sábado, 28 de mayo de 2016

C.-Por un saquito de monedas.

1.-Los primos Carlos y Fran discutían por una bolsa de monedas que les había regalado su abuela. Carlos se la arrojó a Fran a la cara, con tan mal tino, que voló veloz hacia el hueco de la ventana. Fran, en un intento desesperado por recuperarla, la siguió hasta el asfalto, donde perdió la vida y las monedas que le hubieran correspondido.

2.-Tiró la bolsa al fuego y se guardó las monedas. Cuando se dio cuenta que las monedas eran falsas y lo importante era la bolsa, ya era demasiado tarde.

3.-Pulgarcito fue arrojando monedas de la bolsa, para no perder el camino. Se volvió para comprobar su trabajo y vio como una urraca se estaba atragantando con ellas.

4.-La bolsa o la vida, le dijo el asaltante. El asaltado le lanzó la bolsa abierta y al rodar las monedas por el suelo, aprovechó para huir.

5.-Un hombre muy bien trajeado estaba en la plaza agitando una bolsa con monedas. Se acercó otro hombre, con un abrigo raído, y le preguntó que si se las prestaba, para poder comprarse una casa. El hombre muy bien trajeado le dijo que si, pero a condición de que él le dejara su abrigo y el reloj que llevaba puesto. El segundo hombre le dio su abrigo y su reloj y al doblar la esquina se murió de frío. El hombre bien trajeado fue hacia él. Ahora tenía de nuevo su bolsa, un abrigo y un reloj. Y siguió en la plaza haciendo tintinear las monedas.

6.-El día que hice la primera comunión, me pusieron una bolsa colgando de los pantalones, para que fuera metiendo las monedas que me dieran mis vecinos. Al cabo de un par de horas, se me cayeron los pantalones. ¡Pero yo era rico!

7.-Mi amigo Andrés iba tan contento, un domingo por la mañana, con su bolsita de monedas para comprar cromos. La lanzaba al aire y la recogía, sintiendo el peso de lo que había recolectado en casa de sus familiares. Al pasar por la fachada de las casas del Siete Perras, que eran unas que tenían las ventanas muy bajas, alguien se quedó con ella, asomando la mano desde un dormitorio. Mi amigo Andrés no tenía consuelo.

8.-La cola en la caja del banco llegaba casi a la puerta de la calle. Por fin, a las ocho en punto, el cajero abrió y dio paso a la primera persona de la fila. Era una señora mayor, vestida a la antigua usanza, con faldones hasta los pies, toquilla de lana y pañuelo a la cabeza. Que desea, le dijo el cajero, un poco áspero él. La mujer, sin decir palabra, se bajó la falda, dejando al descubierto el blanquísimo refajo y sobre él una enorme bolsa, repleta de billetes de peseta. El cajero se desmayó.

9.-En el Caso apareció la noticia de la muerte de el Chino. Alguien le había acuchillado a la puerta del prostíbulo que regentaba. El Chino fue vecino mío. Con él aprendí a hacer mis primeros pinitos en el arte del sicario. Una bolsita con unas cuantas monedas y paliza por encargo. Negocio boyante. Ayer me dieron lo suficiente para acabar con mi maestro.

10.-Me dijo mi abuelo, que me daría una bolsa con tantas monedas de dos euros, como micro relatos escribiera. Ahora tengo una bolsita con veinte euros y a mi abuelo contento.



A.- Por un saquito de monedas.

Acabo de ver morir a mi jefe y a mi hermano. Ha sido un accidente de caza. Sus cabezas destrozadas por cartuchos de postas. No puedo decir que esté desolado. No tengo ningún sentimiento hacia ellos. La verdad es que se merecían algo así. O mejor dicho, es de esas veces en las que piensas, que la muerte de alguien es un bien al resto de la humanidad. Puedo demostrar que ha sido un accidente, yo soy incapaz de hacer una cosa así, pero si no me creen, no me importa ir a la cárcel una temporada. Habrá merecido la pena.
Si señor comisario, lo digo sin ningún dolor. Y es que mi vida con él ha sido un suplicio. Fuimos gemelos bivitelinos. Él nació primero y yo tras él, a punto de asfixiarme, con el cordón umbilical enredado en mi cuello. Siempre he creído que fue él quien le dio varias vueltas, mientras compartíamos el útero materno. Fue mas grande y más guapo, llamaba la atención, mientras yo resultaba el patito feo. Era un ser de una maldad innata, y yo el bobalicón. Desde pequeños nuestra relación fue conflictiva, violenta, imposible. Me sometía a toda clase de vejaciones y ruindades. Me trataba como si fuera su esclavo. Tenía que robar el dinero y hasta el tabaco a nuestros padres, para después hacerme confesar mi culpabilidad y recibir yo solo el castigo. Crecí con el terror metido en los tuétanos. Era incapaz de tomar cualquier decisión sin consultar primero con él. Hasta cuando quería salir con alguna chica, el tenía que dar el visto bueno, y después hacía lo posible para quitármela y así volverme a humillar.
Dada nuestra condición de gemelos, yo compartía su ropa, sus libros, el colegio, el instituto, hacía sus tareas, limpiaba su habitación, y aguantaba sus manías. Mi infancia fue un verdadero sufrimiento.
Señor comisario, hasta ahí mi infancia, para que entienda que posición tenía yo en la familia. Ahora le voy a resumir el porqué estoy aquí, sentado en la mesa de los acusados: Mi padre, que en paz descanse, fue albañil. Lo suyo eran las demoliciones. En los cimientos de un viejo caserón en el que estaba trabajando, encontró un féretro blanco con los restos de un bebé momificado. Además del pequeño cadáver, dentro de la cajita había un saquito con veinte monedas de oro. Después del asombro del hallazgo, mi padre se guardó el tesoro e informó a sus superiores del hallazgo de la momia. Se la llevó la policía y nunca más se supo de aquel descubrimiento. Al poco tiempo mi padre sufrió un accidente en la misma obra, de resultas del cual, murió entre tremendos dolores. Aún recuerdo sus aullidos desde el dormitorio y a mi madre intentando calmar su agonía.
No se como, pero mi hermano se enteró de la existencia del saquito de las monedas y supo que mi madre lo guardaba entre la ropa de cama. Una tarde que mi madre no estaba, me lo enseñó y me hizo prometer silencio absoluto, además de jurar que sería para él cuando nuestra madre muriera. Eso sucedió al cabo de un año. Un cáncer de pecho se la llevó en poco tiempo y nosotros nos quedamos huérfanos con apenas quince años . Dejamos el instituto y nos pusimos a trabajar en la misma empresa de demoliciones, en la que había estado mi padre. Una tías pasaron por casa, con la idea de hacerse cargo de nosotros, pero mi hermano se negó en redondo y solos, nos hicimos cargo de la casa y de nuestras vidas.
Pasaron los años. Años duros en los que hubo que hacer de todo y en los que a pesar de las tareas que se nos acumulaban, sentíamos la libertad de ser los únicos dueños de nuestro destino. Bueno, no del todo, ya que mi caso era muy relativo, porque a pesar de que los enfrentamientos con mi hermano fueron a menos, yo seguía siendo el segundo de a bordo. Siempre me llevaba las tareas más ingratas y, a pesar de mis protestas, él seguía haciendo de mi lo que le daba la gana. De la bolsita con las monedas no se volvió a hablar, pero lo cierto es que ya no estaba en el armario bajo las toallas. Yo desconocía su paradero.
Al llegar a la mayoría de edad, por entonces los 21 años, mi hermano se compró una escopeta de caza y se aficionó a ir al monte con un grupo de compañeros de la empresa. Había llegado a hacerse encargado jefe y, dadas sus cualidades de líder inflexible, enseguida se ganó la confianza del dueño de la empresa constructora, otro mala persona como él, que acabó invitándole a las cacerías en sus fincas extremeñas.
A una de esas monterías me invitaron, mas que nada para ser su ayudante, ya que yo no tenía ni idea de como se carga una escopeta.
En el viaje hasta la finca, mi hermano y el jefe fueron hablando de tesoros escondidos y, entre dientes, algo se les escapó del negocio que traían entre manos. Aquella talega con las monedas de oro, era el objeto de su conversación.
En un descanso en la batida de jabalíes, volvieron a hablar abiertamente del tesoro y el jefe se lo reclamó a mi hermano, a cambio de una finca que, al parecer, le había prometido por las monedas. Sin embargo,cuando el jefe ya tenía la bolsa entre sus manos, apuntó con su arma a mi hermano y le amenazó con dispararle si decía algo de lo ocurrido. Quería quedarse con las monedas a cambio de nada. Se retaron y la situación se convirtió en un duelo infame entre ambos, que terminó con dos disparos simultáneos y dos cabezas destrozadas en medio del jaral.

Y yo como testigo de la escena. Me quedé paralizado y al mismo tiempo con una extraña sensación de paz. Y ahora, si me va a preguntar que he hecho con la bolsa de las monedas, he de decirle que la he enterrado. No quiero sufrir su maldición. Y, por supuesto no voy a decir donde. Que descanse en paz, la bolsa y las monedas.   

B.-Por un saquito de monedas.

El señor Ángel era maestro de obras, el único en el barrio que sabía derruir una casa y levantar otra en el mismo solar. Y sin necesidad de arquitecto. Él mismo dibujaba los planos, se los explicaba a los interesados y hale, a construir. La practica totalidad de las casas del barrio las había diseñado y construido él.
Cuando una familia quería hacer una mejora en la casa, le llamaban a él. Bien solo o con ayuda de algún otro albañil que contrataba, era capaz de transformar un dormitorio en una cocina o viceversa.
El señor Ángel tenía unos precios muy ajustados a la economía de las familias del barrio y, por ello, nunca le faltaba tajo. Poco a poco fue aumentando su carga de trabajo y comenzó a contratar a mas personal. Al cabo de unos pocos años, montó una pequeña empresa de construcción con la que fue poblando el barrio de pisos baratos. De esa forma aquella barriada del suburbio, pasó de ser un pueblo de casas bajas unifamiliares, a una aglomeración de calles incoherentes, donde edificios de cuatro pisos o mas, se quitaban el sol unos a otros.
El se construyó un enorme caserón, casi un castillo, a las afueras del barrio y desde él seguía disponiendo de solares y demoliendo edificios ruinosos, que compraba por cuatro duros, para seguir colonizando todo el espacio. Su idea era levantar un nuevo barrio moderno.
A veces, se le veía en el bar, con un pequeño saquito con monedas antiguas y decía: mirad con esto empecé yo a construir este barrio y fijaos todo lo que he conseguido. Muchos de los vecinos llevaban años pagando su vivienda al señor Ángel y el tomar una copa de coñac era un lujo. Le miraban y callaban.

Una noche, desde las ventanas del garaje del lujoso chalé del señor Ángel, comenzaron a salir enormes llamaradas. Todo el barrio despertó y se arremolinó alrededor del enorme incendio, que consumió en poco tiempo toda la propiedad. Poco pudieron hacer los bomberos, al llegar tan tarde y con tan pocos medios. El resto de los vecinos asistió impasible al espectáculo.  

lunes, 23 de mayo de 2016

Los sorprendentes viajes de AZ

Mi nombre es Antonin Zantón, pasajero del diccionario, que, acomodado en los espacios que hay entre las letras, acompaño a las palabras allá donde vayan. Llevo mucho tiempo asido a los bordes de las letras, a sus curvas, rectas y ganchos. He visitado todos los planetas y el espacio que los rodea. Entro y salgo de todos los lugares, conocidos o imaginados, unido a cualquier palabra que me elija como compañero. Atravieso todo lo que va desde lo auténtico a lo onírico, desde lo real a lo imaginado. Me instalo en los espacios donde habitan las palabras y me cuelo en las mentes de todos los lectores. Conozco lo que sienten, todos sus pensamientos, juego con su imaginación, la altero, les hago vivir con intensidad los lugares, los colores, los personajes. Transformo en algo vivo los escenarios y las aventuras. 
Todo empezó una tarde en la que, como me había recomendado mi madre, yo había ido a la biblioteca. No digo que estaba leyendo, porque no me gustaba. Solo obedecía a mi madre, una de esas mujeres que piensan que la lectura, es fundamental para el desarrollo mental de los hijos. En aquel entonces, yo tendría unos ocho años y lo único que me interesaba, era jugar con mis amigos a las películas del oeste, en las praderas cercanas a mi barrio. Pero no, tenía que estar, al menos, dos horas diarias sentado en la biblioteca. Menudo rollo. Sin embargo, aquellas tardes en la biblioteca, cambiaron mi vida.
Las palabras son mis naves, discurro con ellas por coordenadas espacio-temporales, en ellas me acomodo y, con ellas navego entre las olas de un mar infinito. Unido a las personas que las leen, me traslado con ellas en sus viajes, viviendo los hechos mas inverosímiles que ocurrir puedan. Ni siquiera están en los libros que leen. Están en lo que sus neuronas son capaces de visualizar, de sentir, de vivir intensamente. Cada persona transforma el libro que lee en un libro diferente y ahí estoy yo, haciendo de las mías, usando mis viajes, para ayudarles a realizar sus sueños.
Han pasado muchos años desde entonces y aquí sigo, recorriendo los espacios siderales que se abren entre las neuronas, con las moléculas bioquímicas y la energía, que transmiten todo lo que sentimos y pensamos.
Os voy a resumir mis dos primeras aventuras. Necesitaría muchas vidas para escribir el relato de tantos y tantos acontecimientos alucinantes, en los que he estado presente con mi transformación.
Al abrir el primer libro que tomé en mis manos, una corriente de aire me levantó el flequillo. La palabra globo me engulló y me levantó del asiento, haciendo que mi cuerpo, agazapado entre la o y la b, volara ingrávido entre los lectores de la sala. Con ella me introduje por el oído derecho del niño que tenía enfrente y comprobé, como sus neuronas, brillaban de placer. Observaba una enciclopedia de aves exóticas y sus colores le tenían absorto. Yo viajaba casi a la velocidad de la luz, entre destellos de arco iris, mientras el nervio óptico relucía como un cable de oro, haciendo llegar su energía al lóbulo occipital. Animado por mi presencia en el interior de aquella personita, globo y yo, cambiamos sin querer su sensación y el niño comenzó a vivir los colores en tres dimensiones. Notaba como la emoción de aquella sorpresa le cautivó y su corazón comenzó a latir con más fuerza. Animado por mi descubrimiento al azar, seguí toqueteando con el globo. Se activaron las zonas más sensibles de sus hemisferios y el niño, gritó de dolor. Lo siento, le dije, me he equivocado. Salí con mi globo, volando a toda velocidad y abandoné al pequeño lector, dejándolo sumido en tal ensoñación, que le duró el resto de su vida. Más tarde, supe que se había convertido en un famoso pintor, con obra permanente en el Moma de Nueva York.
Mi primera tarde en la biblioteca, empezaba bien.
Al día siguiente, mi madre no tuvo que obligarme a leer. Antes de que abrieran, allí estaba yo.
Tomé otro libro al azar, lo abrí y, de repente noté mi cuerpo acurrucado entre la e y la o de la palabra leona. Sentí el olor acre del animal y el calor asfixiante de la sabana. Solté el libro de un zarpazo y con un tremendo salto nos introdujimos, la palabra y yo, a través de la pupila de una niña rubia, que leía entusiasmada un libro de aventuras, ambientado en plena sabana africana. Me instalé en el fondo de su cerebelo y ella, comenzó a sentir lo que significaba el estar agazapada bajo el alto herbazal, al acecho de algún grupo de herbívoros. Dirigí el agudo sentido de su vista, a los movimientos de una manada de ñus. Su enorme corazón de felino, comenzó a palpitar velozmente. La tremenda tensión de su estómago hambriento, el estrés del primer salto y el descomunal esfuerzo de su musculatura, en la carrera tras la cría mas vulnerable, hicieron el resto. Las manos de la niña, convertidas en potentes garras, se aferraban el cuello de su presa. Sus caninos taladraban la piel. Le llegada de los primeros grumos de sangre caliente, procedente de las carótidas del animal, le dieron el verdadero sabor del triunfo. Qué bien lo pasé aquella tarde, comprobando como la niña, convertida en una gran hembra felina, reina de la selva, luchaba por conseguir la comida para sus crías.
Hoy, aquella jovencísima lectora, es directora de una reserva de leones, en plena selva de Zimbabwe.
No todas las aventuras tienen un final feliz. Muchas de ellas terminan en un borrado involuntario de la memoria, en un accidente trágico o en sentimientos de derrota y ansiedad, de los lectores a los que accedo. Unas veces es fruto de mi intervención y en otras ocasiones dejo operar al azar, ese espécimen supremo, para que haga de las suyas. Pero, en todas las ocasiones, me he sentido el individuo más aventurero de todos cuantos existen, pues vivo todo lo que son mientras usan el lenguaje para leer, soñar, imaginar, crear, vivir. Y eso es mucho. Eso lo es todo.



jueves, 12 de mayo de 2016

Emma y yo


En aquel entonces tendría yo unos doce años. Como mi prima. Mi prima Emma  y yo habíamos nacido el mismo año y, aunque pareciera mentira, teníamos la misma edad. Digo esto, que en sí mismo es una chorrada, porque todos los que nos veían juntos, acababan creyendo que ella era casi mi madre, de lo desarrolladita y mujerona que estaba y de lo chiquitín y escuchimizado que era yo. Las comparaciones son odiosas, pero en aquel entonces, mi prima y yo parecíamos la noche y el día.  A pesar de esto, yo estaba enamorado de mi prima y ella me trataba como si fuera su muñeco de peluche: me achuchaba, me mordisqueaba, me besuqueaba, me daba empujones. Yo era muy feliz, siendo el osito preferido de sus juegos. Lo peor, es que, a veces, se cansaba de mí y me dejaba abandonado en un rincón. Entonces me ponía muy triste. Si mi madre me veía así, venía y me consolaba. Tú no te preocupes, hijo, que ya verás cuando seas mayor, como vas a crecer y tu prima no te va a poder tratar de esa manera. Sí, claro, pero cuando será eso, pensaba yo.
Yo era el típico hijo único, un tanto bobalicón y muy mimado, queriendo hacer siempre lo que  yo quisiera, pero que nunca conseguía, salvo con mi madre. Mi padre, o estaba trabajando, o de pesca. Emma, por el contrario, era la cuarta chica, de una familia de siete hermanos y vivía, junto a sus padres, su abuela y dos hermanas suyas, en un caserón enorme, donde había de todo menos orden  y criterio. Aquello era una deliciosa anarquía, un caos divertidísimo, en el que reinaba la libertad, la creatividad y las ganas de vivir cada momento y cada uno, de acuerdo a sus características. Aquellas tres mujeres, al servicio de su hija y sobrina única, hacían las tareas domésticas, guisaban, arreglaban las ropas de todos los hermanos, que se iban pasando unos a otros, cuidaban de los pequeños, los arreglaban para ir al cole. En definitiva, hacían todo el tremendo trabajo que comportaba una casa como aquella. Mientras, los padres, es decir, la hermana de mi madre y su marido, vivían a su modo. Mi tía Asunción, guapísima y espectacular siempre, era una mujer adelantada a su tiempo, y en aquel entonces, una de las pocas que trabajaba fuera de casa, en una gran empresa. Su marido, empresario de éxito, dueño de una editorial, apenas paraba en casa. Cuando llegaba, se metía en su despacho, la única habitación con llave y a la que solo él tenía acceso,  donde despachaba no se sabía qué y donde también dormía. Yo creo que sus hijos apenas le conocían y con su mujer daba la impresión que se acostó siete veces. Las justas.
Ahora mismo, mi memoria me envía un cajón lleno de imágenes, situaciones, momentos, tardes de sábado y domingos enteros, vividos en aquella mansión y todo aquello me hace sentirme muy feliz, porque, entre otras cosas, yo me desmelenaba junto a mis siete primos, dueños y señores del espacio, del tiempo y de nuestro destino, sin personas mayores represoras, sin normas represivas, con libertad. Nos divertíamos mucho.
Un día, la tía Andrea, la mayor de las tres hermanas sirvientas, apareció muerta en su dormitorio. Llevaba tiempo dando claras señales de que algo no iba bien. Echaba colorante en el arroz con leche, en vez de canela, tiraba las sábanas por la ventana al sacudirlas, se ponía la ropa de las niñas, metía las bandejas en la bañera, en fin, un desastre. A todos los niños nos daba mucha risa y también le hacíamos  bromas, como encerrarla en un armario, esconderle los zapatos en la nevera. Aquello terminó abruptamente, cuando mi madre, a voz en grito, nos prohibió hablar con ella y, desde entonces, la tía Andrea no volvió a salir de su cama, hasta que falleció. Justamente, mi madre y yo estábamos de visita, que era siempre que mi padre estaba de pesca. Ella y mi tía Asunción estaban hablando en el salón, cuando llegaron chillando los mellizos, que eran los más pequeños. La tía Andrea está gritando, vociferaban al unísono. Por una vez, les hicieron caso y al entrar, se encontraron con el famélico cuerpo de la anciana tía, medio desnudo, en el suelo y ya cadáver. Cuando nos enteramos todos los niños, formamos una especie de manifestación por el pasillo, al grito de: la tía Andrea no se menea, la tía Andrea no se menea, la tía Andrea se ha muerto ya. Una juerga, vamos. Al poco, vinieron las fuerzas del orden, que eran las otras dos hermanas sirvientas y nos mandaron a la calle.
La trasladaron al dormitorio más grande de la casa, en el que tenían dispuesta una amplísima cama de matrimonio. Frente a ella había un  gigantesco armario de tres cuerpos, donde, muchas veces, nos metíamos hasta cinco niños, cuando jugábamos al escondite.
Emma me arrastró al dormitorio, en un descuido de las cuatro mujeres que habían comenzado una frenética tarea por toda la casa, y me empujó dentro del armario, con la tía Andrea, como testigo muda, tendida sobre la colcha.
Cerró por dentro las puertas correderas y acurrucados los dos, pudimos observar, a través de las rendijas de las puertas, todo lo que sucedía en el dormitorio.
Al poco, llegaron mi madre y su tía Clara, la abuela de Emma. Comenzaron a desvestir el cuerpo de la tía Andrea, y la amortajaron con el traje que había llevado en la boda de mi madre. Mientras, nosotros asistíamos, con una mezcla de miedo y asco, a todo el proceso. En ese momento, Emma me abrazó con fuerza y comenzó a llevar mis manos a los prohibidos territorios de su cuerpo. Ya no era solo ella la que me achuchaba, si no que llevaba mis manos temblorosas por su piel, bajo su falda, bajo su jersey, sobre el sujetador que ya usaba, bajo las bragas. Ella me conducía y todo era para mí, un ir de sorpresa en sorpresa, un inesperado descubrimiento de todos los rincones que, yo, por entonces, ni siquiera imaginaba que existieran. Allí, en la penumbra del cerrado espacio del armario, Emma y yo, con nuestros doce añitos, estrenábamos la experiencia de ser amantes furtivos. Mientras, al otro lado de las lamas de madera, la tía Andrea, de cuerpo presente, era nuestro testigo inútil.  
A estas alturas, las mujeres de la casa habían terminado su tarea, dejando sola a  la tía Andrea, con sus manitas como la cera, unidas sobre su pecho. Experimenté, quizá, una de mis primeras erecciones y Emma, cuando se dio cuenta, se agarró a  mi pilila, como si fuera una raqueta de tenis y no pude reprimir un grito, que ella ahogó con la otra mano. En ese momento Inma se desasió de mí y se quedó mirando hacia fuera. De repente, dio un grito y salió corriendo del armario. Sin darme tiempo a preguntarle por qué lo hacía, salí tras ella. Entonces me fijé en que las manos resecas de la muerta,  se había separado y caían sobre sus costados. Me acerqué y volví a colocárselas como estaban y no pude reprimir el decirle:
-          Jolín, tía  Andrea, podías haberte quedado quieta. Ahora que empezaba a pasarlo bien.


Día de lluvia


La casa se llena de barro cuando, como en estos días,  no deja de llover, y los perros de los vecinos, junto a sus dueños, no hacen más que entrar y salir y dejan todo hecho un asco, con sus pezuñas manchadas y sus botazas de lluvia. Y sus paraguas escurriendo en el ascensor, en los descansillos y por todos los escalones.
Qué digo yo, que a qué coño tienen que andar saliendo a la calle con  la que está cayendo, con esos bichos que tienen por mascota. Que caguen y meen dentro de la  vivienda, en una bolsa de papel o de lo que sea. O si no, que hagan como la del cuarto A y como yo, que tenemos gatos y se lo hacen todo en casita, en su cajita de arena. O peces, que con esos todo queda en el agua y no hay que sacarlos a nada. Y, ¿qué tal una parejita de canarios, pongamos por caso, en su jaula, tan ricamente?. Pero no, todos los vecinos, excepto Fermina y un servidor,  tienen perros. Qué plaga, por dios. Esta vez no me voy a meter con los ladridos y otras molestias, porque entonces ya me da la pájara.
La verdad que a mí los perros me ponen de los nervios. Es que no los aguanto. Mucho menos en estos días de lluvia y barro. Tengo mi entrada y mi felpudo, con más porquería de la que mi cuerpo y mi conciencia pueden aguantar, así que, creo que ha llegado el momento de que empiece a actuar. No soporto más este estado de cosas.
Es cierto que la escalera nos la hace la rumana una vez por semana (anda, me ha salido un pareado, si es que yo soy muy poeta), pero no es suficiente y con tanto bicho y tanta borrasca de los cojones, esto, a estas alturas de la semana, está como una tolla, que dicen en mi pueblo.
Al lado del ascensor, donde los buzones, justo frente a mi puerta, se forma una, que parece que han pasado cien participantes en una prueba invernal de campo a través. Que digo yo, que si no les da vergüenza el verlo. Si al menos cada uno limpiara lo suyo. Pero no, no, dejarán la escalera marrana, hasta que venga la rumana. Nada, lo dicho, poeta.
Lo primero que voy a hacer es descojonar el ascensor y que suban andando. Así al menos, estará el ascensor limpio. A mí, que vivo en el bajo B, no me afecta. Y que llamen al del mantenimiento, ese que tarda una semana en venir. Y mientras, hale, a patita. Perro arriba, perro abajo. De esta manera, se repartirá el barrito y el agüita por toda la comunidad y no se quedará aquí acumulado, justo en mi puerta. Es donde los perros se sacuden con ese tembleque  centrífugo que les da, llenando de agua hasta las lámparas. El día menos pensado pega un cortocircuito. Del primero para arriba, que se joda to el que viva. Ahí queda eso. Lo siento por Fermina, pero mira, daños colaterales siempre tiene que haber alguno.
Dicho y hecho. He mirado bien que no viniera nadie, para eso mi salón es genial, porque da a la calle. Me he subido en el ascensor, he empezado a moverme este cuerpo que dios me ha dado y ya no funciona. Tiene muy sensible el trigémino ese del equilibrio y se funde enseguida. A mi pisito, de nuevo. Ahora a ver que hacen. Ah, y he recogido el felpudo de mi puerta.
He visto que empiezan a llegar los primeros paseantes y me he puesto a mirar por la mirilla de mi puerta. Ja, ja, ja, qué cabreos. A los perros ya no les da tiempo a sacudirse, y sus dueños ya no pueden rascarse el barro de los zapatos en mi felpudo. Voy a tener una tarde divertida. Los del sexto han sido los mejores, porque tienen tres chuchos de esos que parecen mopas vivientes. Y no veas como se lo han tomado. Pero escaleras les ha tocado. ¡Toma pareado!
Suben todos echando pestes de la compañía del ascensor, del servicio de mantenimiento, del administrador, del presidente y hasta de la señorita esa que sale en la tele, dando el tiempo. Hoy, con este numerito, me pierdo la serie y el documental, pero no me importa. Esto mola fino, como dice mi sobrino. ¡Ja!
A pesar de mis desvelos, siguen dejando restos húmedos por todo el rellano del portal y al lado de mi casa, donde más, porque es justo donde empiezan las escaleras. Así que esa zona, se lleva la peor parte. Algo se me tiene que ocurrir, antes de que no pueda más y saque escoba, recogedor y fregona y empiece como una moto de esas que tiene el ayuntamiento, a recoger la mierda.
Ya lo tengo. Voy a dejar en la calle, al lado del portal, un montón de periódicos, unas cuantas toallas viejas y  bolsas de plástico para que, en plan autoservicio, se hagan su limpieza antes de entrar. Y un cartel en el cristal para que sepan cual es la finalidad de todo eso. Ya está. Hecho. He puesto: “Como el ascensor está estropeado, os dejo estos elementos para que limpiéis vuestro perros y vuestros pies antes de entrar. Por el bien de la escalera, que es el de todos. Gracias. De parte de Juan Horcajo, vuestro vecino del bajo.”
Con eso ya está todo solucionado. Todo resuelto. Me pongo a ver la tele y punto, hasta la hora de la caña. Uf, qué descanso.
Me he quedado dormido en el sofá, como me pasa siempre, pero no me importa, ya había visto los capítulos de las series colombianas y los documentales del león ese que caza mochuelos por la noche. Una ducha y me voy con Fermín, Rafael y Lolo, que son de esos amigos de siempre, ideales para tomar cañas, ir al fútbol, jugar a la petanca, cenar por ahí y poner a parir a to dios, que es lo mejor.
Cuando ya vestido, afeitado, peinado y perfumado, he salido a la calle, me ha dado tal patatús que, menos mal que estaba Fermina y llamó al 112, que si no me muero ahí mismo.
¡¡Todos los vecinos son unos hijos de la gran puta!!. Han dejado el rellano, mi puerta y hasta el ascensor, lleno de bolsas sucias con cacas de todos los colores, barro seco y húmedo, pises, yo que sé, trozos deshilachados de toallas viejas,  ennegrecidos y revueltos, todo tirado por ahí, pelotones de papel de periódico, o sea , un verdadero vertedero.
Y han tenido la gran desfachatez de dejar mi nota con un mensajito: ¡toma Juan Horcajo, un poco de trabajo, y vete ya al carajo!
¡Puag, qué gentuza!,
Y aquí estoy, en urgencias, con mi querida vecina Fermina, que es toda una mujer y me ha acompañado en la ambulancia, porque si no, no sé qué me hubiera pasado. Estamos cogidos de la mano. Será al amor. Será, será.