lunes, 24 de octubre de 2016

Modo espera

Yo no acarreo el revólver calibre 38 SPL de 4 pulgadas. No tengo que cargar durante toda la jornada con los 25 cartuchos -6 en el tambor y el resto en la canana. Tampoco llevo las esposas colgadas del ancho cinturón de cuero negro. Ni siquiera el bote de espray con el gas mostaza o la defensa de goma semirrígida de 50 centímetros. Todos los compañeros odian este peso sobre sus caderas, pero saben que es imprescindible asumir esa pesada servidumbre, sobre todo, teniendo en cuenta el aumento de atracos y acciones violentas de todo tipo, a las que tenemos que hacer frente, en estos duros tiempos que nos ha tocado vivir.
Todo el material de defensa lo tengo colgado tras la puerta blindada del cuarto en el que ejerzo mi trabajo. Solo en caso de necesidad tendría que recurrir a todo ello. Si el cabo cree necesarios mis servicios, acudiría a apoyar la acción del grupo para repeler un ataque superior en fuerza. Lo que no puedo olvidar es el walkie-talkie, una herramienta de comunicación indispensable entre nosotros. Mi móvil, por supuesto. La ropa especial anti corte con la que nos dota la empresa y otros elementos imprescindibles en nuestro trabajo, como por ejemplo un silbato potente, que es muy útil para llamar la atención ante un ataque o una emergencia cualquiera.
Es este un pequeño espacio blindado, sin ventanas al exterior. En él desarrollo mi trabajo durante ocho horas seguidas, de lunes a sábado. Dispongo de un sillón, no muy cómodo, no sea que me vaya a dormir. Una pared frente a mí, vestida con doce pantallas planas que me envían imágenes de las zonas más sensibles de la tienda. Recibo la señal de cuatro cámaras por cada una de las dos plantas y otras cuatro repartidas por el exterior de la nave donde está ubicado el negocio. Una mesa con varios teléfonos, un ordenador, material de escritura, auriculares para captar los sonidos del aparcamiento, un micrófono, todas las llaves del edificio, y alguna cosa más. Puedo emitir mensajes a cada guardia, a todos en general, advertir a todo el público de una amenaza o dirigir evacuaciones. Y en caso de emergencia, automatismo total.
Dispongo de una botella de agua y algo para picar. No puedo leer, ni escuchar música, ni ver películas, ni hacer nada que no sea observar todo lo que aparece en las pantallas, detectar algún peligro o elemento extraño y comunicarlo a mis compañeros de planta para que actúen en consecuencia. Todas las imágenes se graban en tiempo real y cada día se guardan los archivos de video que genera cada una de ellas, custodiándolos en nuestra caja de seguridad, por si son necesarios en algún momento. Mi tarea es muy importante, porque puedo llegar a convertirme en el director de las acciones que tengan que ejecutar mis compañeros. Están todos en mis manos, ellos y los posibles atacantes.
De vez en cuando, para romper la monotonía y chequear el sistema, tengo que comunicarme con todos y cada uno de mis compañeros, detectar su nivel de atención y su capacidad de respuesta. Sin horarios prefijados, sin avisos previos.
He descubierto que, con el ordenador al que está conectado todo el sistema puedo hacer determinadas acciones, digamos, no permitidas. Puedo congelar la imagen, rebobinarla, cortar y guardarla en otras carpetas, mezclar imágenes entre sí, colocar a personas donde no estaban, y alguna otra que iré descubriendo. Aquí lo que tengo es mucho tiempo y lo empleo en investigar las posibilidades que el sistema me permite. Sentirme solo es, con mucho, lo peor y no está exento, como dijo el psicólogo de la empresa, de tener alucinaciones, que hay que saber controlar, claro. Yo no creo tener ese problema, al menos por ahora.
Es tanto el tiempo, que cuando salgo y observo la realidad fuera de estas cuatro paredes, me parece que sigo viendo el mundo a través de las pantallas. Mis ojos y mi cerebro se han educado para ello y soy un especialista con alta competencia en mi trabajo. Soy capaz de detectar cualquier movimiento extraño, por pequeño que sea y sentir la necesidad de ponerme en alerta. Un niño que se tropieza, una anciana a la que se le cae el bastón, un perro que olisquea un trozo de pan. Actuaría para evitar situaciones difíciles, rebobinaría para rehacer el pasado. En definitiva que, a veces, aquí metido, me siento dios. Estoy seguro que con el tiempo seré capaz de hacer todo lo que me proponga.
Hoy no es un día en el que haya que extremar las medidas de seguridad o haya que recurrir a la base a solicitar refuerzos. Es lunes y la tienda está tranquila. Pocos clientes deambulan por ella, la música de ambiente es relajante, la tranquilidad está casi garantizada. Pero nunca hay que bajar la guardia.
Desde la cámara dos, que está frente a la puerta de entrada, compruebo que hay una serie de cuatro televisores led curvos de 84 pulgadas, instalados en paralelo y a la misma distancia entre ellos. Me parecen piezas de dominó colocadas como cuando se pretende que empujando a una caigan las demás. La distancia entre ellas creo que es muy escasa, para que el público pueda pasar entre ellas. En fin, los trabajadores de la tienda sabrán lo que se hacen.
En ese momento, advierto como un caballero joven, alto, fuerte, con chaqueta de cuero y pantalón vaquero, de unos veinticinco años y barba a la moda, cruza entre los televisores dos y tres. Se para en medio del pasillo que forman los dos aparatos, se gira hacia el televisor tres y se inclina para observar con detenimiento el sistema de entradas y salidas de que dispone. Al hacerlo, pierde ligeramente el equilibrio y se apoya en el televisor que tiene frente a él. Debido a este efecto el televisor pierde su posición y cae estrepitosamente al suelo. En su caída, choca con el televisor cuatro y por el efecto dominó, lo derriba y su pantalla de negro cristal se parte en mil pedazos. Da dos pasos atrás, alarmado por los hechos provocados, y su espalda choca con el televisor número dos. Cae también, destrozándose su pantalla de plasma. A su vez impulsa al televisor número uno que hace lo propio, con la diferencia de que esta vez, aplasta un cochecito de bebé, en el que se apoyaba el padre de la criatura. La catástrofe ha sido total y el sujeto causante no da crédito a los sucedió. Se lleva las manos a la cabeza y se las pasa por la cara, intentando salir de su asombro. No hay palabras. El padre, fuera de sí, aparta como puede los restos del artefacto de la capota del coche y rescata a su pequeño, acunándolo en sus brazos.
Algo tengo que hacer. Primero congelo la imagen en el momento en que los empleados y, sobre todo, el padre del niño se abalanzan sobre el causante y pretenden agredirlo. No debo consentirlo. Rebobino hasta el segundo antes en que el causante hace entrada en el pasillo de los televisores. Salgo de cabina y bajo a actuar sobre los hechos. Me espera trabajo para poder modificar sus posiciones y reconducir el presente a una aposición de normalidad. En cuanto lo tenga reubicado todo el escenario, vuelvo y reinicio el sistema. Nada habrá sucedido. Listo.
(Agente observador abandona cabina. SAT-537 toma el control total. Agente observador salió sin cinturón de herramientas. Olvidadas llaves de cabina sobre la mesa. Alarma grado naranja. Comienza el protocolo. Sirenas de emergencia activadas. Luces de emergencia activadas. Seres vivos paralizados. Cerrando mamparas metálicas de seguridad externas. Generando nebulosa de invisibilidad. Abriendo sistemas refrigeradores. Sistema antincendios y antirrobo en marcha. Activada llamada servicios de emergencia. Entro en modo espera.)


domingo, 16 de octubre de 2016

Resistir es la clave


-Yo lo tengo muy claro. Me quedo. ¡Suerte Frank ¡ -dijo George, mientras abrazaba a su vecino.  
A lo largo de su vida, varios huracanes habían destrozado su casa en la población de Princeville en el condado de Edgecombe, Carolina del Norte. Hicieron que el rio Tar se saliera de su cauce y arrastrara todo lo que se encontraba a su paso, incluidos los autos y sus ocupantes. De esta forma, debido al reciente huracán Matthew, han fallecido veinticuatro personas, al no poder abandonar sus coches, impelidos por las corrientes de los ríos desbordados. Fueron sus víctimas aquellos convecinos que se empeñaron en querer evacuar cuando ya era tarde. Desoyeron los consejos de la diligente policía, que llevaba días avisando de la peligrosidad de tanta energía destructora, generada por semejante fenómeno atmosférico.
Se refugió en su veterana ranchera Buick electra 455, Oso, como él la llamaba, un dinosaurio automovilístico de los setenta de la industria de Detroit, cortado por el mismo patrón de los coches americanos de la época: a hachazos y con motores de autobús. Un verdadero coloso que no salía del garaje desde hacía quince años y que le había servido como refugio, para hacer frente al empuje de tantos huracanes. Siempre había resistido los envites del agua inundando la casa. El coche nunca se había movido de su sitio. George lo tenía preparado con toda clase de comodidades y repuestos, para aguantar una semana sin salir de él. Un verdadero búnquer, capaz de resistir un ataque de la aviación enemiga. Como excombatiente de la guerra de Vietnam, su dueño estaba entrenado para cualquier contingencia.
-George, esta vez va a ser peor. El jodido Matthew viene fuerte. Lo va a derribar todo. Vámonos, ya no tienes edad para aguantar esto tu solo. –le aconsejó su vecino Frank.
Pero él se mantuvo fiel a su experiencia y a su Oso. Fiel a sí mismo.
Pero tampoco Oso estaba de acuerdo y cuando le vio entrar renqueando, cargado de bolsas con víveres, mantas, radio, linterna y demás achiperres para sobrevivir, pensó que el viejo George iba a iniciar su último viaje. El mismo notaba en sus anticuados aceros oxidados, en su motor inactivo desde hace años y en la ajada tapicería de sus asientos, el temido paso del tiempo. Juntos habían vivido muchas peripecias, en sus emocionantes viajes por las infinitas carreteras de su inmenso país, de este a oeste y de norte a sur. Habían resistido la tremenda presión del agua hasta media puerta, inundado el motor, embarrada la carrocería y los cristales. Aguantando ambos, como dos héroes modernos, la fuerza destructora de la naturaleza, que un año tras otro, remachaba con otro puñetazo el mismo rostro tumefacto.
- Resistir es la clave, viejo George, pero todo tiene un límite. Tú y yo, no tenemos fuerza para lo que se nos viene encima, no seas terco.
Pero George no le oyó.
Esta vez, Oso no pudo aguantar la tromba de agua y lodo que, alzando una montaña de ramas y restos de otras viviendas, entró como un monstruo por la parte trasera del garaje y con el empuje de un misil, lanzó a los dos compañeros al otro lado de la calle, convertida en una torrentera salvaje que les volteó, tragó y digirió, como un niño su sorbete de piña.
Allá van los dos, auto y hombre, sumergidos en un remolino inmenso, viviendo sus últimos momentos juntos.
Mientras tanto, de las agrietadas paredes de la vivienda, convertida ahora en un amasijo de maderas, muebles y restos humanos de toda clase, salen en tromba las inalterables cucarachas. Seres que llevan ocupando la tierra desde hace millones de años. Como un ejército desquiciado y sin control, se dejan llevar por las turbulentas aguas que las trasladan a otros lugares, donde encontrarán nuevo acomodo y nuevas despensas en las que alimentarse.
-Eh, amigas, esto sí que es divertido. Agua y más agua. Alimento entre las olas para muchos años. En cuanto baje el nivel, cualquier sitio será bueno para nosotras. Mientras, disfrutad del surf. Resistir es la clave.










lunes, 10 de octubre de 2016

¿Es esto literatura?

El poeta estrella se demoraba. Antoine estaba muy tenso. Presentaba al vate más premiado del país. Su pulso, como el de un poeta enamorado. Su garganta, desfallecida, reseca por la espera. Tomó un caramelo. Apareció el maestro. Impresionado, Antoine se atragantó mortalmente. El poeta le consagró con un soneto póstumo.


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 El grupo poético seguía atrapado en la autopista. Ángel, único organizador, miraba su reloj, mordisqueaba el bolígrafo. Miró al público y unos hermosos ojos aferraron su alma. Llegaron los poetas retrasados. Ángel, como ausente, abandonó el escenario y, tomando la mano de la bella asistente, voló, amarrado por su mirada.



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El encuentro literario comenzaba a las cinco. Para Arturo, con su primer poemario, la situación le generaba una insoportable ansiedad. En la puerta no había nadie. Observó su reloj.  En las agujas, las seis menos cuarto; en la ventanita, el número ocho. Miró el programa del tablón de anuncios. Día siete.


Con un solo dedo

El ordenador, yace sobre la mesa como un rasillón negro, una caja de zapatillas planas, un estuche de bombones, un simulacro de féretro ultraplano para cenizas electrónicas. A veces, hasta me da miedo. No puedo evitar asociarlo a mis pesadas tareas laborales y lo miro con mucho recelo. No me gusta, me da repelús. Lo observo desde lejos y paso de él. Me abandono a la facilidad del móvil, más pequeño, menos pesado, más versátil y con el que guardo una relación amorosa intensa. Ni que decir tiene que es el medio que me pone en contacto con todo el mundo. Me pone, sencillamente. ¡Qué gran invento! No entiendo cómo he podido tener vida antes de conocerlo. Lo deposito suavemente en el cuenco de mi mano izquierda y deslizo el dedo índice de la derecha por su lustrosa pantalla negra. ¡Qué suavidad! Me emociona el primer destello que me envía desde lo más hondo de su corazón tecnológico. Miro extasiado los nueve puntos de seguridad, en los que trazo con mi dedo el dibujo del patrón. Con su proverbial rapidez se abre la siguiente pantalla. Es mi escritorio, donde dispongo de todas las aplicaciones imprescindibles para mi vida. Si lo deseo, puedo ponerme en contacto con la chica de mis sueños o leer las noticias del día o trazar el recorrido de mi próximo viaje o controlar como de lleno está mi frigorífico. Una gloria. Solo con los pulgares escribo todo cuanto quiero. ¡Dos dedos¡ Solo dos dedos o, a veces, ni eso, con uno es suficiente. Un solo dedo para acceder a todo el universo real o imaginario. Es ese momento, repentinamente mi memoria me traslada vertiginosa a mi infancia.
“La escritura a máquina constituye una parte importante de tu formación, mi querido sobrino. Actualmente el que no sabe escribir a máquina es considerado un analfabeto funcional, es decir, que a pesar de saber leer, escribir y las cuatro reglas básicas, no puede desenvolverse en la vida con desenvoltura suficiente para ser considerado una persona de éxito en este mundo tan competitivo y, al mismo tiempo con tantas oportunidades para las personas que se preparan en la lucha por la vida. Así que, mi querido sobrino, me complace decirte que en estos momentos, vas a iniciar las clases de mecanografía en la afamada academia, la tecla mágica, que dirige mi compañero del banco Arsenio Mastrepa. Él te conducirá por la senda del conocimiento de esta maravillosa arquitectura que es la máquina de escribir, un ingenio diseñado por ingenieros de mente genial y fecunda y que han dado a los seres humanos, la posibilidad de tener entre sus manos el que sea posible desembarazarse del lápiz, y así ofrecer los escritos de manera legible y rápida. Un invento milagroso, diría yo. Es pues el momento de que accedas a esta técnica que yo, como tu tío, hermano amantísimo de tu madre que soy, te voy a financiar como regalo a tu inteligencia y para que se te abran las puertas del futuro, como te abro ahora mismo las puertas de la academia”
“Con un movimiento rápido y firme -nos dice Don Arsenio-golpeen la tecla A con el meñique de la mano izquierda. Mantengan los demás dedos de ambas manos sobre sus correspondientes teclas guías, haciendo descansar suavemente los dos pulgares sobre la barra espaciadora. Con el dedo anular de la mano izquierda golpeen la s, con el del medio la d y con el índice la f. Con el meñique de la mano derecha golpeen la ñ. Golpeen la l con el anular de la derecha, la k con el medio, y la j con el índice”
Joder, Alberto, mira lo que me ha pasado, me grita mi amigo Federico, que tengo a mi derecha, afanado como yo en el aprendizaje mecanográfico. ¡Se me ha quedado el dedo entre las teclas y no lo puedo sacar!. Tira, coño, le digo. Él tira, pero el dedo no sale y como es tan bruto, casi arrastra la máquina tras él. Se queja de dolor. Llamo a don Arsenio y el profe, que no tiene un procedimiento para sacar el dedo, de entre la estructura metálica de palancas y remaches, no quiere tampoco forzarlo y quedarse con un alumno que no pueda apretar la j la u o la h. O lo que es peor, que rompa la máquina. Así que me envía a que avise al padre de mi amigo, que tiene el taxi aparcado justo frente a la academia. Sube el señor Paco. Entre los tres no pueden extraer el dedo que ha ido aumentando de tamaño y cambiando de color, casi como una berenjena. Deciden llevarlo al parque de bomberos que está al lado. Ellos son expertos en liberar a las gentes de situaciones complicadas. Allá fuimos todos, alumnos y profesores, con don Arsenio y el señor Paco sujetando la máquina y el Fede con su dedo berenjena entre las teclas h  u  y.

Eso con el móvil no pasa. Aunque hoy he leído en mi servidor de noticias, que a un señor, en un avión, se le incendió el móvil sansung note 7, que llevaba en el bolsillo. Nada es perfecto.