jueves, 15 de enero de 2015

Grafiosis


 “¿Se han vuelto asesinos los árboles? Como si de una amenaza se cerniera sobre la ciudad, hemos visto que en los últimos días dos ciudadanos han perdido la vida paseando tranquilamente por alguna zona verde” “… el deterioro de la gestión del arbolado y las  zonas verdes ha sido continuo y en los últimos años lamentable” (MS. Octubre 2014.Madrid). Trágica coincidencia: uno de los fallecidos era el padre del jardinero encargado del parque en el que paseaba.

El cuerpo pendía de una soga,  sujeto por un arnés, suspendido de una gruesa rama del olmo más viejo del parque. Vestido con traje negro, camisa y corbata. Calzado. Brazos, piernas, cabeza y corbata colgando, como una extravagante especie de escarabajo. El fresco de la madrugada cubría de rocío el césped que brillaba bajo él.

Se despertó y una vez comprobada su inexplicable situación, gritó pidiendo ayuda, pero nadie a aquellas horas podía prestarle atención e intentó, en un vano esfuerzo,  hacer el péndulo para poder acercarse a alguna rama del árbol y asiéndose de ella poder descolgarse. Le resultó muy difícil, ya que no tenía ningún punto de apoyo. Tuvo que desistir. Desesperado y con una sobredosis de ira en sus venas, se dejó llevar por la situación, comprendiendo que no se iba a caer, pero que tampoco podría  bajarse por sus propios medios. Pasó tanto tiempo allí colgado, que acabó perdiendo el conocimiento.

El barrendero, al levantar la vista del montón de  hojas muertas, se quedó patidifuso. ¿Qué es eso, qué hace ahí ese tío?, hostia, pero si es el concejal de parques y jardines. ¿Cómo coños ha llegado ahí? ¿Quién le habrá dejado colgado? Joder, ¡el móvil!.

Llegaron policías municipales, bomberos y ambulancia. Descolgaron el cuerpo, retiraron arneses, argollas y cuerdas, reanimaron sus constantes vitales y el concejal, por sus propios medios y un tremendo dolor de cabeza, se subió al coche con los policías, que le esperaban firmes y con la mano derecha extendida pegada a  la visera de la gorra.

Ya en el coche policial, camino de su casa, su cabeza daba vueltas sobre las circunstancias que se dieron la pasada noche, intentando recordar el orden de los acontecimientos y las personas con las que se había relacionado. No entendía muy bien lo que había pasado, pero en su fuero interno, ya recobrada la serenidad, tenía la intuición de que podría haber sido drogado (¿más?) en la fiesta de la embajada y alguien, no se le ocurre quiénes, le habrían llevado al parque y colgado de aquella manera tan indigna. Reconoció que quizás se había pasado con el alcohol y la coca, pero otras veces había abusado más y no había perdido el control en ningún momento. Pensó en su novio y el numerito de celos que montó en su despedida, acusándole de infiel. Pensó en la agregada cultural y el encuentro  íntimo que tuvo con ella en su habitación. Recordó al guapísimo tío del servicio de seguridad y su enfado al proponerle hacer un trío con ellos. Rememoró hasta el momento que su chófer le dejó dentro de su casa. Y a partir de ahí, nada.

Comenzó a esbozar la explicación que iba a dar a los compañeros de la corporación, a su jefe de filas en el partido, a su novio,… ¡joder qué marrón!

-Señores, de este incidente, ni palabra. Ni que decir tiene que de informes, nada. ¿Comprendido? Comuníquenselo a sus compañeros y hablen con el jardinero. Ni palabra. Ya me encargo yo.

Llegó a su casa. Conservaba  la llave en el bolsillo del pantalón. Abrió, comprobó el orden de la vivienda, el buen trabajo de Antonia, su empleada de hogar. No viendo nada  extraño, se duchó largamente.

Al salir de la ducha, el móvil rebosaba de mensajes y llamadas perdidas.

Comenzó por el alcalde y presidente de su partido.

-A ver, me importan tres cojones lo que te haya pasado y quien lo haya hecho. No vamos a gastar ni un euro en investigarlo. Además, has tenido suerte de que no se haya partido la rama del árbol, que si no, ahora no lo contabas. ¿Qué se puede esperar con las juergas que te corres? Sabemos la vida que llevas, sabemos lo de anoche en la fiesta de la embajada. Se acabó esta sucesión de escándalos. ¿Cómo vas a pretender que esto no se sepa con la cantidad de testigos que reúnes a tu alrededor? ¿Vas a callarlos a todos? No se puede. En unas horas está aquí la prensa dando por culo. Y los de la oposición, ¿qué? Y encima con la mierda esa de la grafiosis matando viejos por los parques, responsabilidad tuya, ¿recuerdas? Se acabó, joder, se acabó, estoy hasta los huevos de tener que reparar todos tus despropósitos, de justificar lo injustificable. Ni yo, ni el partido nos lo podemos permitir, nos la jugamos en las próximas elecciones y no querrás que te cuente como está el panorama. Ya he hecho bastante por ti, se lo prometí a tu padre que en paz descanse, pero ya he pagado con creces la deuda que tenía con él. Así que ya lo sabes y no voy a retroceder en esto, la dimisión como concejal y la baja en el partido. Tienes suficiente patrimonio, gástatelo en lo que quieras, pero deja de jodernos ya. Ah, y cuando hables en la rueda de prensa, tú eres el único responsable, pides perdón y dimites, por respeto a los votantes y para no hacer daño al partido. Ese es el mensaje, ¿capito? Ah, y cuidadito con intentar revanchas, ¿vale? Adiós.

-Cariño, vete a la porra, no aguanto más tanta humillación en público. Lo de anoche en la embajada ha colmado el vaso, ya te lo dije ayer y hoy, más sereno, te lo repito. ¡Olvídame! Lo nuestro se acabó. Y me importa una mierda que te colgaran de un árbol. Es más, me alegro, necesitabas una lección de humildad. Y claro que yo no he sido, imbécil, ¡cómo se te ocurre!

-Cuando le dejé en casa, usted no estaba en condiciones de salir a ningún sitio. Le dejé tumbado en la cama, vestido, tal y como salió de la fiesta. Apagué las luces, cerré la puerta  y me fui a casa. A esas horas no había nadie en la calle, ni siquiera en la portería. El segurata estaría de ronda.

-No, no se preocupe, ya estaba despierto. Sí señor, ayer me tocó guardia y el parque quedó cerrado a las once, ¿por qué? ¿Qué ha pasado?

-Sí señor, hice mi trabajo de los viernes, limpieza general, como siempre y me fui a casa. No noté nada extraño, pero, ¿está usted bien?

Al terminar sus conversaciones, tomó la determinación de gastar de su patrimonio lo que hiciera falta en una investigación privada y una buena venganza para todos. No soportaba las humillaciones de nadie.

En otro lugar de la ciudad, Antonia cometía el error de enviar un sms a su hermano:

El escarabajo de la grafiosis está patas arriba. Ten cuidado.

Esgrafiado p6m


Dormida aún, con el sueño grabado en su inconsciente, abrió la ventana orientada al este y pudo contemplar, extasiada, la fachada que tenía frente a ella. Observó embelesada el enorme plano vertical de su ciudad soñada.

Una retícula urbana, arte mudéjar y celeste, forjada en simetrías, en reflexiones deslizantes, en giros, la metrópoli imposible, el plano borgiano. El dibujo, hecho de barro y cal, le mostró el trazado de avenidas entrecruzadas, calles, travesías, arterias enlazadas a otras iguales, edificios en forma de estrella de seis puntas unidos a otros seis idénticos, bloques romboidales o  pentagonales, girando en torno a centros desde los que se expande el laberinto y la magia del infinito.

Gozaba del momento con la visión cenital de ese escenario. Allá, donde había sentido el amor, por vez primera aquella noche de estancia en Segovia. Amor eterno en un laberinto de emociones. Sin plano. Para perderse.

domingo, 11 de enero de 2015

Hotel


“Hasta el fondo del mar, hasta las salobres profundidades de la nada, donde no hay cosas ni nunca las habrá. Menos yo. Menos no yo. Menos la eternidad.” Paul Auster. Tombuctú.


Imagen: José Luis Rivero del Campo

Casi había anochecido cuando abandonaron la caravana. No era una romántica caravana en medio del desierto, conducida por los hombres azules y ellos una pareja de enamorados, dispuestos a vivir la aventura de su vida. No, nada de eso. Era el temido atasco que les había tenido retenidos en la autopista. Llevaban desde las cuatro de la tarde encerrados en esa cárcel, rodeados de vehículos de todo tipo, que les impedía moverse en ninguna dirección. Cuatro carriles atiborrados de automóviles. Arcenes atestados con coches varados, niños meando, merendando, mamando. Viejos mareados, asomados a las ventanillas de los coches de sus hijos cabreados. Hombres y mujeres embutidos en un ruidoso cajón del que les resultaba imposible salir.

Hacía dos horas que Javier y Elena habían salido de su lindo pisito en la afueras de la ciudad. Se habían incorporado sin problemas a la autopista de circunvalación y al poco, circulaban ya por la autovía que les llevaría a la playa de sus sueños.

Todo el año pensando en ese momento, haciendo piruetas en sus respectivas empresas, para poder coincidir en la exigua semana de vacaciones anuales y ahora, joder, qué mala suerte, pierden toda la tarde en esta barahúnda de tráfico.

Menos mal que llevaban algo de comer en el maletero, un par de cervezas frías y el móvil y la radio para entretenerse. Con esto y un poco de paciencia, aguantaron medianamente tranquilos hasta que, poco a poco, empezó a despejarse el tapón que les había retenido en el atasco. Se despidieron de sus vecinos con los que acabaron confraternizando en la desgracia, compartiendo los mismos comentarios contra políticos y gestores de la cosa pública.

Perezosamente, se fueron estirando las filas de coches, adquiriendo más velocidad y más fluidez, a medida que iban pasando los kilómetros. La serpiente roja formada por las luces traseras, se fue alargando y desapareciendo entre las curvas y los cambios de rasante de la carretera. En menos de una hora, habían tomado la salida hacia el hotel, al que ya habían llamado, dejando mensaje de su forzada demora.

Somnolientos, condujeron por  el sinuoso recorrido de acceso a la exclusiva cala,  donde estaba ubicado el hotel. Aparcaron, sacaron sus equipajes y se dirigieron a la recepción. Vacía. Nadie por aquí, nadie por allá. Tocaron el timbre del mostrador de recepción. No surgió ningún sonido. Repitieron, pero nada, ni nota. Javier le dio la vuelta y el resorte estaba roto. Se acercaron al bar. Nada, extrañamente solitario.

Pasearon por la planta baja y ni una persona. Sin duda,  un hotel abandonado. Con todas sus luces encendidas, pero desocupado, como un trasatlántico vacío, varado frente a la playa. Un fantasmal inmueble iluminado y en silencio. Empezaron a alarmarse, a temer que algún virus lo hubiera vaciado de clientes y trabajadores, haciéndoles huir del lugar de la catástrofe. ¡Con lo cansados que estaban!

Subieron a la primera planta y comenzaron a llamar en las habitaciones,  recelando por la inexplicable situación que estaban viviendo. Ni un solo cliente. Las puertas cedían, habitaciones con las camas deshechas, otras preparadas para recibir nuevos huéspedes, con objetos personales en la mayoría, como si sus ocupantes hubieran estado allí hacía cinco minutos y algo urgente les hubiera hecho salir huyendo con lo puesto, abandonando sus pertenencias.

Recorrieron las tres plantas del hotel con el mismo resultado en todas. Subieron a la azotea. Descubrieron el restaurante, con su terraza mirando al mar, mesas preparadas para la noche, algunas con bebidas servidas, platos con ensaladas y raciones de pescado, prendas de vestir sobre los sillones, móviles y paquetes de tabaco abandonados. Javier estoy acojonada, vámonos de aquí -dijo Elena- mientras le rodeaba con sus brazos.

Asida a su cuello, miró en dirección al mar y pudo ver cientos de lucecitas en el horizonte nocturno, moviéndose al compás de las olas, balanceándose como mecheros encendidos en un emotivo concierto. Javier, mira, ¿qué es eso?

Lentamente, de manera imperceptible, las lamparillas fueron desapareciendo en la negrura de un mar que parecía amenazarles. Solos en esa recóndita cala, desolados en el  desierto hotel,  se mantuvieron abrazados, temblando de miedo. Vámonos, cielo. No, espera, a ver qué pasa.

Cuando se desvaneció la última vela, agonizante en la absoluta oscuridad, el hotel al completo, de súbito, como si alguien hubiera desactivado el interruptor general, perdió su iluminación y el negror del universo se les vino encima…

(N.B. Deja volar tu imaginación y, a pesar de lo que creas que ocurrió en el hotel, no renuncies por ello a tus vacaciones. La realidad siempre supera a la ficción.)

La Señá Paca


Paca tenía un quiosco en la esquina y siempre que salía de él  a tomar un vaso de vino a la tasca de Manolo, dejaba encerrado a su hijo Ismael, para que no se escapase y atendiera el negocio.

Ismael entonces, sacaba el frasco de gasolina de  rellenar mecheros y se lo aplicaba a la nariz con verdadera delectación. Cuando sentía que su cabeza le empezaba a dar vueltas, lo dejaba y tomaba el último Fotogramas con actrices en traje de baño. No levantaba la vista de él, mientras se sobaba desde el bolsillo del pantalón. Cuando se daba cuenta que nosotros–mocosos metomentodo- estábamos espiándole, nos tiraba lo primero que tenía a mano. A veces caían un par de chicles.

Aquella tarde el señor Anselmo, trataba de llamar la atención de Ismael chiscando el mechero. Agarró el frasco de gasolina y en un movimiento de rabia, largó un chorro de combustible, que se incendió con las chispas saltarinas.

La señora Paca salió del bar con la botella de seltz, intentando mitigar el incendio. Con cubos de agua acudimos todos los demás que rondábamos por allí. Fue inútil, demasiado tarde para cuando pudo abrir la puerta de su negocio.

Turbante blanco


Había dejado atrás la barahúnda que se forma en la línea de salida. Llevaba recorridos unos ocho kilómetros de mi primera carrera por el desierto. Acababa de amanecer y el espectáculo que ofrecía el recién estrenado día era majestuoso. Una luz purísima que parecía originarse en todos los rincones del cielo cegaba todo cuanto existía en la tierra.

Me sentí pleno y dichoso, feliz de estar participando en la carrera más exigente que pueda darse, la más dura y emocionante. Todos los compañeros y amigos con los que había hablado y que ya habían pasado por esta experiencia, coincidían en esas dos palabras: dureza y emoción. La emoción ya la tenía prendida en mi cerebro desde el momento en que decidí inscribirme, eso sí, un tanto entibiada cuando te dicen que tienes que soltar tres  mil euros. Bien es  verdad que la cobertura ofrecida por la empresa organizadora es total y puedes estar seguro que pase lo que pase, tienes un equipo de profesionales a tu disposición para sacarte de cualquier apuro. Tecnología punta en las comunicaciones y vehículos de todo tipo peinan constantemente el recorrido, buenas tiendas para el alojamiento entre una jornada y otra, equipo médico, en fin, que al final piensas que es barato.

La dureza empieza con el peso que tienes que cargar a tus espaldas, pues de las cosas que te exigen es que lleves comida y agua para aguantar tu solito todo el día.

Allá voy junto a otros hombres y mujeres, que como yo están decididos a completar la tremenda travesía de casi trescientos kilómetros entre arenas, dunas, piedras, rocas, polvo y un calor y sequedad en el aire que ya se empieza a hacer notar implacable y despiadado.

Una serpiente multicolor que culebrea por el paisaje al mismo ritmo, que al poco comienza a dilatar su delgado cuerpo en dirección sur, con sus propios sonidos, sus fuerzas recién estrenadas,  el sofoco común de las respiraciones, los acelerados latidos del corazón, el común afán de gloria, las huellas sobre la arena,…

Todo el grupo se va estirando, alargando, separando, deja de ser un organismo compacto para convertirse en un conjunto de minúsculos seres, enanos mínimos en un entorno gigantesco y brutal.

Mis ojos sudorosos dejan de distinguir a los primeros corredores, los de ritmo endiablado, que ya son paisaje, engullidos por los reflejos del implacable sol y la vibración del aire en el suelo.

Voy despacio, calculando mis fuerzas, mis reservas de agua y alimento, controlando en todo momento mi posición en el qps, intentando no perder de vista a los que van delante, aún visibles, fijándome en la respuesta de mi cuerpo, como están respondiendo mis músculos, tendones y articulaciones, como mi boca y nariz empiezan  a sentir la extrema sequedad del aire, se resquebraja la vaselina de mis fosas nasales, el protector labial reseco, la crema solar fijada a la piel con el sudor y el polvo, mi gorra sahariana que no impide que el cuello me arda, el buff al cuello por si hay una tormenta…

Son muchos años los que llevo corriendo, pero jamás en un ambiente tan extremo como el desierto y creo que empiezo a sentirme angustiado  y obsesionado por las condiciones y mi respuesta ante ellas. Creí que podría ir en solitario, pero ahora lamento no haberme incluido en algún grupo, como me recomendaron.

Estoy prácticamente solo. Los compañeros han ido desperdigándose por este paisaje lunar, infinito, siempre distinto y siempre igual, han ido atravesando esta llanura dorada que parece el fondo de un mar al que le hubieran eliminado el agua y la vida toda. Al este una lejana cadena montañosa, al oeste miles de dunas y ante mí un anchísimo pasillo que va estrechándose hacia un desfiladero de rocas rojas.

El calor va en aumento, despiadado e inhumano, siento que el sudor se seca en mi piel antes de brotar de mis poros, taponados por la mezcla de polvo y grasa. Sigo corriendo, avanzando despacio, movido por unas piernas que exigen más sangre que acuda a sus células. Bebo agua de la bolsa de mi mochila, que está como una sopa, saco  mi primera barrita energética y me sabe a gloria, aunque me cuesta tragarla pues hasta la saliva es casi sólida.

Decido parar, pues noto los pies llenos de arena ya que a pesar de los protectores, los granos son tan finos que se cuelan por el más pequeño resquicio. Me siento y me descalzo amparado por la sombra de una roca que ha esculpido el viento  y la arena y compruebo que las temidas ampollas están haciendo aparición.  Al sentarme he tenido un pequeño vahído, como si la cabeza se fuera a un lado, he pensado que es normal en estas condiciones, dado el calor y el esfuerzo y no le he dado más importancia. Tengo que seguir las pautas de mi entrenamiento mental y no obsesionarme con estas respuestas de mi cuerpo.

Tras el concienzudo trabajo sobre mis pies, me incorporo y tengo la sensación, no, es algo más, tengo la certeza de que el paisaje ha cambiado, las rocas no son las mismas, el desfiladero ha desaparecido y tengo ante mí un paisaje volcánico, repleto de afiladas rocas que parecen cadenas montañosas en miniatura, un berrocal, un malpaís infame que no sé cómo voy a cruzar.

Miro el gps y marca mi posición correctamente. No puedo correr en esta superficie infernal. Camino despacio, cuidando donde pongo los pies, pues el riesgo de tropiezo, torcedura o caída es muy alto y no me lo puedo permitir. Estoy en medio de una enorme extensión imposible de superar, el sol me araña la piel y las mucosas; hasta los ojos se resecan a pesar de las gafas protectoras, siento que se me van a cuartear y empiezo a notar mucho cansancio, soledad, angustia, impotencia…pánico.

Tengo que controlar mi cerebro que empieza a alterar la percepción de la realidad o darme por vencido, enviar un sos, lanzar la antorcha, lo que sea. No quisiera sentirme derrotado en el primer día, tengo que ser fuerte.

Ante mí, a unos cincuenta metros, diría yo, distingo, entre la vibración del aire caliente, a otro participante de la carrera y una grata sensación de alivio y pronta salvación me invade. Camina muy despacio, como flotando por encima de estos dientes de tiburón, sin apenas rozarlos. Parece que lleva una chilaba como los habitantes del desierto, una túnica, y en la cabeza un conjunto de vendas, que, movidas por el viento, forman una melena de guedejas blancas.

Un fantasma, una visión, una alucinación, un espejismo. Esto no es un compañero de fatigas de esta extenuante carrera, esto es una distorsionada percepción fruto de mi cerebro agotado.

Grito, doy voces alterado, no sé si a una persona, a un objeto, a un espectro, o a mí mismo, para salir del ensimismamiento y la desesperación.

El personaje se detiene, parece que me ha oído y obediente a mi llamada espera. Me acerco a él con enorme dificultad y se va haciendo más nítido, más evidentes sus ropajes al viento, sus blanquísimos pliegues, su turbante deshecho agitándose, como formado por olas de espuma, ondulando sobre el fondo azulísimo del cielo del desierto.

Llego a su lado y creo estar ante un espantajo con vida propia, que virando sobre sí mismo me muestra su vacío, su ausencia de cuerpo, su abismal oscuridad en el interior de un blanco sudario.

Es tal mi perplejidad que permanezco paralizado, boquiabierto, catatónico. Me parece oír una voz alentadora, una expresión de cuidado, atención, no te hagas daño, con tono maternal y resuelto…

Los médicos y el personal de la organización no se podían explicar cómo había sido capaz de vendarme las rodillas, rotas en mi caída contra las rocas, ni como me mantuve hidratado tanto tiempo, alabaron la buena idea de llevar conmigo un sedoso lienzo y cubrirme con él y, sobre todo,  haber sido capaz de pedir auxilio tan oportunamente.



Todo un héroe.


Imagen creada por José Luis Rivero del Campo