba,  pasando ambas manos por su espalda y llegar a tocar ese culo durito que llenaba de carne prieta la falda de tubo de su ajustado traje, dejando marcada la costura de las bragas que surcaban el centro de sus muslos.
Marina, ante la situación que estaba viviendo, no se lo pensó dos veces, su cerebro actúo en defensa propia y con un movimiento felino, aferró a su jefe con la corbata y colocándose tras él, constriñó con ambas manos el nudo, ciñéndolo sobre el seboso cuello, hasta sentir el angustioso estertor y el cambio de color que experimentaba ese rostro tan odiado por ella.
-Marina, cariño, es la hora de ir a trabajar. Anoche cuando llegué te encontré dormida encima de la cama, te di un besito y te tapé, pero estabas en coma, eh? Ni te enteraste. Anda, levanta que no llegas a la oficina.
Cuando ya salía, con su traje negro de chaqueta, vestida para la ocasión, Javier le recordó que se olvidaba de la corbata.
-Gracias cariño, hoy me va a hacer falta con ese cabrón.
-Bueno, no te enfades mucho, recuerda que estoy en paro.

jueves, 13 de noviembre de 2014

El cuchillo de caza


Hoy se me ha ocurrido usar una navaja y cortarle el cuello mientras duerma.
Me he acercado a una tienda especializada en artículos para cazadores que hay cerca de la plaza y allí, rodeado de cosas que para mí son inservibles, asombrado con el muestrario de armamento, chismes y ropas diversas que se fabrican y venden para practicar ese deporte, me he sentido como de otro planeta. Me rondaba la idea de que el ser humano ha sido cazador desde la noche de los tiempos y que llevamos ese gen anclado en nuestro cerebro. La cuestión es cómo algunos nos sentimos tan lejos de esa actitud cazadora. Atajo cobardes, dirá más de un cazador. No sé. También pensaba que siendo así como soy de cobarde, como es posible que me plantee la posibilidad de matar a H con un cuchillo de cazador, si en mi vida los he usado. No sé, otro enigma. Algún día tendré que explicarme a mí mismo, cómo he llegado a ese nivel de odio hacia H, qué me hace pensar en estas barbaridades. Lo cierto es que no puedo más y tras ver una peli donde los profesionales del crimen rebanan los cuellos con una facilidad pasmosa, me he decidido a usar ese método.
Después de mirar unos cuantos útiles, me he decidido por un cuchillo de cazador. Me ha parecido un poco caro –su precio es de 136 € - pero me ha convencido su tamaño -18 centímetros  de hoja- suficiente para atravesar las costillas hasta el corazón, las cachas de madera de palo de rosa-bubinga –en mi puta vida he oído eso y me enteré después que se usa para hacer las gaitas-, que es enterizo, que parece muy fuerte y sobre todo, que corta el papel en el aire, con una suavidad que me dejó alelado. Cómo cortará la piel. Ah, también tiene funda de cuero, es de acero inoxidable C75, con protector de la mano y pomo de alpaca. Toda una suerte de términos que iba soltando el muchacho con una convincente profesionalidad, dejando patente mi ignorancia en el tema.
Lo tomé entre mis manos –prometo que es la primera vez que cojo semejante arma blanca- y va el chaval de la tienda y me dice que es ideal para dar un pico de remate a un jabalí, por ejemplo, y yo alucinando conmigo mismo al pensar que en mi vida he visto un jabalí, salvo en foto, que no sé lo que es un pico y menos aún de remate. Dándoles vueltas rápidas en mi mente, me imaginé a mí mismo vestido con ropa de camuflaje, la escopeta –o se dice el fusil, no se- en una mano –o debajo del brazo, o colgada al hombro, o sobre la espalda, no se- y en la otra el cuchillo, fuertemente sujeto.  Veo un jabalí a mis pies, medio muerto, sangrando y chillando, mirándome con cara de mala hostia y con mucho odio por haberle disparado, y que espera ahí a que yo le dé el pico de remate con mi cuchillo. La tierra empapada de sangre, y mis manos también. Jo.
Imagino todo esto mientras el comerciante envuelve la caja del cuchillo, que es la leche, según él y antes de pagar, le pregunto por las linternas. Claro, como no, ahora mismo.
Al final he cambiado el cuchillo por una linterna, algo más barata.
No me siento preparado aún para usar un cuchillo de caza. Tiene algunos inconvenientes.
Durante la noche, mientras H dormía, me he acercado a su habitación para comprobar el funcionamiento de la linterna. Le he visto dormido boca arriba, tan asequible su cuello, que he lamentado no haber traído también el cuchillo táctico.
-¿Qué haces? ¡Apaga esa puta linterna, gilipollas!.

Me he vuelto a la cama, a seguir dándole vueltas a la cabeza.

Ana


Comenzar  por hablarte de los ojos de Ana sería lo más fácil. Ya los has visto y tú mismo has podido comprobar su belleza. Su mirada me sumerge en el fondo de un universo sublime. No me mires así, ya sé que me pongo muy cursi, pero no puedo evitarlo. Es preciosa. Tengo razón ¿verdad? No sabes lo que es estar enamorado. A veces pienso que tú tienes suerte por no estarlo, pero, el día que conozcas a alguien como ella, te sentirás flotar como una nube en un cielo de burbujas. Nada de lo que conoces hasta ahora tiene que ver con el amor. No sé si me entiendes. ¿Si? ¿Estás enamorado? ¡Qué maravilla! ¿Quién es ella?
-¡Ana! ¿Quién va a ser, imbécil, si es la única tía en la isla?

miércoles, 12 de noviembre de 2014

El museo griego

No se cuantos eran. Quizás cinco o seis o más, no me acuerdo. Yo solo corría, saltaba vallas, atravesaba calles sin mirar los coches. Iba como loco. Huyendo de las fieras que me perseguían. Apenas podía respirar. Ni el corazón, ni las piernas, me ayudaban en mi desesperada huida. El miedo me impulsaba y seguía. Extenuado. Intenté zafarme de ellos en un callejón, pero no tenía salida y me dieron alcance. No podía más. Les grité, les supliqué, les lloré. Sentí los golpes en todas las partes de mi cuerpo. Martillazos bestiales, mazazos, pedradas en plena cara, brazos retorcidos.
Al despertar en el hospital, febril y dolorido, sus rostros se fundían con imágenes de las esculturas del museo arqueológico nacional, que había visitado el día antes.
Soy hindú. Vivo en un barrio de la periferia de Atenas.

Esgrafiado p6m

Dormida aún, con el sueño grabado en su inconsciente, abrió la ventana orientada al este y pudo contemplar, extasiada, la fachada que tenía frente a ella. Observó embelesada el enorme plano vertical de su ciudad soñada.

Una retícula urbana, arte mudéjar y celeste, forjada en simetrías, en reflexiones deslizantes, en giros, la metrópoli imposible, el plano borgiano. El dibujo, hecho de barro y cal, le mostró el trazado de avenidas entrecruzadas, calles, travesías, arterias enlazadas a otras iguales, edificios en forma de estrella de seis puntas unidos a otros seis idénticos, bloques romboidales o  pentagonales, girando en torno a centros desde los que se expande el laberinto y la magia del infinito.

Gozaba del momento con la visión cenital de ese escenario. Allá, donde había sentido el amor, por vez primera aquella noche de estancia en Segovia. Amor eterno en un laberinto de emociones. Sin plano. Para perderse.

Jack Mucus

Aun les quedaban unos cuantos metros para salir de la oscuridad de la gruta, a la tenue luminosidad de la superficie arenosa del asteroide. Su reserva de aire llegaba al nivel de alarma. Corrían como ratas y eso hacía que se agotara con más rapidez. Tras ellos, la segura amenaza de aquella gran masa incolora de consistencia gelatinosa, que se desplazaba a una velocidad superior a la de ellos y que amenazaba con engullirlos. Los que quedaron atrás, perdida la estanqueidad de sus  trajes, por las desgarraduras hechas con los garfios metálicos del interior de la cueva, yacían calcinados por la asesina atmósfera nítrica. Nada se pudo hacer por ellos y sus cuerpos fueron a integrarse en la materia desconocida que les perseguía. El uso que hicieron de sus armas demoledoras, no sirvió más que para aumentar el volumen y la velocidad del ente, que al parecer se nutría del explosivo de los proyectiles. O quizá, en aquella atmósfera sin aire, el efecto destructor no era él mismo. No había tiempo para averiguaciones. Tenían frente a ellos la salida. Dos pasos más y estarían fuera. En sus cabezas, alteradas por la adrenalina del miedo y la carrera, no había lugar para pensar en cómo llegarían a la nave, o si ésta era suficientemente fuerte para soportar el ataque de la cosa. Solo corrían. Sentían, cada vez más cerca, la presión insoportable de la pesada atmósfera que, impelida por el ser, se desplazaba hacia ellos. Al acercarse al exterior de la cueva, sus cuerpos fueron expelidos como dos pequeños esputos de un descomunal estornudo. Ligeras expectoraciones que fueron a pegarse, reventando, en el recubrimiento metálico del módulo explorador. Jack, desde el interior, asistió como impasible testigo y nada pudo evitarles. Accionó el botón de encendido e inició la ascensión lo más rápido que pudieron sus potentes motores. Desde la cámara de la cabina, observó, aliviado, cómo solo él podía huir de una muerte segura y ninguno de sus compañeros pudo evitar la acción asesina del moco cósmico. Todo el asteroide quedó envuelto en una flema coloidal que deglutía todo, disfrutando con ello. Volvería él solo a la nave nodriza, que le esperaba a la salida del cole.

-Andrés, ¿qué tal hoy en el cole? ¿Qué tal tu catarrito, hijo? ¿A qué has jugado en el recreo con tus amiguitos?
-¡A que yo era Jack!
-¿Jack?

Sin aire

La salida de la cueva quedaba lejos aún. La reserva de aire llegaba al nivel de alarma. Corrían como ratas y eso hacía que se agotara con más rapidez. Tras ellos, la segura amenaza de aquella gran masa incolora, de consistencia gelatinosa, que se desplazaba a una velocidad superior a la de ellos y que amenazaba con engullirlos, como hiciera con sus tres camaradas. De nada les había servido sus trajes estancos y a prueba de agresiones. El uso de sus armas demoledoras aumentaba el volumen y la energía del ente. Vislumbraban cercana la tenue luz del exterior. Aumentaba la presión que la corriente perseguidora ejercía en sus cuerpos. Tanto, que resultaron despedidos hacia el exterior, como en un estornudo brutal surgido de las profundidades. No les dio tiempo a llegar al módulo explorador, ni mucho menos ponerse en contacto con la nave nodriza. Engullidos.

Exhaustos, perdida su tercera oportunidad, deberían, los cinco componentes de la patrulla, repetir su instrucción, iniciándola desde el fondo de la gruta. Sin aire.