martes, 24 de marzo de 2015

Auriculares azules

Salí a correr como todas las tardes. El mismo paisaje, las mismas gentes, las mismas zapatillas. Diez kilómetros que en días como estos me resultaban monótonos, pero que con un poco más de velocidad, cambiando el ritmo lograba hacer más intensos y vibrantes. Llegar a casa, ducharme, hidratarme y sentarme a cenar me resultaba muy placentero. Es la recompensa de la carrera. Tras el sudor, la alegría del cuerpo recuperado, recompensado por sus endorfinas.
De vuelta a mi casa, pasé por el esqueleto de cemento dela  urbanización abandonada por la crisis de la construcción y vi unos auriculares azules que pendían de su valla metálica. Me llamó poderosamente la atención su vibrante color metalizado y el sencillo nudo que los sujetaba al alambre, la simetría que formaba la disposición de los cables y las pequeñas esferas de silicona blanca. Pensé que un buen ciudadano, al haberlos encontrado, los habría colgado allí, como cuando se dejan prendas de vestir en papeleras, farolas o bancos de la calle, por si la persona que las perdió pasa de nuevo y puede recuperarlas.
Dos ideas contradictorias se me cruzaron por la mente al mismo tiempo: dejarlos para que su legítimo dueño los recogiera o, ¿por qué no?, llevármelos yo. A fin de cuentas era algo que estaba  en la calle, vaya usted a saber si el dueño ya los había dado por perdidos definitivamente y que contra, cualquier otro podría llevárselos. Con una pizca de mala conciencia deshice el nudo y, mirando a un lado y a otro, me los guardé en el bolso trasero de mi camiseta.
Estaba a punto de poner la lavadora, cuando reparé en que los auriculares, de los que me había olvidado, seguían en la camiseta. Los saqué y comprobé su funcionamiento con la música que en ese momento tenía en el móvil. No tenían marca comercial conocida, pero funcionaban muy bien, con un sonido estéreo perfecto, nítido, sensacional. Se ajustaban perfectamente al hueco de mis, cosa que no suele sucederme fácilmente. Así que me los dejé puestos mientras cenaba, escuchando las noticias, encantado con mi hallazgo.
Terminan las noticias y sin que yo haya movido el dial, cambia súbitamente de emisora y me invade un tremendo sonido desconocido, con un tono y volumen tan altos, que casi me hace perder el conocimiento. Una especie de pitido sideral que me funde el tímpano y deja mis neuronas reventadas. Pasan unos segundos, se termina el sonido y comienzo a sentir una intensa relajación acompañada de un profundo silencio.
Joder! ¿Qué es esto? me digo a mí mismo, aturdido y temeroso, tratando al mismo tiempo de retirarme los auriculares. No puedo, están pegados a mi piel y al insistir parece que las orejas se me van a desprender de la cabeza. Lo intento de nuevo, pero tengo que desistir al darme cuenta  de que es imposible despegarlos de donde están.  Comienzo a ponerme muy nervioso, incómodo, con verdadero miedo ya, pero, al igual que antes, súbitamente, cede este cúmulo de sensaciones altamente desagradables y comienzo a percibir un suave murmullo en mi cerebro y un agradable calor que me invade todo el cuerpo. Parece como si una inyección de anestesia previa a una intervención quirúrgica estuviera haciendo efecto y, al igual que si estuviera en un quirófano, caigo en un profundo sopor.
Al despertarme los auriculares yacen a mi lado, desprendido por si solos. No hay perplejidad, no hay asombro, no hay dudas, no tengo necesidad de hacerme ninguna pregunta. Ya lo entiendo todo. Con una lucidez inconmensurable, inalcanzable para cualquier ser humano, situado a un nivel de percepción y conocimiento desconocidos, siento que todo lo que me rodea, desde el televisor hasta el móvil, los muebles de mi apartamento o la fruta que está en el  cesta de mimbre, como pertenecientes a un época miles de años anterior a la que me encuentro, como si fuera viajero y testigo del futuro que ha llegado de su tiempo para  una misión de estudio arqueológico. Y he dejado de ser el yo que fui. Mi ser no responde más que a órdenes que no surgen voluntaria y libremente de mí. Todo lo que miro, observo, toco, analizo, escucho lo hago impelido por una energía proveniente de una conexión lejana, cósmica, que dictamina mis pensamientos y gobierna mis actos. No son  mis sentidos los que captan la realidad, me siento como parte de un sistema interconectado, como una neurona que recibe señales,  órdenes, que transmite o ejecuta. De esta manera, todo lo que me rodea, pasa a mí en forma de un extraño código que desmaterializa los objetos y los convierte en algo virtual, inaprensible, utilizándome como plataforma de lanzamiento hacia otras dimensiones, de las que también formo parte.
Me invade una actividad frenética que ni para ni cansa, veloz y estática al mismo tiempo. Sin embargo, queda en mí un pequeño resto de autoconciencia que me hace ser capaz, aún, de verme como el yo que era y sentir que este nuevo estado me succiona y transborda a su forma de fluido, desintegrándome y, al mismo tiempo, manteniendo mi cuerpo físico. Como si de repente me hubiera desconectado, caigo en un profundo sopor.
Me despierta el timbre de la puerta.
El empleado de correos me saluda desde el otro lado de la puerta, me entrega un paquete y me hace firmar en su libro de registro, le doy las gracias y cierro tras de mí.
Abro la caja y en ella, metidos en sus bolsas individuales, hay decenas de auriculares azules que debo ir anudando, simple y simétricamente en cualquier elemento del paisaje urbano de mi  ciudad, para que mis conciudadanos los recojan y puedan, al igual que yo, sentir que no se pertenecen.

Imagen: José Luis Rivero del Campo