jueves, 10 de diciembre de 2015

Blanca Navidad

-No te preocupes cariño, es tu primera cana, una simple cana, un pelito blanco que te sale en tu rotunda cabellera negra, heredada de tus padres. Ya sé que a tu padre no le salieron canas hasta los sesenta y ocho años y que tu madre jamás se tiñó de rubia, como hacía todas sus vecinas desde que tenían los treinta. Ya lo sé, mi amor. También que en tu trabajo es muy importante la imagen, lo sé. Los comerciales que vais por media España vendiendo artículos de mercería sois los que necesitáis que vuestro pelo luzca bonito, brillante, limpio y sobre todo, negro, muy negro. Y tú, además, con esa hermosa melena con la que formas tu genial coleta, llamando la atención y haciendo suspirar a las clientas de las mercerías de media España. Claro, si empieza a clarear tu pelo, de qué manera ibas a entrar en la Rosa del Azafrán, sita en la gran vía de Algeciras, a encandilar a las dueñas. Pobrecito mío, dejarás de ser el morenazo de Torrejón. Pero hombre de dios, sabes que eso no es verdad, que a los tíos las canas les  hacen más interesantes, que los hombres con canas resultan más atractivos, más sexy, más molones, hijo. Piensa lo que quieras, pero  hay tienes a George Cluny que perdió su pelo moreno a los 33 años, a Jhon Slattery con esa magnífica cabellera blanca, a Pierce Brosnan con su rapado gris, a Richard Gere con su cabeza plateada, en fin hijo no sigo porque empiezo a ponerme a tono y no está el horno para bollos, pero solo para terminar, tú te has fijao en Obama con lo negro que es y que tono adquiere su pelito rapado? Y algo más cercano, que me dices de tu amigo Roberto, que hasta se ha dejado una perilla canosa, con la que está de rechupete. Vale, no te pongas celoso, pero es que me parece que estás exagerando un poquito con tu canita, que espero no la eches al aire, eh colega, eso ni se te ocurra. Y ahora, para que te vayas acostumbrando y para que tengamos una blanca navidad, déjame que termine de teñirte tu hermoso cabello de blanco, que este año tendremos un rey Melchor, que va a ser la locura en la cabalgata del barrio.

viernes, 27 de noviembre de 2015

¡Qué disparate!



Por mucho que hubiera vivido, no habría olvidado aquel día.
Te voy a contar lo que pasó por si acaso tú si lo has olvidado.
Después de una maravillosa cena juntos, a la salida del restaurante, huiste a la carrera y me dejaste plantado en medio de una catarata de lluvia, con un paraguas desguazado por el viento y con la miel en los labios, cuando dos minutos antes me habías confesado tu amor eterno. Mi cara debía de ser la viva estampa de la estupidez sorprendida y la ira más volcánica.
No me había dado tiempo a recuperarme del estupor, cuando volviste conduciendo un coche robado. Incumpliendo todas las normas de tráfico, dejando las calles de la ciudad sin aliento, me llevaste a tu casa y tras besarme con pasión en tu dormitorio, me pediste que me vistiera y desnudara una y otra vez.
Cansado, te dije ya basta y comenzaste a llorar, saliste de la habitación y volviste con un enorme paquete envuelto en papel de seda rojo. De rodillas ante mí, me lo entregaste y al abrirlo descubrí que se estaba cumpliendo uno de mis sueños: tener un vestido como los que lució Marilyn en la película con faldas y a lo loco.
Vestido para la ocasión, entallado mi cuerpo con él, aparecieron tres fotógrafos que me cegaron con sus  flashes y en un abrir y cerrar de ojos desaparecieron, dejándome con un aturdimiento casi irrecuperable.
Menos mal que reaccionaste a tiempo y me acercaste a los labios el mejor champán que había probado nunca. Con la copa entre mis dedos, casi una fotocopia de Marilyn, y con el reportaje ya hecho para mi book de artista, salimos de nuevo a la lluvia pero, esta vez sí, con un enorme paraguas que me guarecía del aguacero.
Llamaste a un taxi, te volviste a tu casa, y cerrando con un portazo tras de ti, me dejaste compuesto y sin novia, cantando bajo la lluvia. Nunca olvidaré aquella noche, llena de sorpresas, que me dejó completamente obnubilado por ti, sin rencor ni remordimientos.
Y hoy, en tu ataúd,  tan bella como siempre, frita por ese inesperado ataque al corazón en la casa del miedo del parque de atracciones, me vienes a decir que todo aquello fue para rodar en secreto el videoclip de una de tus canciones, aún sin publicar. ¡Por fin, ahora sé que había conseguido trabajar como actor!


Adiós mi amor, nos veremos pronto, vuelvo a mi tumba.
Tendremos mucho tiempo para contarnos el resto de nuestras disparatadas vidas.

La manzana

El abuelo empujaba, como tantos otros, la sillita donde iba sentada una preciosa niña que no llegaría al año de edad. Salió del portal delante de mi y yo le seguí de cerca y pude oír toda los mensajes que le iba dando a su nietecita. Cuando yo les dejé al doblar la esquina el abuelo seguía contándole mil y una historias a su nieta. La niña, que no hablaba aún, le prestaba mucha atención y de vez en cuando sonreía, como si entendiese lo que le estaba contando el viejo. Esto es un resumen de lo que pude captar del monólogo del buen señor.
-Hola reina, vamos a dar un paseo a la manzana, ¿quieres?, Eso, así me gusta, que sonrías. Vaya manzana hermosa que te ha dado la abuela, tan brillante, tan roja, que  parece la carita de una niña tan bonita como tú. ¿Qué te parece si mientras caminamos te hablo de otras manzanas que yo conozco?. Y así también ejercito mi memoria antes de que empiece a fallarme. Pero no de esas que tenemos en el frutero de casa. No, otras como las que usaban los antiguos dioses de la mitología griega, esas de oro que daban la inmortalidad y que robó Hércules del Jardín de las Hespérides, o la que usó Eris, la diosa de la discordia en el juicio de Paris, que a la postre desencadenó la guerra de Troya. O las que cultivaba la diosa nórdica Freia, que también daban la inmortalidad y que Wagner en su ópera El oro del Rhin lo utiliza para las arias de la obra. Por Dios!, pero que cosas te cuento, cualquiera que me oiga diría que estoy loco, hablándole asi a una niña de dos años. Pero tú me entiendes, sé que me entiendes, está escrito en esa cara tan preciosa que tienes. Pero podemos seguir con historias de famosas manzanas, esa que tanto os denigra a las mujeres la iglesia que la inventó. La de Eva, claro, que la toma en señal de su libertad y su deseo de conocimiento y se la pasa al hombre para que se entere de lo que vale un peine. Genial idea. O la manzana envenenada que se tragó la Bella Durmiente del Bosque, quedando dormida el tiempo suficiente para después despertar al amor hecha toda una mujer. O la del indómito Guillermo Tell que colocó una sobre la cabeza de su hijo para demostrar su maestría en el tiro con ballesta y su excelente puntería. O, por qué no? la sidra y las manzanas rellenas o la Gran Manzana de Nueva York. Eh? da para mucho el tema, pero ya se nos terminó el paseo por nuestra manzana del barrio, eh princesa!!
No pude evitar seguirlos por el mismo recorrido. Sus manzanas me hicieron soñar en un mundo donde no hubiera manzanas podridas. De esas no le habló el abuelo a la niña. Lo aprenderá sola.

jueves, 26 de noviembre de 2015

La resta de besos


Ana explicaba la resta a sus alumnos de la clase de primero.

-Seño, pues a mí me ha dicho mi mamá que le debo un beso.

-Anda, y eso, ¿ por qué, Gabriel?

-Pues porque cuando hago algo malo, mi mamá me dice que le tengo que pedir perdón y darle un beso.

-Y, ¿has hecho algo malo a tu mamá?

-Sí, hoy me ha dicho que me lavara los dientes y yo la desobedecí. Y ayer me fui más tarde a la cama. Y por la tarde no me terminé la fruta. Y no quería bañarme. Y…

-Bueno, bueno Gabriel, entonces ¿Cuántos besos debes a mamá?

-Espera que cuente... uno, dos, tres, siete, diez. ¡Diez!

-Pues ya sabes que cuando venga tu mamá a buscarte al cole, tienes que pedirle perdón y darle todos los besos que le debes. Y, cuando se los hayas dado, ¿Cuántos besos te quedarán?

-Pues, diez menos, ¿no?

-Muy bien, Gabriel. Diez besos menos tendrás tú y tu mamá tendrá diez besos más.

-Si, claro, pero mientras, te los voy a dejar a ti, para que me los guardes y yo no los pierda, ¿vale?

-Vale Gabriel, dámelos, te los recojo y cuando llegue  tu  mamá me los pides y te los devuelvo.

-Gracias, seño.

Al llegar Susana a recoger a su niño, este le dijo:

-Mamá, mamá, espera, que tengo que pedirle a la señorita Ana los besos que te debo.

martes, 24 de noviembre de 2015

Antonio el del bar

Antonio tenía un bar en el barrio. Un establecimiento pequeño de vinos y cañas por la mañana, partida de mus y dominó por la tarde y alguna tapa más antes de cerrar, a eso de las once. Un negocio entre la tasca de toda la vida y el bar adecentado por la normativa del ayuntamiento, exigente con la limpieza en los lavabos y el cumplimiento de no hacer ruidos molestos para los vecinos.
Antonio cumplía con todos sus responsabilidades como autónomo, pagando impuestos, limpiando su acera, manteniendo a raya a clientes molestos, es decir, regentando su negocio de forma serena y sin pretensiones, lo que le daba para ir tirando, sin alegrías, ni desengaños.
Él no fumaba, no bebía, no se drogaba, no comía grasa, iba a la piscina de vez en cuando, corría por el parque antes de abrir el bar y salía en bici cuando se tomaba la tarde de los domingos libre. Además, remaba en una barca prestada en el embalse cercano a su pueblo al que iba a veranear durante quince días al año.
Estaba casado con Antonia, hija también del mismo pueblo que él, con la cual no tenía hijos, pero si mantenía con ella una relación de enamorado desde muchos años, que le hacía muy feliz. Ella se ocupaba de la casa y de la limpieza del bar, además de preparar las tapas, pero nunca acudía al establecimiento, con lo cual tenía que ocuparse de la cocina en su propia casa. Antonio no permitía que su esposa entrara en el bar. No era lugar para su mujer.
Un día entró en su bar un rumano, el primer rumano que él conoció. Le pidió una copa de ron, solo, sin hielo. La pagó y al poco tiempo, volvió con un par de amigos. Pidieron ron de nuevo y de nuevo de la misma forma y de la misma forma pagaron. Se fueron y al cabo de unos minutos el bar de Antonio se llenó de rumanos, que querían comprar tres botellas de ron que Antonio tenía en una repisa por encima de la máquina de café. Antonio se negó aduciendo que los licores no se vendían por botellas, sino por copas. Los rumanos insistieron y el se cerró en banda, comenzando una discusión absurda que terminó mal para Antonio. Un ceja rota, el bar cerrado una semana y unos cuantos arrestos para los rumanos que las policías municipal y nacional hicieron aquella negra mañana.
Desde aquel día, Antonio no permitía que en su bar entraran rumanos. En cuanto detectaba el más mínimo indicio de que un desconocido fuera de esa nacionalidad, impedía su acceso al local.


sábado, 14 de noviembre de 2015

Mis cuentas


Tuve que cancelar todas mis cuentas, sacar dinero en efectivo, transferir otras cantidades a cuentas seguras y repartir parte de mis depósitos a la gente más necesitada de entre mis vecinos y clientes.
El miedo a que ellos estaban detrás de mis desgracias financieras era tan grande, que se trastornó mi percepción de la seguridad de mis bienes y me convertí en el mayor benefactor de la historia  de mi país. Ellos fueron los que, con la parálisis cognitiva que me provocaron, hicieron posible ese cambio en mi actitud hacia el dinero. Al poco tiempo de hacer todo lo dicho, comencé a ver a mi alrededor hechos inexplicables que venían a demostrar que no había sido suficiente. Volví a vaciar mis cajas de caudales, mis fortines de dinero negro, mis cajas de seguridad de bancos y viviendas y los fui dejando a las puertas de las ong, de las iglesias, de los bancos de alimentos, de asociaciones más variopintas, encargadas de custodiar y mantener a toda clase de segregados y desgraciados de esta sociedad de mierda. Pero ellos no se conformaban. Los veía amenazantes por todas partes, me perseguían hasta en mis sueños. Dejé mis viviendas vacías y me trasladé a vivir a un hotel, pero incluso aquí, ellos hacían acto de presencia. Cambié de hotel a hostal, de pensión a habitación alquilada y terminé durmiendo en la calle, bajo el cartón de una caja de frigorífico, a la puerta de una sucursal de mi propio banco.
Fue la primera noche en mucho tiempo que conseguí dormir. Ellos me dejaron en paz. Por fin.

viernes, 6 de noviembre de 2015

Pareja perfecta

Todas las mañanas desde que se jubilaron salían a pasear, siempre cogidos de la mano. Un paseo matutino y tempranero es muy beneficioso, les decían a todas horas por la tele y ellos, cumplidores con los deberes impuestos desde el programa favorito de media mañana, se calzaban sus deportivas y con un aspecto deportivo y juvenil, iniciaban su marcha, que podría durar alrededor de hora y media. Ambos llevaban el mismo modelo de chándal, el mismo tipo de sombrero en verano y gorrito de lana en invierno, el mismo color para su chubasquero en caso de lluvia, igualitos, permanentemente enamorados y unidos en todo desde que se casaron hará unos cuarenta años ya, e incluso más si sumamos sus cuatro años de noviazgo.
La pareja feliz, el matrimonio perfecto, la envidia del barrio, el modelo a seguir.
Habían tenido dos hijas y un hijo y todos ellos habían cambiado de pareja, desde ser solo  amigos, relaciones mas serias, matrimonios civiles, aventuras extraconyugales y demás posibilidades más o menos lícitas, la friolera de treinta y seis veces, cantidad exacta, por ahora, que llevaba contabilizada de forma estricta la madre de todos ellos. O eso se creía, pues la verdad, la verdad, nunca llegaba a saberse bien del todo, aunque ella pensara que sus hijos eran absolutamente sinceros con sus padres.
Al contrario de lo que pudiera parecer, la pareja ejemplar, pensaba al unísono que ante todo estaba el respeto y el amor a sus hijos y eso incluía, sin lugar a dudas, que hicieran con su vida sentimental lo que ellos tuvieran a bien, con la condición de que no sufrieran y fueran felices, que ese es el irrenunciable objetivo de la vida. Así de claro. Y esta forma de ver las cosas, era una ley que no permitían que nadie pusiera en duda, cuando algún vecino o familiar les insinuaba esa diferencia en la fidelidad entre ellos y su progenie.
Lo que no sabían los vecinos, ni sus familiares, ni siquiera sus hijos y aún menos la monumental colección de parejas que entre los tres habían tenido, era que ellos, el matrimonio perfecto, la pareja ideal, el modelo, no eran ni mucho menos lo que representaban ser.
Eran y lo habían sido durante toda su vida una pareja de actores, de farsantes, de imitadores de la perfección que en nada se correspondía con la realidad de sus vidas. Habían sido capaces de interpretar en el mismo tiempo y en los mismos escenarios, una suerte de comedia prodigiosamente interpretada  y puesta en escena, para el asombro de todos los que eran público de su creación. A eso se habían dedicado en cuerpo y alma, a hacer de sus vidas una obra de arte de la ficción más sutil y más matemáticamente, sin errores, confeccionada.
Toda suerte de avatares, aventuras, escarceos, infidelidades, amoríos, cambios en sus trabajos y en su residencia, disfraces y carnavaladas, fueron su afición primera, su deporte, su hobby, su pasión, la de ambos y los dos se entregaron en cuerpo y alma al difícil arte del disimulo, escondiendo ante los ojos de los demás la realidad que ocultaban tras las bambalinas del teatrillo de su cara visible.
Cómo lo hicieron, cómo fueron capaces de llegar a pasar desapercibidos entre tanto ir y venir de unas realidades a otras, es algo que nunca se sabrá, pues aquella misma mañana, en aquel paseo matutino, al cruzar la avenida, un camión cargado con decorados y trajes de una compañía de teatro, les arrolló sin dejar de ellos más que un montón de deshechos humanos que aún mantenían sus manos enlazadas.

Alberto es escritor

Alberto es de esas personas que se empeñan en hacer una actividad para la que no tienen aptitudes y puede que ni siquiera actitudes, pues le falta voluntad y perseverancia. Me estoy refiriendo, como no, a una actividad artística, en este caso, la escritura. Una pasión y un trabajo que requiere de muchos valores, tales como capacidad, don, inspiración, inteligencia, memoria, creatividad y sobre todo, mucho trabajo, mucha dedicación y no abandonarse a actitudes derrotistas, de las que nuestro personaje es tan dado a tener. No obstante él considera que lo hace porque, sencillamente, quiere tener el cerebro ocupado en algo que le haga trabajar su escasa memoria, su poca creatividad y su poco arte en esto de contar historias por escrito. Esta semana ha tenido dos pequeños tropiezos o desconsuelos en su carrera como escritor. No son más que dos concursos a los que había presentado sus obras NO han tenido a bien seleccionarlo entre los ganadores. Que pena!, que sufrimiento más tonto. Además, un amigo suyo al que de vez en cuando envía alguna de sus creaciones, le ha devuelto una crítica sincera y no muy favorecedora de lo último que Alberto le envió. Otra pequeña frustración en su carrera artística. Y ahora, ¿que hace Alberto? se preguntará la gente. Pues nada, seguir escribiendo, entre otras cosas porque al igual que él va a correr o nadar y no va a participar por ello en ninguna olimpiada, de la misma forma escribe para mantenerse en forma, sin necesidad de obtener ningún reconocimiento por ello. Aunque el pobre Alberto, en su fuero interno, reconoce que si le gustaría tener alguna placa en su vacía vitrina de premios. Claro, como a todo el mundo, pero si no tiene calidad suficiente para ser reconocida por alguien, que le va a hacer, se quedará sin medalla. O no? No quisiera aburriros con la aburrida historia de Alberto. Para terminar deciros que ahora mismo, pero ahora mismo, el sigue escribiendo y seguro que me lo enviará en unos minutos. Empiezo a cansarme de leerle, con la cantidad de libros buenos en los que podía emplear mi tiempo. En fin, un amigo, que le vamos a hacer.
Y asi lo hizo, pero con el agravante de que su última ocurrencia si que fue capaz de ponerla en funcionamiento. Por si acaso os pongo sobre aviso. Se trata, ni más ni menos, de organizar su propio consurso de relatos. Para ello tiene su propia página web, desde la que envía sus convocatorias a todas las páginas dedicadas a informar a escritores de este tipo de eventos, tan queridos por muchos de ellos, por razones obvias.
Alberto enfadado con ese sistema de reconocimiento de la calidad literaria, que él consideraba injusto, crea el suyo, pero con trampa. Diseñado desde el principio para ser él el único ganador. En todo igual que los demás, pero no en el resultado del jurado, que nunca estaba compuesto por las mismas personas, ni siquiera estaba compuesto, vaya. Era él. Y él se aupaba siempre a la primera posición, eso si, teniendo la precaución de cambiarse de nombre cada año al publicar el relato ganador. Satisfecho con su invento, porque con él además recogía muchos escritos que le servían como punto de partida para los suyos, como inspiración o, sencillamente, como modelo que plagiaba sin ningún tipo de pudor.



jueves, 17 de septiembre de 2015

La salida de la cueva

La salida de la cueva quedaba lejos aún y sus reservas de aire llegaban al nivel de alarma. Corrían como ratas y eso hacía que se agotara con más rapidez. Tras ellos, persiguiéndoles, una gran masa incolora, de ardiente consistencia gelatinosa, se desplazaba a una velocidad superior a la suya, amenazándoles con engullirles, como hiciera metros atrás con sus tres camaradas. De nada les sirvieron sus trajes estancos a prueba de ataques, ni el uso de sus armas destructoras; todo resultaba inútil contra el ente que, por el contrario, aumentaba su volumen y energía con los proyectiles que impactaban en su cuerpo.
El capitán Stamper y  la teniente Russo vislumbraban ya cercana la tenue luz del exterior, mientras sentían como aumentaba, de forma alarmante,  la presión que esa especie de tsunami de lava perseguidora ejercía sobre sus cuerpos. Tanto, que ambos resultaron despedidos hacia el exterior, como en un estornudo brutal surgido de las profundidades. No les dio tiempo a llegar al módulo explorador, ni mucho menos ponerse en contacto con la nave nodriza. Ellos también resultaron engullidos por la oleada de magma de vida incandescente.

Exhaustos todos, se despojaron de sus trajes de combate, sabiendo que  perdida su tercera oportunidad, deberían, los cinco componentes de la patrulla, repetir su instrucción, iniciándola desde el fondo de la gruta. Y esta vez sin reserva de aire.

viernes, 26 de junio de 2015

vi-novi-no

Un sueño que se convierte en vino (anuncio en El País del vino Campillo. Rioja)
Solía tomar vino solo con las comidas. Abría la botella con parsimonia, introducía el helicoide metálico en el corcho. Éste lo admitía en el interior de su cuerpo, con esa calma que tienen las plantas, para aceptar todos las deterioros y menoscabos que el resto de los seres vivos acostumbran a infringirles, en aras de su propia supervivencia y a sabiendas de que son ellas y solo ellas las que soportan con su trabajo la vida del resto de los seres que pueblan el planeta. No sabemos si la piel del alcornoque soporta algún tipo de sensación dolorosa en ese terrible trance, al ser atacada y abierta en canal con un arma tan punzante y terrible como es el sacacorchos, que usada en las carnes de otros seres, provocaría la cancelación de  su relación con la realidad, pasando a un estado donde las percepciones se anulan y así evitar el aterrador dolor. 

Estaba dormido y tenía un sueño de vino o era aquel uno de los objetivos de su vida y lo convirtió en vino. 

Modos de matar a H.

1.-Hoy se me ha ocurrido usar una navaja y cortarle el cuello de un tajo mientras come.
Me he acercado a una tienda especializada en artículos para cazadores que hay cerca de la plaza y allí, rodeado de cosas que para mí son inservibles, no he dejado de observar el muestrario de chismes y ropas diversas que se fabrican y venden, para practicar ese deporte. También me rondaba la idea de que el ser humano ha sido cazador desde la noche de los tiempos y que llevamos ese gen anclado en nuestro cerebro. La cuestión es cómo algunos nos sentimos tan lejos de esa actitud cazadora. Atajo cobardes, dirá más de un cazador. No sé. También pensaba que siendo así como soy de cobarde, como es posible que me plantee la posibilidad de matar a H con un cuchillo de cazador, si en mi vida los he usado. No sé, otro enigma. Algún día tendré que explicarme a mí mismo, cómo he llegado a ese nivel de odio hacia H, que me hace pensar en estas barbaridades. Lo cierto es que no puedo más y tras ver una peli donde los profesionales del crimen rebanan cuello con una facilidad pasmosa, me he decidido a usar ese método.
Ni corto ni perezoso, me he comprado un cuchillo de cazador. Me ha parecido un poco caro –he pagado 136 € - pero me ha convencido su tamaño -18 centímetros  de hoja- suficiente para atravesar las costillas hasta el corazón, las cachas de madera de palo de rosa-bubinga –en mi puta vida he oído eso y me enteré después que se usa para hacer las gaitas-, que es enterizo, que parece muy fuerte y sobre todo, que corta el papel en el aire, con una suavidad que me dejó alelado. Ah, también tiene funda de cuero, el acero inoxidable es C75, el protector de la mano y el pomo de alpaca. Toda una suerte de términos que iba soltando el muchacho con una profesionalidad que me convenció.
Lo cogí entre mis manos –prometo que es la primera vez que tomo entre mis manos semejante arma blanca- y va el chaval de la tienda y me dice que es el ideal para dar un pico de remate a un jabalí, por ejemplo, y yo alucinando conmigo mismo al pensar que en mi vida he visto un jabalí, salvo en foto, que no sé lo que es un pico y menos aún de remate. Dándoles vueltas rápidas en mi mente, me imaginé a mí mismo vestido con ropa de camuflaje, la escopeta –o se dice el fusil, no se- en una mano –o debajo del brazo, o colgada al hombro, o sobre la espalda, no se- y en la otra el cuchillo, fuertemente sujeto.  Veo un jabalí medio muerto, tirado en el suelo, sangrando y chillando, mirándome con cara de mala hostia, o con mucho odio, por haberle disparado y que espera ahí a que yo le dé el pico de remate con mi cuchillo.
Veo todo esto mientras me envuelve la caja del cuchillo que es la hostia según el comerciante y antes de pagar le pregunto por las linternas. Claro, como no, ahora mismo. He cambiado el cuchillo por una linterna, algo más barata. No me siento preparado aún para usar un cuchillo de caza. Tiene algunos inconvenientes.
Durante la noche, mientras H dormía, me he acercado a su habitación para comprobar el funcionamiento de la linterna. Le he visto tan dormido, que he lamentado no haber traído también el cuchillo táctico.

-¿Qué haces? ¡Apaga esa puta linterna, gilipollas!.

Sentidos sobre la mesa

(Entrar en el cerebro de la oficiante y del acólito en esa búsqueda del placer a través de todos los sentidos en contacto con los cuerpos. Que pasa en ellos, que recuerdan, que imágenes tienen, que deseos se les producen, que reacciones corporales, etc.)
La estación de tren está muy cerca de la casa a la que Ernesto iba por primera vez. Bajó del vagón con una mezcla de deseo, incertidumbre, sentimiento de culpa y miedo. Las emociones más frecuentes que suelen confluir en aventuras adúlteras. No era este su caso, él estaba soltero y sin compromiso, pero no obstante, las experiencias previas que había tenido, muy dado él al fracaso sentimental, no le habían enseñado cual debería de ser el modo correcto de encarar este tipo de situaciones. Las diarias conversaciones con su madre, si acaso, le hacían sentirse aún más culpable, por la presencia constante en su interior del mensaje que ella grabó a fuego en su niñez y que recuerda a todas horas: hijo, estás en pecado.
Pecado, pero qué pecado, ni que ocho cuartos, se decía a sí mismo. En qué siglo vivimos, mamá. Lo único que quiero es conocer a una buena chica y casarme. Eso no puede ser pecado. Y en el matrimonio está el sexo, claro. Dirás el pecado, hijo, el pecado.
Era un poco pronto para la cita, así que decidió tomar un café en el bar de la estación. Un cortado, un cortadito? -le preguntó el camarero con ese retintín que usan algunos de ellos con tono ridículo- Si, por favor, con leche fría que tengo prisa. Se lo tomó de un sorbo y no le gustó demasiado, porque estaba caliente, fuerte y con posos arenosos. En un cuaderno diario llevaba escrita desde hacía años una relación de cafeterías y bares ordenados por la calidad del cortado y del servicio. Pondría el bar de la estación en la lista negra. Pagó y fue a lavarse los dientes, por aquello de las manchas y del aliento, que su madre le recordaba siempre. Esto le eliminaba rápidamente el regusto del café, pero en este caso, era preferible no retenerlo demasiado tiempo en la boca.  Entró en los servicios de la estación, poco frecuentados a esa hora. Mientras doblaba su espalda ante el grifo, para acercarse el agua con la palma de la mano y aclararse, alguien rozó su culo con algo duro y no pidió perdón. No le dio importancia y salió a la calle.
Caminó bajo un sol abrasador, cruzando entre los coches del aparcamiento de la estación, intentando saltar entre las sombras de los pequeños cinamomos que adornaban temerosos el ardiente solar.
Llegó frente al portal, comprobó el número y se acercó al cuadrante de timbres que estaba a la izquierda de la puerta. No se acordaba muy bien del piso y letra que le había dicho ella, así que para estar seguro, sacó su móvil y miró en la aplicación de notas: 2ºb. Tocó tímidamente una vez, acercó el oído, pero no se percibía ningún ruido procedente del otro lado. Antes de tocar de nuevo, un ligero chirrido llegó desde el pequeño altavoz y la cerradura emitió un chasquido que indicaba el movimiento del pasador. Empujó y pasó dentro. Él, como siempre y en todo lo que hacía,  había sido muy puntual y ella, a sabiendas de esa característica suya, había abierto la puerta sin preguntar siquiera de quien se trataba.
Algo que a él nunca se le volvería a ocurrir hacer, ya que en una ocasión, estando solo, ya adolescente, abrió la puerta sin preguntar y se le presentó  en casa una pareja de vendedores de enciclopedias, que le pidieron un vaso de agua. Cuando llegaba con él de la cocina, ambos estaban enzarzados en algo más que un beso con lengua, allí mismo, en el sofá donde se sienta su madre a ver la tele. Se asustó tanto, viendo alguna teta fuera,  que se le cayó el vaso en el suelo del parqué y la calentorra pareja abandonó con prisa la vivienda. Se cruzaron con su madre que ya estaba en la puerta y aunque no vio nada de lo ocurrido, sí que intuyó que algo raro había pasado. Tenían toda la pinta de estar en pecado, dijo. Ernesto recogió el agua y los cristales, con tan mala suerte que se cortó en un dedo. Estuvo varias semanas soñando con tetas, dedos ensangrentados y agua derramada en cuerpos desnudos. En pecado total.
El portal era amplio, oscuro, decorado con una mesa y dos sillas de madera, ennegrecidas con betún y claveteado el falso cuero del asiento con tachuelas negras, del llamado estilo castellano. De una pared colgaba un espejo de marco del mismo estilo, donde Ernesto echó un vistazo a su imagen y se dio un poco de pena. Aquella entrada le recordó al hostal en el que se alojó en el último viaje que hizo con su madre a Medina del Campo, de donde era originaria. Viaje del que volvieron echando pestes de toda la familia, que en nada habían valorado el esfuerzo que habían hecho al ir a verlos desde Madrid. Y en tren. Todos ellos, les dejaron solos y se fueron a ver el festival de recortadores que había en la plaza de toros aquel día. Un fiasco para él, pues entre los objetivos del viaje estaba el conocer a Silvia, la hija de un sobrino de su madre, que al parecer estaba interesada en entablar amistad con fines serios. La niña no estaba mal, ataviada con el uniforme de la peña, la camiseta ajustada, el pantalón escueto, la gorra mínima, las gafas de sol como platos de café. Y seguro, que en pecado. Estuvo una semana soñando con toros y vacas vestidos con el atavío de su lejana prima Silvia, que hacía de recortadora, desnuda, en una plaza llena de jóvenes vociferando.
Aquel espejo reflejaba su aspecto, especialmente cuidado para la cita más importante de sus últimos dos años, desde que le dejó Ana a la puerta de un teatro, aquella noche en la que él celebraba su treinta cumpleaños y era la ocasión propicia para  declararle su amor y proponerla el matrimonio. Le costó superarlo, pero su parca memoria para estas cosas, junto a la hermosa capacidad de no ser rencoroso, le ayudaba a enfrentar esos momentos amargos. Como cuando se quedó mirando a Ana abandonando la fila de entrada al espectáculo, tras su último novio, que la besó delante de él y se la llevó abrazada hasta el coche que había dejado encaramado en la acera, con los cuatro intermitentes palpitan tesde luz amarilla. Perdona tío, le dijo el exnovio que había dejado de serlo allí mismo, pero yo estaba primero. Para qué discutir con un armario.
Pudo revender la entrada y rió con la comedia. A pesar de todo, la vida sigue. Las chicas que le compraron la entrada le invitaron a tomar una copa para agradecérselo y hacerle olvidar lo malas que son algunas mujeres, según ellas. No se lo contó a su madre, porque ya sabía que todas ellas estaban en pecado. Volvió a verlas virtualmente, varias noches seguidas, aplaudiéndole en sus triunfos como actor de teatro, mientras su exnovia y su exnovio pagaban multas sin cesar a unos guardias cabreados.
Se había vestido con  el pantalón gris claro y los zapatos negros de cordones que llevó a la boda de su prima María, la camisa blanca de manga corta y ese aire de pueblerino que, según él no se podía quitar de encima, ni con un traje de Armany. Ése era el señor que le miraba desde el espejo. Él mismo, valiente, pueblerino, pero guapo, alto, bien formado, so pena que el espejo fuera de esos que deforman la realidad o es a  otro al que estuviera viendo.
Ay, su prima María, que guapa estaba el día de la boda, con su vestido blanco de organdí y espléndido escote tipo palabra de honor. Qué bonito vals bailó con ella, que bellas las damas de honor, qué invitadas tan deslumbrantes, cuántos pasteles en el escaparte y él sin poder probar ninguno. Cenó demasiado aquel día y los sueños fueron un tanto pesados, con todas las damas, colocadas encima de su colcha. Su madre sí que disfrutó aquel día con la misa que oficiaron cinco sacerdotes de la misma orden, dos de los cuales eran cuñados de mi prima.
Atravesó el hall de entrada,  decidido pues a enfrentarse de nuevo con una situación similar a tantas otras, en las que se había visto comprometido por ellas, las más bellas. Se percibía en el ambiente un agradable frescor que relajaba la piel del tórrido ambiente exterior. Olía a producto de limpieza. Unas plantas de plástico arrinconadas a la derecha de la puerta del ascensor, esperaban pacientes la limpieza general cuando correspondiera.
Extendamos las manos sobre la mesa,  los dedos separados, como si fuéramos a jugar con una afilada navaja a saltar sobre ellos sin herir ninguno. Un esparcimiento peligroso y practicado en medios patibularios y violentos. No es ese el deporte que vamos a practicar ahora. Dejémoslas así el tiempo necesario hasta ser conscientes de las sensaciones que nos transmite la piel de nuestras manos, experta en descubrir informaciones imprescindibles de la realidad que nos rodea a través de uno de nuestros más importantes sentidos. Hazlo ahora.
Apoya el libro en la mesa, sigue leyendo si quieres, pero al mismo tiempo deja que tu cerebro trabaje en segundo plano con las percepciones que recibe de la textura del material del que esté hecho tu mesa, de la temperatura a que se encuentre, muy diferente si es madera o plástico o mármol o metal. Siente la presión que tu mano ejerce sobre la superficie, hasta comprobar el ritmo de tu sangre que marca el pulso que ahora numeras claramente.
Espera unos segundos hasta notar en los extremos de tus dedos un ligero cosquilleo y ahora cierra los ojos y empieza a imaginar si a tu lado está esa persona con la que quisieras hacer lo mismo que ahora haces con tus manos sobre la mesa, cambiando la superficie de un mueble por su piel.
Dejemos la mano inmóvil, esperando que el flujo sensorial acceda a nosotros desde las células de la piel con sus perfectos sensores puestos a nuestra disposición.
(Seguir con la idea de alguien que da instrucciones a alguien para que llegue a sentir un orgasmo brutal con su sola imaginación, trabajando desde percepciones de todos los sentidos y con objetos diversos pero no con la persona de carne y hueso. Solo pueden llegar su voz, sus latidos, su respiración, su soplido, su aliento, los olores de su axila, pies, sexo,…
Partiendo de la superficie de una mesa para el tacto, ir ofreciendo otros objetos pertenecientes a la persona en cuestión y que ella use directamente en su cuerpo: zapatos, ropa interior, joyas, brocha de maquillaje, esponja del baño, peine, vestidos, pieles, guantes, calcetines, medias, …y así con todos los sentidos.
Quizá tiene que atarla para evitar que dada la intensidad de su deseo quiera lanzarse a un abrazo desesperado que rompa la magia de la ansiedad y el apetito por tenerla. Así hasta correrse una y otra vez. Una experiencia que pretende ser lo más de lo más.
Ernesto es tímido, tranquilo y accede al juego, porque es el elegido por ella, pero va cambiando a medida que le somete a esa actividad tan excitante. Termina en una misa negra encima del cuerpo de ella, con velas y látigos de pasión.)




Es indispensable experimentar cómo es la muerte

Era miedo lo que sentía, mientras miraba como mi madre cerraba los párpados de su tía Consuelo. Junto a eso, una mezcla excitante de turbación, aprensión, pudor y sentimiento de culpa. No podía evitar pensar que como me descubrieran metido en el armario junto a mi prima Inma, me iban a partir la cara, como poco. A ella seguro que no, porque me echaría la culpa a mí, la so traidora. Siempre era así, pero, a pesar de ello, yo estaba enamorado perdidamente de sus chispeantes ojos grises y de su coleta rubia.
Estábamos acurrucados bajo las perchas donde colgaban trajes y abrigos, escondidos en el armario de la ropa de invierno. Un lugar que conocíamos bien, pues había servido en muchas ocasiones de cueva en nuestros juegos. Era uno de esos armarios empotrados, con mucho espacio interior, donde podíamos entrar de pie o estar cómodamente tumbados. Desde nuestro escondite, donde llevábamos metidos desde que Inma se enteró que iban a trasladar a esa habitación el cadáver de su abuela, teníamos un excelente mirador para espiar todo lo que ocurriera allí en todo momento.
Teníamos los ojos clavados en la escena, tamizada por la celosía de la puerta del armario. Mi madre manipulaba el cuerpo con mucha soltura, pues ya había pasado por varias situaciones como éstas, en las que ella tuvo que vérselas con familiares cercanos fallecidos ,sus padres o su propio marido. Incluso algunas vecinas, sabedoras de su experiencia en amortajar, la llamaban para que les fuera a ayudar en tan ingrata tarea.
Me llamaron la atención las cuencas donde yacían sus ojos blancos, ciegos desde hacía muchos años. Observaba, con encogimiento de alma y los pelos de punta, la desnudez  de aquel cuerpo amarillento, reseco, con los huesos empujando la piel, sobresaliendo como raíces del suelo. Tumbado sobre la cama yacía un cuerpo muerto, el primer cadáver desnudo que yo veíamos en nuestra corta vida. 
Mi madre, después de limpiar el cuerpo con una esponja, le puso unas enaguas de blonda blanca y a continuación el vestido que había llevado en la boda de su hija, como ella dejó dicho. A pesar de ser un cuerpo pequeño y de muy poco peso, sus miembros ofrecían dificultades para ser vestido. Me acordé del dicho pesas como un muerto. Trabajaba ella sola, pues, al parecer su hija estaba tan consternada por la muerte de su madre que era incapaz de hacer nada más que lloriquear y moquear.
Esa imagen que pude ver desde el interior del armario en el que nos metimos su nieta y yo, sin que los adultos se enteraran, me acompañaría el resto de mi vida y hoy, sentado frente a otro féretro aislado de mi por un cristal, se acrecienta el sentimiento de desamparo que me produjo entonces y el que siento ahora al ver a mi prima en su caja de madera, maquillada por los empleados de la funeraria, tan guapa como siempre.
Al terminar mi madre con su tarea, cubrió el cuerpo con un sábana, salió y cerró la puerta tras ella. Nosotros quedamos pues en la misma habitación que la muerta, pero del otro lado de la puerta del armario. Creo que, de repente, Inma comenzó a sentir miedo por nuestra soledad, por la presencia cercana de la muerte o porque le invadió la pena por la pérdida de una persona que la tenía verdadera adoración y que la consentía todos los caprichos que sus padres no le daban.
No sé cuál sería la verdadera razón de su comportamiento, pero el caso es que se me abrazó con tal fuerza que por poco me hace perder el equilibrio y salimos los dos despedidos fuera del armario. Sin saber muy bien cómo reaccionar, lo que hice fue abrazarme a ella y comenzar a tocarle aquella coleta que tanto me atraía. Pasaba mis dedos entre el pelo y sentía la suavidad de los cabellos deslizándose entre ellos, dejando ante mi nariz su perfume de un fresco y suave aroma a limón. Su cuello temblaba ligeramente y mi nariz pegada a su piel, me trasmitía una sensación tan grata que pronto se convirtió en la emoción más fuerte y más cercana a la que yo, en mis trece años de vida, entendía como felicidad.
Ahora, mis lágrimas no me permiten ver con nitidez las personas que llenan el tanatorio, su viudo cercado por familiares y amigos, sus hijos y sus compañeros de trabajo. Todos acompañándose en el dolor.
Cierro los ojos y me recreo en el recuerdo de su cuerpo cálido abrazado al mío, su blanca desnudez y la mía, ambos temblando de emoción y de miedo, sin palabras, sin sentimientos de culpa, cubiertos por los abrigos de mi tía, tumbados y felices, llorando.




durante la tormenta


martes, 2 de junio de 2015

Rodilla

La rodilla fue lo que crujió. Había chocado contra una bola de hielo que, en su descenso veloz, creyó blandita. Los esquíes no se desprendieron de forma automática y fue a dar con su cuerpo en el suelo, quedando retorcido en una extraña forma que la dejó rota en medio de la pista de competición. Los demás esquiadores tuvieron que esquivarla para no chocarse con ella y producirle más daño. Se levantó como pudo, comprobó que no podía ponerse en pie, así que esperó a que llegaran las asistencias y la llevaran a urgencias. Puede que sea una avería para ocho meses, le dijeron. Ahora que tenía ante sí el reto más importante de su vida laboral, pensó. La vida es así, le dijo su mejor amiga, que se quedaría con su despacho. Eso sí, provisionalmente.

Madre e hija

Permanecieron sentadas en el mismo banco de madera frente a la papelería durante toda la mañana. Madre e hija en silencio, inmóviles, con la mirada fija en el escaparate de la tienda, las manos unidas y el mismo semblante de preocupación y tristeza, al tiempo, en ambas. Llevaban el mismo modelo de abrigo pasado de moda, raído de tantas veces puesto durante tantos inviernos, descolorido por las repetidas exposición al sol, durante todas esas jornadas de paseos infinitos sin rumbo fijo, de estancias absurdas en el parque del barrio o en esos bancos de las aceras de la ciudad, frente a escaparates que parecían absorberlas y dejarlas inertes durante horas. Nadie se fija en ellas ya, de tan conocidas por todos los vecinos, nadie repara en su aspecto, ni se preguntan siquiera en el porqué de su situación, quizá porque creen saberlo de antiguo, de cuando perdieron a su marido e hijo, las dos al tiempo, en un  terrible accidente de tráfico. 

Perder

No voy a escribir más sobre la situación que tuve que aguantar bajo el paraguas de Javier el viernes pasado. Lo redacté lo mejor que puede, le di veinte vueltas hasta dar con las palabras exactas, con términos que describieran el dolor y la humillación a la que me vi sometido y se lo envié a ella y va y me lo devuelve con el comentario más irónico que pudo encontrar, solo me faltó un bofetón en plena cara para terminar de entender por qué rompe conmigo y se queda con el inútil de Javier. Ambos me han tronchado el corazón en el peor momento de mi vida, justo cuando el trabajo anda tan escaso que me veo obligado a mendigar entre mis antiguos clientes algún tipo de contrato basura que me haga salir adelante, comer al menos, comprarme una cajetilla de tabaco al que he vuelto para poder paliar la ansiedad con la no puedo vivir más.

El paseo surgió de la manera más tonta, tras salir de nuestra partida con los amiguetes, en la que por cierto, yo perdí por enésima vez...

Botella negra 2.0

Pasé por Atlas, un centro comercial muy conocido, en una tarde en la que tendría que haber estado en la oficina, pero mi compañero Chema me había cambiado el turno y, como no tenía nada mejor que hacer, fui de compras. Me encanta ir de tiendas, eso sí, solo, porque hacerlo con mi chica, supone que a la media hora ya estoy aburrido y con ganas de discutir. Según ella, tenemos que ir juntitos a todos los establecimientos y esto, que puede ser muy de enamorados, en realidad es una táctica que está marcada como dados tramposos, porque de diez tiendas, siete son de su gusto y para su placer comprador y las tres restantes del mío, y claro, eso no es justo y me incomoda bastante. Así que aproveché aquel día para darme el gustazo de pasear a mis anchas por tres de las tiendas que no podía ver con detenimiento cuando iba con ella: deportes, ropa vaquera y ordenadores. Las tres máximas de mi vida.
Para cada actividad humana, el sistema genera un conjunto de necesidades ficticias que son percibidas como pequeños o graves problemas que hay que remediar. La solución viene dada por la adquisición de un producto que la industria produce y el mercado pone a disposición del consumidor para satisfacer esas falsas necesidades que se ha creado, la mayoría de las cuales, podrían ser solucionadas de forma más imaginativa, barata y ecológica. Caemos fácilmente en la trampa y como es más sencillo comprar, compramos.
Los anuncios funcionan con ese esquema: presentación del falso problema, producto milagro para la solución, compra del producto, solución del problema.
De esta forma terminamos comprando productos, artículos, cacharros, que en no pocas ocasiones se usan poco, no se usan o sencillamente, no son satisfactorios y no solucionan lo que prometían. Acabamos arrinconándolos y volvemos a repetir indefinidamente el esquema. El sistema sigue vivo gracias a esta cadena perniciosa para el individuo y para la naturaleza”[i]
Algo me llamó la atención nada más entrar en el pasillo de runners. Tenía información por la publicidad que me llega al buzón y en un guasap que ayer me envió Fernando desde su lugar de vacaciones. Tenía razón el muy capullo, iba a alucinar.
El producto estrella de la temporada era la riñonera que te permite llevar el móvil y la botella para líquidos, cargándose y enfriándose, respectivamente. Un cinturón con dos compartimentos, en uno de los cuales hay una botella de plástico negro y en el otro un bolso que se adapta a cualquier móvil con un sistema de carga de energía fotovoltaica para ambas cosas. El móvil con carga permanente y la bebida fresquita. Genial.
Lo compré, claro. Un poco caro, pero merece la pena. Esto es imprescindible. Mi padre dice que todos los productos tecnológicos acaban abaratándose en poco tiempo, pero no me iba a esperar dos meses para pagar cinco euros menos. Total…
Iba tan feliz, pensando en lo bien que me vendría en mis salidas con el grupo, que le hice una foto y se la mandé a todos, para que se pusieran verdes de envidia.
No le dije nada a Lucía y al día siguiente tempranito, me calcé mis WZ, me puse mi ropa ASN y estrené con todos los honores la nueva y recién adquirida riñonera, dejando colgada la que había llevado hasta ahora, ya obsoleta.
Llené la botella de mi bebida isotónica favorita, elegí temperatura,  coloqué el móvil, conecté el sistema y me fui a correr por la ciudad, aún dormida a esas horas.
La investigación que se hace en tecnología para el consumo, orientado a la fabricación de productos caros y prescindibles, con un enorme valor añadido, es dañina para el medio ambiente e insolidaria con el 80% de la población mundial,  y, por tanto, debería estar orientada  a atender  necesidades básicas de la población menos favorecida”[ii]
El sol comenzaba a aparecer tímidamente. Con esa luz primera ya era suficiente para que las placas de mi nuevo equipo comenzaran a funcionar. Voy fresco y feliz por la avenida arriba en dirección al parque del Oeste. Siento en mis lumbares el ligero bamboleo del cinturón, el liviano peso de mi nueva alforja y el sonido del líquido batiéndose en el interior de la botella. Y enfriándose. Genial.
No suelo hacerlo, pero me paré un momento para comprobar el correcto funcionamiento  del gatchet y vi como el icono del enfriador tenía su flechita en movimiento, saqué la botella, tomé el primer trago y el Vitastar ya estaba empezando a enfriarse. Muy bien, esto marcha. Retomé el camino y al poco, ya mis músculos calientes y a tope, me imprimen con zancada poderosa y resuelta, ritmo vivo, buscando, como cada día, superar mi marca de velocidad, sobre todo en las cuestas arriba que es donde aún tengo que mejorar.
En mitad de la cuesta comienzo a notar en mis riñones que el frío de la botella es un poco excesivo y me desagrada. Sigo corriendo, intentando acelerar y olvidarme de la novedad que llevo encima. Sin embargo, el frío va en aumento y temiendo que eso pueda causarme una lesión muscular, me paro de nuevo, doy la vuelta al cinturón y miro el indicador de temperatura que marca la que yo había programado, según la recomendación de los fabricantes. Miro el móvil que va cargándose correctamente. Intento sacar la botella de su soporte, que ha pasado al estado de congelación muy rápidamente, pero no puedo. Está pegada con la escarcha producida, dilatada por su congelación y no sale. Duele tocarla de lo fría que está. Mi camiseta que media entre el dichoso aparato y mi piel, no me defiende del tremendo frio que siento en los abdominales y está llegando al grado de quemadura. Joder, tengo que quitarme esta mierda de encima. Lo intento, pero el broche automático y autoadaptativo no responde, no se abre, está bloqueado. Una y otra vez tiro del dispositivo, nada, no hay forma, empujo con todas mis fuerzas  del cinturón hacia abajo, quiero separarlo como sea de mi cuerpo, darle golpes para que deje de funcionar, quitármelo de encima, evitar este inmenso frío que empieza a paralizarme la cintura, el core todo, pero no puedo, me estoy angustiando, desesperando por este dolor lacerante en todo mi cuerpo, me quemo, me mareo y caigo al suelo, donde mi recién estrenado cinturón, se hace mil pedazos, mil cristalitos que se esparcen por la acera junto a chisporroteos de materia plástica en ignición, juntos en una fatídica y paradójica unión de extremos energéticos.
Lucía miraba preocupada como trataban en urgencias mis dos enormes quemaduras. Me observaba tras sus lágrimas, sin entender nada. Como yo.
“No es garantizar el correct  funcionamiento del cosa en human cuerpo. Solo ha sido testing en animales de laboratorio no que recibieran ningún maltrator”.[iii]





[i] SOMEFEVER, Arthur. Productos y necesidades. Madrid. Ed. Highreading, 1992, p. 26

[ii] FRITZ, Sophie. Industria y desigualdades sociales. Madrid. Ed. Highreading, 1986, p. 6

[iii] Manual de instrucciones de la riñonera Coolrunner. Traducción del chino. (2014)


Camiseta roja.

Tengo amigos corredores que se apuntan a cualquier carrera solidaria. Les da igual la causa. Unas veces conocen a fondo las motivaciones del evento y otras no tanto. No importa. El caso es participar disueltos en una masa de gente, multicolor y festiva. Hay que enarbolar una bandera, la que sea. En estas celebraciones se reúnen cientos, miles de deportistas que comparten el asfalto y el sudor, los codazos y las patadas involuntarias, la alegría de la fiesta, la unión por una misma idea. Una excelente  muestra de la humanidad puesta en marcha por un mismo principio. Y, sobre todo, hay que salir a correr. Todo muy loable.
Mis amigos me llaman para convocarme a todos las carreras populares y solidarias en las que participan, pero yo, que soy más bien reservado y selectivo en este tipo de cosas, acudo en contadas ocasiones. No me gusta sentirme rodeado de tantas personas mientras voy corriendo. Es más, nunca he participado en una competición. No es mi estilo. Mis colegas me han dicho de todo, desde insolidario, aburrido o soberbio y también, que no soporto que nadie me sobrepase, que queden delante de mí, que me ganen, vaya. Creo que no es nada de eso, solo que cada persona tiene su carácter y estilo de vida y hay que respetarlo. Y eso es lo que hacen, la verdad. Aceptan mi forma de ser, como amigos que son y me dejan tranquilo.
En esta ocasión, Javier me llamó porque sabía que a su propuesta no iba a decir que no. La donación de sangre era la causa por la que se organizaba la carrera. Eso modificaba mi habitual negativa, porque yo soy donante con mucha frecuencia. Me advirtió que, obligatoriamente, había que llevar camiseta roja. Claro. El domingo a las nueve en el paseo de la Estación.  Vale, le dije, encárgate de mi inscripción, por favor. Hasta el domingo. Gracias.
Fui al armario donde guardo mi equipo y encontré una camiseta roja, sin mangas, ya usada, regalo que me trajo el pobre Manolo del maratón de Berlín. Él fue novio de Laura, la hermana de Javier y murió atropellado mientras entrenaba por una carretera de la provincia de Toledo. Me la pondría por primera vez en su honor, para hacerle un merecido y sencillo homenaje de mi parte, como reconocimiento  al entusiasmo que ponía en la participación y, a veces también, en la organización de carreras como la del domingo.
Amaneció un día radiante, una mañana primaveral, fresca y limpia. Un momento ideal para recorrer tranquilamente los diez kilómetros por las calles de la ciudad. Me propuse, olvidándome de mis posiciones personales, disfrutar de la carrera, sin coches que me molestaran, con gentes saludando y animando nuestro paso desde las aceras. Gocé del bullicio típico de la salida, los abrazos y saludos de los compañeros, los rivales de otras ocasiones, la música de fondo, el locutor animando desde el podio, todos los participantes arremolinados en las mesas donde firman y recogen el dorsal, otros más allá estirando, calentando los músculos…
Los deportistas con su camiseta roja, salían a borbotones, desde la herida abierta por el  pistoletazo de salida, como glóbulos rojos formando parte de un río de sangre pujante, marchando por las venas de la ciudad, desplegándose poco a poco, dejando regueros y puntos rojos diseminados por todo el recorrido.
Me veía en medio de ese torrente, rodeado por Javier y los demás, felices todos. Entre ellos iba Laura. ¿Qué tal Alfonso?, me parece muy emocionante que te hayas puesto la camiseta que te trajo Manolo de Berlín, fue el último maratón en el que participó. No sé si sabes que la intercambió con un polaco poco antes de cruzar a la meta , le dio un infarto al llegar y no logró saber nada más de él, que fuerte, estuvo mucho tiempo pensando en aquello. Pues a mí no me contó nada de esto, me da un poco de yuyu llevar la camiseta de un muerto. No hombre, considéralo un homenaje a ambos. Si, tienes razón, por eso me la he puesto, por dos héroes de la carrera, gente sufrida.  Bueno, voy a ver si me acerco a la cabeza, no quiero pensar más en ello, no quiero llorar ahora. Vale Laura, en la meta nos vemos.
Seguí a mi paso, disfrutando del día, de la carrera, de la compañía de tanta gente encantadora, entusiasta. Sentía cerca su esfuerzo, su respiración, el latir de sus corazones. Una experiencia que convertía a la colectividad en un solo organismo con una enorme energía compartida. Un cuerpo vivo y feliz. Comprendí entonces a mis amigos cuando me decían lo que me estaba perdiendo por mi absurda negativa a participar en este tipo de competiciones.
De repente, recordé que la camiseta que llevaba puesta me la regaló Manolo poco antes de su trágica desaparición, lo asocié con la muerte del polaco y tuve el presentimiento de que aquello podría significar una envenenada herencia para mí.
En un impulso irracional me dirigí al señor que llevaba a mi lado y le ofrecí el intercambio de camisetas porque, según le conté,  era coleccionista de ese tipo de recuerdos.
No tuvo inconveniente. Cambiamos el dorsal, se lo agradecí vivamente y seguimos a lo nuestro.
Ya cerca del final del recorrido, dejé que mi nuevo amigo me adelantara, para volverle a reconocer el favor y nos despedimos al cruzar la meta.
Laura, Javier y los demás llevaban ya un tiempo esperándome. Nos abrazamos, nos hidratamos mientras charlábamos sobre las incidencias de la carrera y camino del coche, nos tuvimos que apartar de la calzada porque una ambulancia nos pedía paso urgente con su potente sirena. Me dio un vuelco el corazón. En ese momento Laura me preguntó: ¿y tú camiseta?
¡Joder Alfonso, que pálido estás!, ¡¿qué te pasa?!


En un impulso irracional me dirigí al señor que llevaba a mi lado y le ofrecí el intercambio de camisetas porque, según le conté,  era coleccionista de ese tipo de recuerdos.
Puso una cara extraña y al notar sus reticencias no insistí. La negativa de este buen hombre me hizo reflexionar sobre la secuencia y el extraño devenir de la camiseta que llevaba puesta. No soy partidario de relaciones causa efecto basadas en conjeturas absurdas, pero no obstante en los dos casos anteriores, el que entregaba la camiseta moría. Si esto volvía a ser así y yo me deshacía de ella, el siguiente cadáver sería yo y, la verdad, no me gustaba la idea.
Ya cerca del final del recorrido, el señor de la negativa me adelantó y ahora era él, arrepentido, el que me propuso el cambio, a lo que yo me negué amablemente.
Laura, Javier y los demás llevaban ya un tiempo esperándome. Nos abrazamos, nos hidratamos mientras charlábamos sobre las incidencias de la carrera y camino del coche, nos tuvimos que apartar de la calzada porque una ambulancia nos pedía paso urgente con su potente sirena. Me dio un vuelco el corazón. En ese momento Laura me gritó: ¡Joder Alfonso, que pálido estás!, ¡¿qué te pasa?!
Será la pájara del final de carrera. Gracias, se me está pasando. Todavía tengo mi camiseta, no te preocupes, Laura.

Un signo de interrogación se dibujó en su cara.

Reloj 3.0

Ayer fue  mi cumpleaños y estoy feliz con el regalo que mis compañeros de equipo me hicieron. Ellos saben que mis pasiones son el deporte y la tecnología. En eso somos todos compatibles. Son cosas que nos unen.
 Me trajeron envueltito en papel de celofán amarillo un increíble reloj digital que haría las delicias de cualquier profesional del deporte al aire libre, sea cual sea el que practique. El último grito en tecnología. Es una joya ultraplana que se adapta perfectamente a la muñeca, superligero y elegante. Reúne él solito lo último en móviles,  junto a un montón de aplicaciones impresionantes y sorprendentes. No he pegado ojo  en toda la noche probando todas las posibilidades que tiene y aún me quedan otras muchas por comprobar su funcionamiento en marcha y sobre el terreno. No solo es que tenga todas las funciones de un móvil de última generación, superando a muchos de ellos en capacidad de procesamiento con sus cuatro procesadores, resolución de sus dos  cámaras, almacenaje medido en teras, sino que además dispone de aplicaciones imprescindibles para moverse en el medio natural: gps, mapas de todo tipo, reconocedores de plantas y animales, análisis del agua, acelerómetro, giroscopio, brújula, pulsómetro, barómetro, luz, es sumergible, yo que se… y algunas cuyo nombre leo por primera vez y aún no se para que sirven. No voy a copiar aquí todas las funciones de las dispone, pues sería mejor que pegara las treinta páginas de su libro de instrucciones. Una pasada. Ah y se recarga con luz solar, por supuesto.
Me desperté con una suave melodía y una voz femenina que me indicaba la hora. Mi reloj. Leyó las constantes vitales de  mi cuerpo, recordó mi agenda del día, indicó el itinerario más corto para llegar a mi trabajo, seleccionó las noticias… Mi reloj. Para que seguir. Esto va a revolucionar mi vida y hacerla mucho más feliz, si cabe.
Llegué al trabajo y como no podía ser menos, después de dar los buenos días, reuní a todos y les mostré la maravilla que portaba en mi muñeca. Alucinaron. Los envidiosos volvieron enseguida a su mesa, pero los más entusiastas de la tecnología no hicieron más que mostrarse muy interesados por todo lo que les contaba, ensalzando sus posibilidades.
Estuve varios días estudiando a fondo mi ¿reloj? No debería llamarlo así pues llevarlo en la muñeca izquierda es lo único en que se parecen. Todo lo demás es innovación, tecnología, creatividad, diseño, aplicaciones increíbles para toda clase de necesidades, cosas en las que nunca hubiera pensado, por ejemplo, su buscador de sueños, que no es más ni menos que una pantalla en la que escribiendo una palabra, te carga los vídeos de tus sueños, siempre y cuando, claro, no te lo quites para dormir. Reconoce el estado emocional de tu pareja con su medidor de feromonas, aumenta las capacidades de tus sentidos y así, por ejemplo, ves la realidad a través de su pantalla tal y como lo vería una cámara infrarroja, reconoce tantos olores como un perro, sonidos inaudibles para el ser humano…llego a sentir desasosiego por todo lo que es capaz de hacer. Adela ha dejado de escucharme, aburrida de mis monólogos sobre el aparato.
No me lo quito en todo el día, ni siquiera para ducharme, siempre observando su pantalla, sus reacciones a todo cuando pasa por mi cuerpo y mi entorno. Analiza la composición de mis comidas, aconsejándome en algunos casos sobre el exceso de calorías o la composición química de algunos colorantes. Recomienda cambios en la combinación de mis prendas de vestir. Analiza mis gustos musicales, haciendo recomendaciones y críticas.
Adela me mira rara y ha comentado que estoy cambiando desde que tengo el supercerebloj. Le he puesto este nombre tan feo porque es un cerebro superlativo, hiperbólico.
El domingo, que estuvimos todos los del equipo entrenando juntos, se encargó de marcar recorridos, tiempos y velocidades de todos y cada uno, sus biorritmos, sus necesidades de hidratación y alimentación, sus constantes vitales,…hasta si había posibilidad de lesiones cercanas en alguno de ellos. Alucinaron. No creían posible que aquel regalo que compraron entre todos llegara a ser tan extraordinario. Algunos ponían en duda que con el precio que tenía pudiera ser tan completo.
Eduardo, que es ingeniero de teleco,  me lo pidió prestado para verlo más de cerca, o poderlo tener unos días, probarlo y así comprarse otro si le convencía. En un principio, estuve a punto de quitármelo para que se lo llevara puesto en ese momento, pero, de repente, sentí una punzada en el cerebro que me indicaba que no debía hacerlo. Me había acostumbrado tanto a su presencia y a su ayuda que no podría prescindir de él. Le dije que el lunes se lo llevaría a la oficina, con su caja y su libro de instrucciones.
Aquel día, como venía haciendo desde que me lo regalaron, tampoco me lo quité para dormir, pero durante la noche, en uno de esos momentos en  que no sabes muy bien si estás dormido o despierto, noté una extraña sensación en el brazo izquierdo, una molestia como cuando te pinchan en la vena para un análisis de sangre.
Al día siguiente esa dulce voz que todas las mañanas me despertaba, no venía de algo exterior a mí, no había surcado el aire para llegar a mis oídos, partía del interior de mi cerebro, era mi propia voz interna, un pensamiento, una instrucción, una orden, dada con otra voz diferente a la mía.
Me levanté un tanto extrañado, fui al baño y al mirar mi brazo, comprobé alarmado que la pantalla del supercerebloj, ocupaba todo el antebrazo, había crecido desmesuradamente y, lo más impactante es que estaba bajo una capa de piel transparente, como un cristal de zafiro, formando parte inseparable de mi cuerpo.
No me salió ni un solo grito de alarma, ni un solo movimiento de terror.

La misma voz interna me decía suavemente: Tranquilo, soy yo.

Zapatillas verdes

Cuesta el madrugón. Las mañanas de invierno, en las que el calor que he acumulado bajo las sábanas me atrapa, me resulta muy costoso saltar de la cama y deshacerme de la pereza. Sin embargo, una vez que he superado ese primer freno pegajoso, el fresco, que digo, el frio que me espera en la calle no es un hándicap, sino más bien un aliciente que me impulsa a ajustarme la ropa y lanzarme a correr. La fría sensación en la piel del rostro me reconforta mientras el corazón y los pulmones se van adaptando al ritmo de mis músculos.
Me preparé para salir, me disfracé con las  mejores galas de mi equipo de invierno y me dirigí a mi circuito favorito, a la orilla del río, allá donde el paisaje urbano desaparece y siento, a tramos, que estoy en un medio natural boscoso, casi selvático. La ciudad apenas ha despertado de su sopor y menos aún esa mañana.
La niebla cubría el paisaje, dotaba a los árboles de un aire espectral, de película de terror. Del río diríase que brotaba un denso vaho helado estremeciéndose con las pequeñas ráfagas del frío viento que soplaba de cuando en cuando.
A pesar de ello, me daba un placer especial trotar en aquel escenario, sintiéndome más ligero, más fresco, más dinámico, con más energía. Los guantes y el gorro preservaban las partes de mi cuerpo más sensibles del helado ambiente.
Los habituales, fieles a su entrenamiento corrían a mi lado, me adelantaban, nos saludábamos, nos reíamos con algún comentario sobre un asesino de Londres, sobre este tremendo clima. Después cada uno volvía su ritmo.
Llamó mi atención un corredor que no había visto en otras ocasiones. Me impactó el color de sus zapatillas. Aunque es esto de la ropa y el calzado de los corredores hay modas un tanto extravagantes a las que enseguida te acostumbras, el tono de color de aquellas zapatillas era diferente a todo lo que había visto hasta entonces.
De la persona que las llevaba no sabría decir si era hombre o mujer, joven o viejo, cubierto como estaba por un gorro de lana. Trotaba delante de mí de una manera rítmica y rápida, ligeramente más veloz que yo. La secuencia de sus pasos, subiendo y bajando sus pies, producía, con ese color de las zapatillas, entre azul y verde fosforescente, un arco doble, que llegaba a una línea continua en su trazado, como si desprendieran un fulgor especial, una luz continua, un arco iris en movimiento.
Había visto algunos niños, camino del cole con unas zapatillas que producían con el paso unas lucecitas, pero esto era algo muy diferente,  una sucesión luminosa  como si de una atracción de feria se tratara, una noria velocísima. Me parecía un personaje de dibujos animados en el que el dibujante dispone de unos trazos continuos para dar a entender la velocidad de su carrera.
Ejercía sobre mí un extraño influjo que pronto empecé a notar de manera más potente. No podía dejar de mirarlo y, al mismo tiempo, atrapado por su embrujo, tampoco podía dejar de seguirlo. Adaptado a su ritmo y a su velocidad, me coloqué tras él y seguí su brillante y luminosa estela, abducido por la energía que emanaba del movimiento de sus pies, calzados con esas prendas tan especiales.
Íbamos dejando el paisaje fluvial envuelto en su niebla y ante mí, no ya el paisaje, sino solo niebla, cada vez más espesa, más densa, más impenetrable en su blancor. No sé el tiempo, ni la velocidad, ni la distancia que recorrimos, pero no sentía cansancio, ni el esfuerzo de mi corazón, ni de mis pulmones, iba casi flotando, como impelido por la luz en movimiento que dirigía mis pasos hacia no sé dónde.
Comencé a notar que la distancia que nos separaba iba haciéndose cada vez mayor, aumentando el su velocidad y yo incapaz ya de igualarla con la mía.
Fui perdiendo de vista la estela de aquellas zapatillas, su luz se fue debilitando, difuminándose en la lejanía hasta convertirse en dos pequeñas luciérnagas en movimiento.
Cuando le perdí completamente de vista, comencé a sentir en mis pies una heladora humedad que iba subiendo por mis piernas, mi cintura, mi pecho, mi boca…un gélido líquido que me ahogó.

Quedé cubierto por la negra profundidad del agua del río, para siempre.

La mirada de Martín.

“Al igual que los lobos pueden cambiar el curso de los ríos, las miradas pueden cambiar el curso de las vidas.”
Extrajo de la caja de cartón azul turquesa, el último pañuelo de papel y se restregó los ojos con él. Un cúmulo de kleenex usados y arrugados, yacían esparcidos sobre la superficie del sofá del salón, como livianos icebergs azules flotando en el cálido mar de piel blanca. Llevaba llorando toda la tarde. Y sin noticias de Arturo.
Había abandonado su oficina a las dos y media. Estaba situada en la planta veinte del emblemático edificio de aluminio dorado y cristaleras de espejos, que dominaba, con su imponente aspecto, el final de la avenida más señorial y lujosa de la ciudad.
Al salir por la puerta principal se cruzó con Martín, el conserje que más años llevaba en la empresa, siempre atento a los saludos, a los pequeños detalles de protocolo, tan importantes en una empresa como la suya, dispuesto a colaborar en el transporte de un maletín, en la atención más sutil, en la sumisión, a veces.
Este Martín, pensó Inés, ¡que ladino es!, ¡qué extraño a veces! La verdad es que eso debe de formar parte de su trabajo, porque con tanto imbécil subido al carro de la adulación, él concede el primer y último chute de subordinación. Envanecidos con esa primera dosis acceden a sus respectivos despachos para, desde allí, comenzar a distribuir babas hacia arriba y desprecios hacia abajo.
Siendo ella una mujer que, por su cargo, tenía la obligación de ser muy observadora y sutil en el trato con las altas jerarquías, había conseguido con la experiencia, conocer a fondo el alma humana, averiguando por pequeños gestos y actitudes de los demás, qué eran, qué querían y con qué armas contaban para la lucha en el feroz mundo de los negocios.
Hacía ya tiempo que había salido del hospital con la pierna derecha escayolada, apoyándose en una muleta y dañada, sobre todo, en su autoestima. Se sentía, además,  muy dolida con las actitudes de algunas personas demostradas en el lugar del accidente. Esas miradas despreciativas. Ese desinterés. Estos eran los aspectos derivados de todo lo que pasó que más le preocupaban. Lo de menos eran las semanas de recuperación que le esperaban o el no poder ir al gimnasio, jugar al golf o bailar. Y su trabajo, ¿quién lo iba a hacer ahora? ¿Sonia, su ayudante en la sección? ¿La relevarían del puesto? ¿La pondrían en la calle?
Martín, para ella, era todo un enigma. Bajo esa capa de profesional serio, educado y eficiente, había algo más que no era capaz de vislumbrar, algo en su mirada que ocultaba intenciones y voluntades malignas, como si con esos extraños ojos ambarinos, con su sola mirada felina, pudiera satisfacer sus más bajos instintos o conseguir sus objetivos más malévolos. No terminaba de caerle bien y, diría que ella a él tampoco.
Inés, desde su posición de secretaria personal del director general, dispone de una atalaya perfecta para la observación sistemática y discreta de todos los acontecimientos. Por pequeños que estos sean, en muchas ocasiones suponen cambios que afectan a procesos y a personas de forma radical, alterando procedimientos y resultados y, llevando a empleados a situaciones inesperadas para ellos. Varía el grado  y la calidad de los sucesos, en esa línea que va de lo malo a lo bueno y viceversa.
Para Inés, su estatus en la empresa era una de las mejores cartas que la vida le había puesto en la mano. Le permitía llevar un alto nivel de vida, facilitaba su acceso a información y relaciones inaccesibles para el resto de los mortales y disponía de un cierto nivel de influencia. Sabía demasiadas cosas. Disfrutaba con la certeza de que había cumplido sus objetivos laborales, siendo la envidia de amigas y el orgullo de sus familiares más cercanos. Sin embargo, es posible que esta posición llevara a algunos a la envidia, al rencor o a la desconfianza. Somos así, pensaba.
Sus ojos enrojecidos, deshecho ya por las lágrimas su perfecto maquillaje,  habían perdido el brillo y la luz del intenso negror de su mirada. Producía admiración por su belleza, e intimidación cuando clavaba sus ojos, con tanta  intensidad, que era capaz de generar cualquier emoción, desde el cero al infinito, en la línea amor odio. ¿En qué punto de esa línea estaba ella ahora, si  al leer el sms en su ipad, sabía por experiencia que no tenía ninguna opción, que la decisión que le había comunicado su jefe era irrevocable?
Arturo, su nueva pareja, impecable con su taje gris y compacto como un David de Miguel Ángel, director  financiero de una empresa de la competencia, había dejado su Mazda MX-5, estacionado en la zona del aparcamiento reservado para la empresa a pie de calle. La esperaba haciendo malabares con la llave electrónica de su vehículo entre sus dedos. Al verla salir, empujando los límpidos cristales de la puerta giratoria, espectacular con su Armany negro entallado, subida a unos Jimmy Choo de vértigo, a juego con el bolso de la misma marca, el corazón le dio un latido categórico. Caminaba por la alfombra azul de la entrada, como una supermodelo, sabiéndose observada y admirada por todos, también por Martin que baboseaba a su paso. Arturo  le hizo una señal formando un anillo con el pulgar y el índice.
Emocionado por la espectacular visión de su pareja o quizá obnubilado por el repentino deseo de tenerla en sus brazos, perdió el control de su tarjeta y se le deslizó entre sus dedos, y en una fortuita voltereta el rectángulo de plástico fue a introducirse, como sobre en buzón, en la tapa de alcantarilla adyacente al bordillo. Una de esas tapas rectangulares que tienen varias rendijas paralelas, un enrejado que detiene materiales grandes y deja pasar el agua cuando llueve. Una inoportuna cosa, absurdamente puesta en el lugar inadecuado, en el momento inadecuado.
En ese mismo instante, testigo de lo que estaba pasando frente a ella, Inés perdió la concentración en su improvisada pasarela. Uno de los tacones dejó su verticalidad, para inclinarse peligrosamente y hacerla perder el equilibrio. Dio con su cuerpo en el suelo, partiéndose, con un grito de dolor, algo más que el tacón.
Arturo, siendo testigo de esta terrible escena, no pudo evitar su movimiento instintivo y se agachó rápidamente con la idea de poder alcanzar su preciado objeto,  antes de que fuera imposible recuperarlo. No pudo frenar el fuerte impulso de su mano, que se introdujo en una de las ranuras de la tapa y allí quedó aprisionada.
Junto a  los dos intensos dolores que sintió al unísono, se le unió el de ver a su novia en el suelo, incapaz de levantarse, dolorida y espantada por tanta mala fortuna junta.
Quiso sacar la mano tirando fuertemente hacia arriba, pero estaba tan encajado su  metatarso, que corría el riesgo de dañarse mucho más. En un arrebato de rabia, introdujo la otra mano y consiguió, con sus entrenados músculos de gimnasio, levantar la tapa y llevársela colgada de la mano, presa y preso al tiempo, como una rara especie de raqueta de pádel, al que era tan aficionado.
Martín, que había sido espectador de toda la película, no pudo evitar esbozar una sonrisa cabrona, de esas que trazaba cuando conseguía alguno de sus inconfesables objetivos, aunque eso sí, una vez disfrutado el momento estelar de ambos amantes, se acercó presto a Inés para dedicarle toda la atención de que fuera capaz. Ante todo era un profesional.
Con Inés en el suelo y Martín satisfecho, intentando colaborar en algo para paliar tanto daño previsto, llegó Arturo con su placa colgando de la mano, incapaz siquiera de sacar su móvil para llamar al 112. Se arrodilló ante su novia y la besó en la cara con delicadeza, pero esta le rechazó, increpándole con un insulto. No podía levantarse de donde estaba, ni moverse siquiera. El optó por quedarse ovillado a su lado, con la sucia tapa maloliente soldada a su mano, machacándole los huesos.
Martín miró a ambos desde su posición cenital y sus ojos de ágata brillaron satisfechos con la escena que había sido capaz de generar. Se retiró prudentemente y fue él quien llamó al servicio de emergencia desde la cabina de recepción.
En ese preciso momento salió el director general con parte de los componentes de la junta directiva. Al ver semejante espectáculo a la puerta de uno de los edificios más bellos de la ciudad, esa pareja tirada en la alfombra, ahora manchada por ellos, rodeada por algunas personas que intentaban ayudar, nada menos que su secretaria personal, convertida en un guiñapo lloroso,  medio abrazada a su novio, ridículamente asido a una tapa de alcantarilla, lo consideró un bochornoso espectáculo. Miró con desprecio todo aquello y dio media  vuelta para hacer un guiño cómplice al conserje, ese gesto compartido en tantas situaciones  similares a esta, donde alguien que empezaba a resultar incómodo, merecía algún tipo de castigo.

La ambulancia y los bomberos llegaron a los diez minutos. Recogieron a los dos heridos y atronaron la avenida con sus sirenas. Les siguió la mirada de Martín.