viernes, 26 de junio de 2015

vi-novi-no

Un sueño que se convierte en vino (anuncio en El País del vino Campillo. Rioja)
Solía tomar vino solo con las comidas. Abría la botella con parsimonia, introducía el helicoide metálico en el corcho. Éste lo admitía en el interior de su cuerpo, con esa calma que tienen las plantas, para aceptar todos las deterioros y menoscabos que el resto de los seres vivos acostumbran a infringirles, en aras de su propia supervivencia y a sabiendas de que son ellas y solo ellas las que soportan con su trabajo la vida del resto de los seres que pueblan el planeta. No sabemos si la piel del alcornoque soporta algún tipo de sensación dolorosa en ese terrible trance, al ser atacada y abierta en canal con un arma tan punzante y terrible como es el sacacorchos, que usada en las carnes de otros seres, provocaría la cancelación de  su relación con la realidad, pasando a un estado donde las percepciones se anulan y así evitar el aterrador dolor. 

Estaba dormido y tenía un sueño de vino o era aquel uno de los objetivos de su vida y lo convirtió en vino. 

Modos de matar a H.

1.-Hoy se me ha ocurrido usar una navaja y cortarle el cuello de un tajo mientras come.
Me he acercado a una tienda especializada en artículos para cazadores que hay cerca de la plaza y allí, rodeado de cosas que para mí son inservibles, no he dejado de observar el muestrario de chismes y ropas diversas que se fabrican y venden, para practicar ese deporte. También me rondaba la idea de que el ser humano ha sido cazador desde la noche de los tiempos y que llevamos ese gen anclado en nuestro cerebro. La cuestión es cómo algunos nos sentimos tan lejos de esa actitud cazadora. Atajo cobardes, dirá más de un cazador. No sé. También pensaba que siendo así como soy de cobarde, como es posible que me plantee la posibilidad de matar a H con un cuchillo de cazador, si en mi vida los he usado. No sé, otro enigma. Algún día tendré que explicarme a mí mismo, cómo he llegado a ese nivel de odio hacia H, que me hace pensar en estas barbaridades. Lo cierto es que no puedo más y tras ver una peli donde los profesionales del crimen rebanan cuello con una facilidad pasmosa, me he decidido a usar ese método.
Ni corto ni perezoso, me he comprado un cuchillo de cazador. Me ha parecido un poco caro –he pagado 136 € - pero me ha convencido su tamaño -18 centímetros  de hoja- suficiente para atravesar las costillas hasta el corazón, las cachas de madera de palo de rosa-bubinga –en mi puta vida he oído eso y me enteré después que se usa para hacer las gaitas-, que es enterizo, que parece muy fuerte y sobre todo, que corta el papel en el aire, con una suavidad que me dejó alelado. Ah, también tiene funda de cuero, el acero inoxidable es C75, el protector de la mano y el pomo de alpaca. Toda una suerte de términos que iba soltando el muchacho con una profesionalidad que me convenció.
Lo cogí entre mis manos –prometo que es la primera vez que tomo entre mis manos semejante arma blanca- y va el chaval de la tienda y me dice que es el ideal para dar un pico de remate a un jabalí, por ejemplo, y yo alucinando conmigo mismo al pensar que en mi vida he visto un jabalí, salvo en foto, que no sé lo que es un pico y menos aún de remate. Dándoles vueltas rápidas en mi mente, me imaginé a mí mismo vestido con ropa de camuflaje, la escopeta –o se dice el fusil, no se- en una mano –o debajo del brazo, o colgada al hombro, o sobre la espalda, no se- y en la otra el cuchillo, fuertemente sujeto.  Veo un jabalí medio muerto, tirado en el suelo, sangrando y chillando, mirándome con cara de mala hostia, o con mucho odio, por haberle disparado y que espera ahí a que yo le dé el pico de remate con mi cuchillo.
Veo todo esto mientras me envuelve la caja del cuchillo que es la hostia según el comerciante y antes de pagar le pregunto por las linternas. Claro, como no, ahora mismo. He cambiado el cuchillo por una linterna, algo más barata. No me siento preparado aún para usar un cuchillo de caza. Tiene algunos inconvenientes.
Durante la noche, mientras H dormía, me he acercado a su habitación para comprobar el funcionamiento de la linterna. Le he visto tan dormido, que he lamentado no haber traído también el cuchillo táctico.

-¿Qué haces? ¡Apaga esa puta linterna, gilipollas!.

Sentidos sobre la mesa

(Entrar en el cerebro de la oficiante y del acólito en esa búsqueda del placer a través de todos los sentidos en contacto con los cuerpos. Que pasa en ellos, que recuerdan, que imágenes tienen, que deseos se les producen, que reacciones corporales, etc.)
La estación de tren está muy cerca de la casa a la que Ernesto iba por primera vez. Bajó del vagón con una mezcla de deseo, incertidumbre, sentimiento de culpa y miedo. Las emociones más frecuentes que suelen confluir en aventuras adúlteras. No era este su caso, él estaba soltero y sin compromiso, pero no obstante, las experiencias previas que había tenido, muy dado él al fracaso sentimental, no le habían enseñado cual debería de ser el modo correcto de encarar este tipo de situaciones. Las diarias conversaciones con su madre, si acaso, le hacían sentirse aún más culpable, por la presencia constante en su interior del mensaje que ella grabó a fuego en su niñez y que recuerda a todas horas: hijo, estás en pecado.
Pecado, pero qué pecado, ni que ocho cuartos, se decía a sí mismo. En qué siglo vivimos, mamá. Lo único que quiero es conocer a una buena chica y casarme. Eso no puede ser pecado. Y en el matrimonio está el sexo, claro. Dirás el pecado, hijo, el pecado.
Era un poco pronto para la cita, así que decidió tomar un café en el bar de la estación. Un cortado, un cortadito? -le preguntó el camarero con ese retintín que usan algunos de ellos con tono ridículo- Si, por favor, con leche fría que tengo prisa. Se lo tomó de un sorbo y no le gustó demasiado, porque estaba caliente, fuerte y con posos arenosos. En un cuaderno diario llevaba escrita desde hacía años una relación de cafeterías y bares ordenados por la calidad del cortado y del servicio. Pondría el bar de la estación en la lista negra. Pagó y fue a lavarse los dientes, por aquello de las manchas y del aliento, que su madre le recordaba siempre. Esto le eliminaba rápidamente el regusto del café, pero en este caso, era preferible no retenerlo demasiado tiempo en la boca.  Entró en los servicios de la estación, poco frecuentados a esa hora. Mientras doblaba su espalda ante el grifo, para acercarse el agua con la palma de la mano y aclararse, alguien rozó su culo con algo duro y no pidió perdón. No le dio importancia y salió a la calle.
Caminó bajo un sol abrasador, cruzando entre los coches del aparcamiento de la estación, intentando saltar entre las sombras de los pequeños cinamomos que adornaban temerosos el ardiente solar.
Llegó frente al portal, comprobó el número y se acercó al cuadrante de timbres que estaba a la izquierda de la puerta. No se acordaba muy bien del piso y letra que le había dicho ella, así que para estar seguro, sacó su móvil y miró en la aplicación de notas: 2ºb. Tocó tímidamente una vez, acercó el oído, pero no se percibía ningún ruido procedente del otro lado. Antes de tocar de nuevo, un ligero chirrido llegó desde el pequeño altavoz y la cerradura emitió un chasquido que indicaba el movimiento del pasador. Empujó y pasó dentro. Él, como siempre y en todo lo que hacía,  había sido muy puntual y ella, a sabiendas de esa característica suya, había abierto la puerta sin preguntar siquiera de quien se trataba.
Algo que a él nunca se le volvería a ocurrir hacer, ya que en una ocasión, estando solo, ya adolescente, abrió la puerta sin preguntar y se le presentó  en casa una pareja de vendedores de enciclopedias, que le pidieron un vaso de agua. Cuando llegaba con él de la cocina, ambos estaban enzarzados en algo más que un beso con lengua, allí mismo, en el sofá donde se sienta su madre a ver la tele. Se asustó tanto, viendo alguna teta fuera,  que se le cayó el vaso en el suelo del parqué y la calentorra pareja abandonó con prisa la vivienda. Se cruzaron con su madre que ya estaba en la puerta y aunque no vio nada de lo ocurrido, sí que intuyó que algo raro había pasado. Tenían toda la pinta de estar en pecado, dijo. Ernesto recogió el agua y los cristales, con tan mala suerte que se cortó en un dedo. Estuvo varias semanas soñando con tetas, dedos ensangrentados y agua derramada en cuerpos desnudos. En pecado total.
El portal era amplio, oscuro, decorado con una mesa y dos sillas de madera, ennegrecidas con betún y claveteado el falso cuero del asiento con tachuelas negras, del llamado estilo castellano. De una pared colgaba un espejo de marco del mismo estilo, donde Ernesto echó un vistazo a su imagen y se dio un poco de pena. Aquella entrada le recordó al hostal en el que se alojó en el último viaje que hizo con su madre a Medina del Campo, de donde era originaria. Viaje del que volvieron echando pestes de toda la familia, que en nada habían valorado el esfuerzo que habían hecho al ir a verlos desde Madrid. Y en tren. Todos ellos, les dejaron solos y se fueron a ver el festival de recortadores que había en la plaza de toros aquel día. Un fiasco para él, pues entre los objetivos del viaje estaba el conocer a Silvia, la hija de un sobrino de su madre, que al parecer estaba interesada en entablar amistad con fines serios. La niña no estaba mal, ataviada con el uniforme de la peña, la camiseta ajustada, el pantalón escueto, la gorra mínima, las gafas de sol como platos de café. Y seguro, que en pecado. Estuvo una semana soñando con toros y vacas vestidos con el atavío de su lejana prima Silvia, que hacía de recortadora, desnuda, en una plaza llena de jóvenes vociferando.
Aquel espejo reflejaba su aspecto, especialmente cuidado para la cita más importante de sus últimos dos años, desde que le dejó Ana a la puerta de un teatro, aquella noche en la que él celebraba su treinta cumpleaños y era la ocasión propicia para  declararle su amor y proponerla el matrimonio. Le costó superarlo, pero su parca memoria para estas cosas, junto a la hermosa capacidad de no ser rencoroso, le ayudaba a enfrentar esos momentos amargos. Como cuando se quedó mirando a Ana abandonando la fila de entrada al espectáculo, tras su último novio, que la besó delante de él y se la llevó abrazada hasta el coche que había dejado encaramado en la acera, con los cuatro intermitentes palpitan tesde luz amarilla. Perdona tío, le dijo el exnovio que había dejado de serlo allí mismo, pero yo estaba primero. Para qué discutir con un armario.
Pudo revender la entrada y rió con la comedia. A pesar de todo, la vida sigue. Las chicas que le compraron la entrada le invitaron a tomar una copa para agradecérselo y hacerle olvidar lo malas que son algunas mujeres, según ellas. No se lo contó a su madre, porque ya sabía que todas ellas estaban en pecado. Volvió a verlas virtualmente, varias noches seguidas, aplaudiéndole en sus triunfos como actor de teatro, mientras su exnovia y su exnovio pagaban multas sin cesar a unos guardias cabreados.
Se había vestido con  el pantalón gris claro y los zapatos negros de cordones que llevó a la boda de su prima María, la camisa blanca de manga corta y ese aire de pueblerino que, según él no se podía quitar de encima, ni con un traje de Armany. Ése era el señor que le miraba desde el espejo. Él mismo, valiente, pueblerino, pero guapo, alto, bien formado, so pena que el espejo fuera de esos que deforman la realidad o es a  otro al que estuviera viendo.
Ay, su prima María, que guapa estaba el día de la boda, con su vestido blanco de organdí y espléndido escote tipo palabra de honor. Qué bonito vals bailó con ella, que bellas las damas de honor, qué invitadas tan deslumbrantes, cuántos pasteles en el escaparte y él sin poder probar ninguno. Cenó demasiado aquel día y los sueños fueron un tanto pesados, con todas las damas, colocadas encima de su colcha. Su madre sí que disfrutó aquel día con la misa que oficiaron cinco sacerdotes de la misma orden, dos de los cuales eran cuñados de mi prima.
Atravesó el hall de entrada,  decidido pues a enfrentarse de nuevo con una situación similar a tantas otras, en las que se había visto comprometido por ellas, las más bellas. Se percibía en el ambiente un agradable frescor que relajaba la piel del tórrido ambiente exterior. Olía a producto de limpieza. Unas plantas de plástico arrinconadas a la derecha de la puerta del ascensor, esperaban pacientes la limpieza general cuando correspondiera.
Extendamos las manos sobre la mesa,  los dedos separados, como si fuéramos a jugar con una afilada navaja a saltar sobre ellos sin herir ninguno. Un esparcimiento peligroso y practicado en medios patibularios y violentos. No es ese el deporte que vamos a practicar ahora. Dejémoslas así el tiempo necesario hasta ser conscientes de las sensaciones que nos transmite la piel de nuestras manos, experta en descubrir informaciones imprescindibles de la realidad que nos rodea a través de uno de nuestros más importantes sentidos. Hazlo ahora.
Apoya el libro en la mesa, sigue leyendo si quieres, pero al mismo tiempo deja que tu cerebro trabaje en segundo plano con las percepciones que recibe de la textura del material del que esté hecho tu mesa, de la temperatura a que se encuentre, muy diferente si es madera o plástico o mármol o metal. Siente la presión que tu mano ejerce sobre la superficie, hasta comprobar el ritmo de tu sangre que marca el pulso que ahora numeras claramente.
Espera unos segundos hasta notar en los extremos de tus dedos un ligero cosquilleo y ahora cierra los ojos y empieza a imaginar si a tu lado está esa persona con la que quisieras hacer lo mismo que ahora haces con tus manos sobre la mesa, cambiando la superficie de un mueble por su piel.
Dejemos la mano inmóvil, esperando que el flujo sensorial acceda a nosotros desde las células de la piel con sus perfectos sensores puestos a nuestra disposición.
(Seguir con la idea de alguien que da instrucciones a alguien para que llegue a sentir un orgasmo brutal con su sola imaginación, trabajando desde percepciones de todos los sentidos y con objetos diversos pero no con la persona de carne y hueso. Solo pueden llegar su voz, sus latidos, su respiración, su soplido, su aliento, los olores de su axila, pies, sexo,…
Partiendo de la superficie de una mesa para el tacto, ir ofreciendo otros objetos pertenecientes a la persona en cuestión y que ella use directamente en su cuerpo: zapatos, ropa interior, joyas, brocha de maquillaje, esponja del baño, peine, vestidos, pieles, guantes, calcetines, medias, …y así con todos los sentidos.
Quizá tiene que atarla para evitar que dada la intensidad de su deseo quiera lanzarse a un abrazo desesperado que rompa la magia de la ansiedad y el apetito por tenerla. Así hasta correrse una y otra vez. Una experiencia que pretende ser lo más de lo más.
Ernesto es tímido, tranquilo y accede al juego, porque es el elegido por ella, pero va cambiando a medida que le somete a esa actividad tan excitante. Termina en una misa negra encima del cuerpo de ella, con velas y látigos de pasión.)




Es indispensable experimentar cómo es la muerte

Era miedo lo que sentía, mientras miraba como mi madre cerraba los párpados de su tía Consuelo. Junto a eso, una mezcla excitante de turbación, aprensión, pudor y sentimiento de culpa. No podía evitar pensar que como me descubrieran metido en el armario junto a mi prima Inma, me iban a partir la cara, como poco. A ella seguro que no, porque me echaría la culpa a mí, la so traidora. Siempre era así, pero, a pesar de ello, yo estaba enamorado perdidamente de sus chispeantes ojos grises y de su coleta rubia.
Estábamos acurrucados bajo las perchas donde colgaban trajes y abrigos, escondidos en el armario de la ropa de invierno. Un lugar que conocíamos bien, pues había servido en muchas ocasiones de cueva en nuestros juegos. Era uno de esos armarios empotrados, con mucho espacio interior, donde podíamos entrar de pie o estar cómodamente tumbados. Desde nuestro escondite, donde llevábamos metidos desde que Inma se enteró que iban a trasladar a esa habitación el cadáver de su abuela, teníamos un excelente mirador para espiar todo lo que ocurriera allí en todo momento.
Teníamos los ojos clavados en la escena, tamizada por la celosía de la puerta del armario. Mi madre manipulaba el cuerpo con mucha soltura, pues ya había pasado por varias situaciones como éstas, en las que ella tuvo que vérselas con familiares cercanos fallecidos ,sus padres o su propio marido. Incluso algunas vecinas, sabedoras de su experiencia en amortajar, la llamaban para que les fuera a ayudar en tan ingrata tarea.
Me llamaron la atención las cuencas donde yacían sus ojos blancos, ciegos desde hacía muchos años. Observaba, con encogimiento de alma y los pelos de punta, la desnudez  de aquel cuerpo amarillento, reseco, con los huesos empujando la piel, sobresaliendo como raíces del suelo. Tumbado sobre la cama yacía un cuerpo muerto, el primer cadáver desnudo que yo veíamos en nuestra corta vida. 
Mi madre, después de limpiar el cuerpo con una esponja, le puso unas enaguas de blonda blanca y a continuación el vestido que había llevado en la boda de su hija, como ella dejó dicho. A pesar de ser un cuerpo pequeño y de muy poco peso, sus miembros ofrecían dificultades para ser vestido. Me acordé del dicho pesas como un muerto. Trabajaba ella sola, pues, al parecer su hija estaba tan consternada por la muerte de su madre que era incapaz de hacer nada más que lloriquear y moquear.
Esa imagen que pude ver desde el interior del armario en el que nos metimos su nieta y yo, sin que los adultos se enteraran, me acompañaría el resto de mi vida y hoy, sentado frente a otro féretro aislado de mi por un cristal, se acrecienta el sentimiento de desamparo que me produjo entonces y el que siento ahora al ver a mi prima en su caja de madera, maquillada por los empleados de la funeraria, tan guapa como siempre.
Al terminar mi madre con su tarea, cubrió el cuerpo con un sábana, salió y cerró la puerta tras ella. Nosotros quedamos pues en la misma habitación que la muerta, pero del otro lado de la puerta del armario. Creo que, de repente, Inma comenzó a sentir miedo por nuestra soledad, por la presencia cercana de la muerte o porque le invadió la pena por la pérdida de una persona que la tenía verdadera adoración y que la consentía todos los caprichos que sus padres no le daban.
No sé cuál sería la verdadera razón de su comportamiento, pero el caso es que se me abrazó con tal fuerza que por poco me hace perder el equilibrio y salimos los dos despedidos fuera del armario. Sin saber muy bien cómo reaccionar, lo que hice fue abrazarme a ella y comenzar a tocarle aquella coleta que tanto me atraía. Pasaba mis dedos entre el pelo y sentía la suavidad de los cabellos deslizándose entre ellos, dejando ante mi nariz su perfume de un fresco y suave aroma a limón. Su cuello temblaba ligeramente y mi nariz pegada a su piel, me trasmitía una sensación tan grata que pronto se convirtió en la emoción más fuerte y más cercana a la que yo, en mis trece años de vida, entendía como felicidad.
Ahora, mis lágrimas no me permiten ver con nitidez las personas que llenan el tanatorio, su viudo cercado por familiares y amigos, sus hijos y sus compañeros de trabajo. Todos acompañándose en el dolor.
Cierro los ojos y me recreo en el recuerdo de su cuerpo cálido abrazado al mío, su blanca desnudez y la mía, ambos temblando de emoción y de miedo, sin palabras, sin sentimientos de culpa, cubiertos por los abrigos de mi tía, tumbados y felices, llorando.




durante la tormenta


martes, 2 de junio de 2015

Rodilla

La rodilla fue lo que crujió. Había chocado contra una bola de hielo que, en su descenso veloz, creyó blandita. Los esquíes no se desprendieron de forma automática y fue a dar con su cuerpo en el suelo, quedando retorcido en una extraña forma que la dejó rota en medio de la pista de competición. Los demás esquiadores tuvieron que esquivarla para no chocarse con ella y producirle más daño. Se levantó como pudo, comprobó que no podía ponerse en pie, así que esperó a que llegaran las asistencias y la llevaran a urgencias. Puede que sea una avería para ocho meses, le dijeron. Ahora que tenía ante sí el reto más importante de su vida laboral, pensó. La vida es así, le dijo su mejor amiga, que se quedaría con su despacho. Eso sí, provisionalmente.

Madre e hija

Permanecieron sentadas en el mismo banco de madera frente a la papelería durante toda la mañana. Madre e hija en silencio, inmóviles, con la mirada fija en el escaparate de la tienda, las manos unidas y el mismo semblante de preocupación y tristeza, al tiempo, en ambas. Llevaban el mismo modelo de abrigo pasado de moda, raído de tantas veces puesto durante tantos inviernos, descolorido por las repetidas exposición al sol, durante todas esas jornadas de paseos infinitos sin rumbo fijo, de estancias absurdas en el parque del barrio o en esos bancos de las aceras de la ciudad, frente a escaparates que parecían absorberlas y dejarlas inertes durante horas. Nadie se fija en ellas ya, de tan conocidas por todos los vecinos, nadie repara en su aspecto, ni se preguntan siquiera en el porqué de su situación, quizá porque creen saberlo de antiguo, de cuando perdieron a su marido e hijo, las dos al tiempo, en un  terrible accidente de tráfico. 

Perder

No voy a escribir más sobre la situación que tuve que aguantar bajo el paraguas de Javier el viernes pasado. Lo redacté lo mejor que puede, le di veinte vueltas hasta dar con las palabras exactas, con términos que describieran el dolor y la humillación a la que me vi sometido y se lo envié a ella y va y me lo devuelve con el comentario más irónico que pudo encontrar, solo me faltó un bofetón en plena cara para terminar de entender por qué rompe conmigo y se queda con el inútil de Javier. Ambos me han tronchado el corazón en el peor momento de mi vida, justo cuando el trabajo anda tan escaso que me veo obligado a mendigar entre mis antiguos clientes algún tipo de contrato basura que me haga salir adelante, comer al menos, comprarme una cajetilla de tabaco al que he vuelto para poder paliar la ansiedad con la no puedo vivir más.

El paseo surgió de la manera más tonta, tras salir de nuestra partida con los amiguetes, en la que por cierto, yo perdí por enésima vez...

Botella negra 2.0

Pasé por Atlas, un centro comercial muy conocido, en una tarde en la que tendría que haber estado en la oficina, pero mi compañero Chema me había cambiado el turno y, como no tenía nada mejor que hacer, fui de compras. Me encanta ir de tiendas, eso sí, solo, porque hacerlo con mi chica, supone que a la media hora ya estoy aburrido y con ganas de discutir. Según ella, tenemos que ir juntitos a todos los establecimientos y esto, que puede ser muy de enamorados, en realidad es una táctica que está marcada como dados tramposos, porque de diez tiendas, siete son de su gusto y para su placer comprador y las tres restantes del mío, y claro, eso no es justo y me incomoda bastante. Así que aproveché aquel día para darme el gustazo de pasear a mis anchas por tres de las tiendas que no podía ver con detenimiento cuando iba con ella: deportes, ropa vaquera y ordenadores. Las tres máximas de mi vida.
Para cada actividad humana, el sistema genera un conjunto de necesidades ficticias que son percibidas como pequeños o graves problemas que hay que remediar. La solución viene dada por la adquisición de un producto que la industria produce y el mercado pone a disposición del consumidor para satisfacer esas falsas necesidades que se ha creado, la mayoría de las cuales, podrían ser solucionadas de forma más imaginativa, barata y ecológica. Caemos fácilmente en la trampa y como es más sencillo comprar, compramos.
Los anuncios funcionan con ese esquema: presentación del falso problema, producto milagro para la solución, compra del producto, solución del problema.
De esta forma terminamos comprando productos, artículos, cacharros, que en no pocas ocasiones se usan poco, no se usan o sencillamente, no son satisfactorios y no solucionan lo que prometían. Acabamos arrinconándolos y volvemos a repetir indefinidamente el esquema. El sistema sigue vivo gracias a esta cadena perniciosa para el individuo y para la naturaleza”[i]
Algo me llamó la atención nada más entrar en el pasillo de runners. Tenía información por la publicidad que me llega al buzón y en un guasap que ayer me envió Fernando desde su lugar de vacaciones. Tenía razón el muy capullo, iba a alucinar.
El producto estrella de la temporada era la riñonera que te permite llevar el móvil y la botella para líquidos, cargándose y enfriándose, respectivamente. Un cinturón con dos compartimentos, en uno de los cuales hay una botella de plástico negro y en el otro un bolso que se adapta a cualquier móvil con un sistema de carga de energía fotovoltaica para ambas cosas. El móvil con carga permanente y la bebida fresquita. Genial.
Lo compré, claro. Un poco caro, pero merece la pena. Esto es imprescindible. Mi padre dice que todos los productos tecnológicos acaban abaratándose en poco tiempo, pero no me iba a esperar dos meses para pagar cinco euros menos. Total…
Iba tan feliz, pensando en lo bien que me vendría en mis salidas con el grupo, que le hice una foto y se la mandé a todos, para que se pusieran verdes de envidia.
No le dije nada a Lucía y al día siguiente tempranito, me calcé mis WZ, me puse mi ropa ASN y estrené con todos los honores la nueva y recién adquirida riñonera, dejando colgada la que había llevado hasta ahora, ya obsoleta.
Llené la botella de mi bebida isotónica favorita, elegí temperatura,  coloqué el móvil, conecté el sistema y me fui a correr por la ciudad, aún dormida a esas horas.
La investigación que se hace en tecnología para el consumo, orientado a la fabricación de productos caros y prescindibles, con un enorme valor añadido, es dañina para el medio ambiente e insolidaria con el 80% de la población mundial,  y, por tanto, debería estar orientada  a atender  necesidades básicas de la población menos favorecida”[ii]
El sol comenzaba a aparecer tímidamente. Con esa luz primera ya era suficiente para que las placas de mi nuevo equipo comenzaran a funcionar. Voy fresco y feliz por la avenida arriba en dirección al parque del Oeste. Siento en mis lumbares el ligero bamboleo del cinturón, el liviano peso de mi nueva alforja y el sonido del líquido batiéndose en el interior de la botella. Y enfriándose. Genial.
No suelo hacerlo, pero me paré un momento para comprobar el correcto funcionamiento  del gatchet y vi como el icono del enfriador tenía su flechita en movimiento, saqué la botella, tomé el primer trago y el Vitastar ya estaba empezando a enfriarse. Muy bien, esto marcha. Retomé el camino y al poco, ya mis músculos calientes y a tope, me imprimen con zancada poderosa y resuelta, ritmo vivo, buscando, como cada día, superar mi marca de velocidad, sobre todo en las cuestas arriba que es donde aún tengo que mejorar.
En mitad de la cuesta comienzo a notar en mis riñones que el frío de la botella es un poco excesivo y me desagrada. Sigo corriendo, intentando acelerar y olvidarme de la novedad que llevo encima. Sin embargo, el frío va en aumento y temiendo que eso pueda causarme una lesión muscular, me paro de nuevo, doy la vuelta al cinturón y miro el indicador de temperatura que marca la que yo había programado, según la recomendación de los fabricantes. Miro el móvil que va cargándose correctamente. Intento sacar la botella de su soporte, que ha pasado al estado de congelación muy rápidamente, pero no puedo. Está pegada con la escarcha producida, dilatada por su congelación y no sale. Duele tocarla de lo fría que está. Mi camiseta que media entre el dichoso aparato y mi piel, no me defiende del tremendo frio que siento en los abdominales y está llegando al grado de quemadura. Joder, tengo que quitarme esta mierda de encima. Lo intento, pero el broche automático y autoadaptativo no responde, no se abre, está bloqueado. Una y otra vez tiro del dispositivo, nada, no hay forma, empujo con todas mis fuerzas  del cinturón hacia abajo, quiero separarlo como sea de mi cuerpo, darle golpes para que deje de funcionar, quitármelo de encima, evitar este inmenso frío que empieza a paralizarme la cintura, el core todo, pero no puedo, me estoy angustiando, desesperando por este dolor lacerante en todo mi cuerpo, me quemo, me mareo y caigo al suelo, donde mi recién estrenado cinturón, se hace mil pedazos, mil cristalitos que se esparcen por la acera junto a chisporroteos de materia plástica en ignición, juntos en una fatídica y paradójica unión de extremos energéticos.
Lucía miraba preocupada como trataban en urgencias mis dos enormes quemaduras. Me observaba tras sus lágrimas, sin entender nada. Como yo.
“No es garantizar el correct  funcionamiento del cosa en human cuerpo. Solo ha sido testing en animales de laboratorio no que recibieran ningún maltrator”.[iii]





[i] SOMEFEVER, Arthur. Productos y necesidades. Madrid. Ed. Highreading, 1992, p. 26

[ii] FRITZ, Sophie. Industria y desigualdades sociales. Madrid. Ed. Highreading, 1986, p. 6

[iii] Manual de instrucciones de la riñonera Coolrunner. Traducción del chino. (2014)


Camiseta roja.

Tengo amigos corredores que se apuntan a cualquier carrera solidaria. Les da igual la causa. Unas veces conocen a fondo las motivaciones del evento y otras no tanto. No importa. El caso es participar disueltos en una masa de gente, multicolor y festiva. Hay que enarbolar una bandera, la que sea. En estas celebraciones se reúnen cientos, miles de deportistas que comparten el asfalto y el sudor, los codazos y las patadas involuntarias, la alegría de la fiesta, la unión por una misma idea. Una excelente  muestra de la humanidad puesta en marcha por un mismo principio. Y, sobre todo, hay que salir a correr. Todo muy loable.
Mis amigos me llaman para convocarme a todos las carreras populares y solidarias en las que participan, pero yo, que soy más bien reservado y selectivo en este tipo de cosas, acudo en contadas ocasiones. No me gusta sentirme rodeado de tantas personas mientras voy corriendo. Es más, nunca he participado en una competición. No es mi estilo. Mis colegas me han dicho de todo, desde insolidario, aburrido o soberbio y también, que no soporto que nadie me sobrepase, que queden delante de mí, que me ganen, vaya. Creo que no es nada de eso, solo que cada persona tiene su carácter y estilo de vida y hay que respetarlo. Y eso es lo que hacen, la verdad. Aceptan mi forma de ser, como amigos que son y me dejan tranquilo.
En esta ocasión, Javier me llamó porque sabía que a su propuesta no iba a decir que no. La donación de sangre era la causa por la que se organizaba la carrera. Eso modificaba mi habitual negativa, porque yo soy donante con mucha frecuencia. Me advirtió que, obligatoriamente, había que llevar camiseta roja. Claro. El domingo a las nueve en el paseo de la Estación.  Vale, le dije, encárgate de mi inscripción, por favor. Hasta el domingo. Gracias.
Fui al armario donde guardo mi equipo y encontré una camiseta roja, sin mangas, ya usada, regalo que me trajo el pobre Manolo del maratón de Berlín. Él fue novio de Laura, la hermana de Javier y murió atropellado mientras entrenaba por una carretera de la provincia de Toledo. Me la pondría por primera vez en su honor, para hacerle un merecido y sencillo homenaje de mi parte, como reconocimiento  al entusiasmo que ponía en la participación y, a veces también, en la organización de carreras como la del domingo.
Amaneció un día radiante, una mañana primaveral, fresca y limpia. Un momento ideal para recorrer tranquilamente los diez kilómetros por las calles de la ciudad. Me propuse, olvidándome de mis posiciones personales, disfrutar de la carrera, sin coches que me molestaran, con gentes saludando y animando nuestro paso desde las aceras. Gocé del bullicio típico de la salida, los abrazos y saludos de los compañeros, los rivales de otras ocasiones, la música de fondo, el locutor animando desde el podio, todos los participantes arremolinados en las mesas donde firman y recogen el dorsal, otros más allá estirando, calentando los músculos…
Los deportistas con su camiseta roja, salían a borbotones, desde la herida abierta por el  pistoletazo de salida, como glóbulos rojos formando parte de un río de sangre pujante, marchando por las venas de la ciudad, desplegándose poco a poco, dejando regueros y puntos rojos diseminados por todo el recorrido.
Me veía en medio de ese torrente, rodeado por Javier y los demás, felices todos. Entre ellos iba Laura. ¿Qué tal Alfonso?, me parece muy emocionante que te hayas puesto la camiseta que te trajo Manolo de Berlín, fue el último maratón en el que participó. No sé si sabes que la intercambió con un polaco poco antes de cruzar a la meta , le dio un infarto al llegar y no logró saber nada más de él, que fuerte, estuvo mucho tiempo pensando en aquello. Pues a mí no me contó nada de esto, me da un poco de yuyu llevar la camiseta de un muerto. No hombre, considéralo un homenaje a ambos. Si, tienes razón, por eso me la he puesto, por dos héroes de la carrera, gente sufrida.  Bueno, voy a ver si me acerco a la cabeza, no quiero pensar más en ello, no quiero llorar ahora. Vale Laura, en la meta nos vemos.
Seguí a mi paso, disfrutando del día, de la carrera, de la compañía de tanta gente encantadora, entusiasta. Sentía cerca su esfuerzo, su respiración, el latir de sus corazones. Una experiencia que convertía a la colectividad en un solo organismo con una enorme energía compartida. Un cuerpo vivo y feliz. Comprendí entonces a mis amigos cuando me decían lo que me estaba perdiendo por mi absurda negativa a participar en este tipo de competiciones.
De repente, recordé que la camiseta que llevaba puesta me la regaló Manolo poco antes de su trágica desaparición, lo asocié con la muerte del polaco y tuve el presentimiento de que aquello podría significar una envenenada herencia para mí.
En un impulso irracional me dirigí al señor que llevaba a mi lado y le ofrecí el intercambio de camisetas porque, según le conté,  era coleccionista de ese tipo de recuerdos.
No tuvo inconveniente. Cambiamos el dorsal, se lo agradecí vivamente y seguimos a lo nuestro.
Ya cerca del final del recorrido, dejé que mi nuevo amigo me adelantara, para volverle a reconocer el favor y nos despedimos al cruzar la meta.
Laura, Javier y los demás llevaban ya un tiempo esperándome. Nos abrazamos, nos hidratamos mientras charlábamos sobre las incidencias de la carrera y camino del coche, nos tuvimos que apartar de la calzada porque una ambulancia nos pedía paso urgente con su potente sirena. Me dio un vuelco el corazón. En ese momento Laura me preguntó: ¿y tú camiseta?
¡Joder Alfonso, que pálido estás!, ¡¿qué te pasa?!


En un impulso irracional me dirigí al señor que llevaba a mi lado y le ofrecí el intercambio de camisetas porque, según le conté,  era coleccionista de ese tipo de recuerdos.
Puso una cara extraña y al notar sus reticencias no insistí. La negativa de este buen hombre me hizo reflexionar sobre la secuencia y el extraño devenir de la camiseta que llevaba puesta. No soy partidario de relaciones causa efecto basadas en conjeturas absurdas, pero no obstante en los dos casos anteriores, el que entregaba la camiseta moría. Si esto volvía a ser así y yo me deshacía de ella, el siguiente cadáver sería yo y, la verdad, no me gustaba la idea.
Ya cerca del final del recorrido, el señor de la negativa me adelantó y ahora era él, arrepentido, el que me propuso el cambio, a lo que yo me negué amablemente.
Laura, Javier y los demás llevaban ya un tiempo esperándome. Nos abrazamos, nos hidratamos mientras charlábamos sobre las incidencias de la carrera y camino del coche, nos tuvimos que apartar de la calzada porque una ambulancia nos pedía paso urgente con su potente sirena. Me dio un vuelco el corazón. En ese momento Laura me gritó: ¡Joder Alfonso, que pálido estás!, ¡¿qué te pasa?!
Será la pájara del final de carrera. Gracias, se me está pasando. Todavía tengo mi camiseta, no te preocupes, Laura.

Un signo de interrogación se dibujó en su cara.

Reloj 3.0

Ayer fue  mi cumpleaños y estoy feliz con el regalo que mis compañeros de equipo me hicieron. Ellos saben que mis pasiones son el deporte y la tecnología. En eso somos todos compatibles. Son cosas que nos unen.
 Me trajeron envueltito en papel de celofán amarillo un increíble reloj digital que haría las delicias de cualquier profesional del deporte al aire libre, sea cual sea el que practique. El último grito en tecnología. Es una joya ultraplana que se adapta perfectamente a la muñeca, superligero y elegante. Reúne él solito lo último en móviles,  junto a un montón de aplicaciones impresionantes y sorprendentes. No he pegado ojo  en toda la noche probando todas las posibilidades que tiene y aún me quedan otras muchas por comprobar su funcionamiento en marcha y sobre el terreno. No solo es que tenga todas las funciones de un móvil de última generación, superando a muchos de ellos en capacidad de procesamiento con sus cuatro procesadores, resolución de sus dos  cámaras, almacenaje medido en teras, sino que además dispone de aplicaciones imprescindibles para moverse en el medio natural: gps, mapas de todo tipo, reconocedores de plantas y animales, análisis del agua, acelerómetro, giroscopio, brújula, pulsómetro, barómetro, luz, es sumergible, yo que se… y algunas cuyo nombre leo por primera vez y aún no se para que sirven. No voy a copiar aquí todas las funciones de las dispone, pues sería mejor que pegara las treinta páginas de su libro de instrucciones. Una pasada. Ah y se recarga con luz solar, por supuesto.
Me desperté con una suave melodía y una voz femenina que me indicaba la hora. Mi reloj. Leyó las constantes vitales de  mi cuerpo, recordó mi agenda del día, indicó el itinerario más corto para llegar a mi trabajo, seleccionó las noticias… Mi reloj. Para que seguir. Esto va a revolucionar mi vida y hacerla mucho más feliz, si cabe.
Llegué al trabajo y como no podía ser menos, después de dar los buenos días, reuní a todos y les mostré la maravilla que portaba en mi muñeca. Alucinaron. Los envidiosos volvieron enseguida a su mesa, pero los más entusiastas de la tecnología no hicieron más que mostrarse muy interesados por todo lo que les contaba, ensalzando sus posibilidades.
Estuve varios días estudiando a fondo mi ¿reloj? No debería llamarlo así pues llevarlo en la muñeca izquierda es lo único en que se parecen. Todo lo demás es innovación, tecnología, creatividad, diseño, aplicaciones increíbles para toda clase de necesidades, cosas en las que nunca hubiera pensado, por ejemplo, su buscador de sueños, que no es más ni menos que una pantalla en la que escribiendo una palabra, te carga los vídeos de tus sueños, siempre y cuando, claro, no te lo quites para dormir. Reconoce el estado emocional de tu pareja con su medidor de feromonas, aumenta las capacidades de tus sentidos y así, por ejemplo, ves la realidad a través de su pantalla tal y como lo vería una cámara infrarroja, reconoce tantos olores como un perro, sonidos inaudibles para el ser humano…llego a sentir desasosiego por todo lo que es capaz de hacer. Adela ha dejado de escucharme, aburrida de mis monólogos sobre el aparato.
No me lo quito en todo el día, ni siquiera para ducharme, siempre observando su pantalla, sus reacciones a todo cuando pasa por mi cuerpo y mi entorno. Analiza la composición de mis comidas, aconsejándome en algunos casos sobre el exceso de calorías o la composición química de algunos colorantes. Recomienda cambios en la combinación de mis prendas de vestir. Analiza mis gustos musicales, haciendo recomendaciones y críticas.
Adela me mira rara y ha comentado que estoy cambiando desde que tengo el supercerebloj. Le he puesto este nombre tan feo porque es un cerebro superlativo, hiperbólico.
El domingo, que estuvimos todos los del equipo entrenando juntos, se encargó de marcar recorridos, tiempos y velocidades de todos y cada uno, sus biorritmos, sus necesidades de hidratación y alimentación, sus constantes vitales,…hasta si había posibilidad de lesiones cercanas en alguno de ellos. Alucinaron. No creían posible que aquel regalo que compraron entre todos llegara a ser tan extraordinario. Algunos ponían en duda que con el precio que tenía pudiera ser tan completo.
Eduardo, que es ingeniero de teleco,  me lo pidió prestado para verlo más de cerca, o poderlo tener unos días, probarlo y así comprarse otro si le convencía. En un principio, estuve a punto de quitármelo para que se lo llevara puesto en ese momento, pero, de repente, sentí una punzada en el cerebro que me indicaba que no debía hacerlo. Me había acostumbrado tanto a su presencia y a su ayuda que no podría prescindir de él. Le dije que el lunes se lo llevaría a la oficina, con su caja y su libro de instrucciones.
Aquel día, como venía haciendo desde que me lo regalaron, tampoco me lo quité para dormir, pero durante la noche, en uno de esos momentos en  que no sabes muy bien si estás dormido o despierto, noté una extraña sensación en el brazo izquierdo, una molestia como cuando te pinchan en la vena para un análisis de sangre.
Al día siguiente esa dulce voz que todas las mañanas me despertaba, no venía de algo exterior a mí, no había surcado el aire para llegar a mis oídos, partía del interior de mi cerebro, era mi propia voz interna, un pensamiento, una instrucción, una orden, dada con otra voz diferente a la mía.
Me levanté un tanto extrañado, fui al baño y al mirar mi brazo, comprobé alarmado que la pantalla del supercerebloj, ocupaba todo el antebrazo, había crecido desmesuradamente y, lo más impactante es que estaba bajo una capa de piel transparente, como un cristal de zafiro, formando parte inseparable de mi cuerpo.
No me salió ni un solo grito de alarma, ni un solo movimiento de terror.

La misma voz interna me decía suavemente: Tranquilo, soy yo.

Zapatillas verdes

Cuesta el madrugón. Las mañanas de invierno, en las que el calor que he acumulado bajo las sábanas me atrapa, me resulta muy costoso saltar de la cama y deshacerme de la pereza. Sin embargo, una vez que he superado ese primer freno pegajoso, el fresco, que digo, el frio que me espera en la calle no es un hándicap, sino más bien un aliciente que me impulsa a ajustarme la ropa y lanzarme a correr. La fría sensación en la piel del rostro me reconforta mientras el corazón y los pulmones se van adaptando al ritmo de mis músculos.
Me preparé para salir, me disfracé con las  mejores galas de mi equipo de invierno y me dirigí a mi circuito favorito, a la orilla del río, allá donde el paisaje urbano desaparece y siento, a tramos, que estoy en un medio natural boscoso, casi selvático. La ciudad apenas ha despertado de su sopor y menos aún esa mañana.
La niebla cubría el paisaje, dotaba a los árboles de un aire espectral, de película de terror. Del río diríase que brotaba un denso vaho helado estremeciéndose con las pequeñas ráfagas del frío viento que soplaba de cuando en cuando.
A pesar de ello, me daba un placer especial trotar en aquel escenario, sintiéndome más ligero, más fresco, más dinámico, con más energía. Los guantes y el gorro preservaban las partes de mi cuerpo más sensibles del helado ambiente.
Los habituales, fieles a su entrenamiento corrían a mi lado, me adelantaban, nos saludábamos, nos reíamos con algún comentario sobre un asesino de Londres, sobre este tremendo clima. Después cada uno volvía su ritmo.
Llamó mi atención un corredor que no había visto en otras ocasiones. Me impactó el color de sus zapatillas. Aunque es esto de la ropa y el calzado de los corredores hay modas un tanto extravagantes a las que enseguida te acostumbras, el tono de color de aquellas zapatillas era diferente a todo lo que había visto hasta entonces.
De la persona que las llevaba no sabría decir si era hombre o mujer, joven o viejo, cubierto como estaba por un gorro de lana. Trotaba delante de mí de una manera rítmica y rápida, ligeramente más veloz que yo. La secuencia de sus pasos, subiendo y bajando sus pies, producía, con ese color de las zapatillas, entre azul y verde fosforescente, un arco doble, que llegaba a una línea continua en su trazado, como si desprendieran un fulgor especial, una luz continua, un arco iris en movimiento.
Había visto algunos niños, camino del cole con unas zapatillas que producían con el paso unas lucecitas, pero esto era algo muy diferente,  una sucesión luminosa  como si de una atracción de feria se tratara, una noria velocísima. Me parecía un personaje de dibujos animados en el que el dibujante dispone de unos trazos continuos para dar a entender la velocidad de su carrera.
Ejercía sobre mí un extraño influjo que pronto empecé a notar de manera más potente. No podía dejar de mirarlo y, al mismo tiempo, atrapado por su embrujo, tampoco podía dejar de seguirlo. Adaptado a su ritmo y a su velocidad, me coloqué tras él y seguí su brillante y luminosa estela, abducido por la energía que emanaba del movimiento de sus pies, calzados con esas prendas tan especiales.
Íbamos dejando el paisaje fluvial envuelto en su niebla y ante mí, no ya el paisaje, sino solo niebla, cada vez más espesa, más densa, más impenetrable en su blancor. No sé el tiempo, ni la velocidad, ni la distancia que recorrimos, pero no sentía cansancio, ni el esfuerzo de mi corazón, ni de mis pulmones, iba casi flotando, como impelido por la luz en movimiento que dirigía mis pasos hacia no sé dónde.
Comencé a notar que la distancia que nos separaba iba haciéndose cada vez mayor, aumentando el su velocidad y yo incapaz ya de igualarla con la mía.
Fui perdiendo de vista la estela de aquellas zapatillas, su luz se fue debilitando, difuminándose en la lejanía hasta convertirse en dos pequeñas luciérnagas en movimiento.
Cuando le perdí completamente de vista, comencé a sentir en mis pies una heladora humedad que iba subiendo por mis piernas, mi cintura, mi pecho, mi boca…un gélido líquido que me ahogó.

Quedé cubierto por la negra profundidad del agua del río, para siempre.

La mirada de Martín.

“Al igual que los lobos pueden cambiar el curso de los ríos, las miradas pueden cambiar el curso de las vidas.”
Extrajo de la caja de cartón azul turquesa, el último pañuelo de papel y se restregó los ojos con él. Un cúmulo de kleenex usados y arrugados, yacían esparcidos sobre la superficie del sofá del salón, como livianos icebergs azules flotando en el cálido mar de piel blanca. Llevaba llorando toda la tarde. Y sin noticias de Arturo.
Había abandonado su oficina a las dos y media. Estaba situada en la planta veinte del emblemático edificio de aluminio dorado y cristaleras de espejos, que dominaba, con su imponente aspecto, el final de la avenida más señorial y lujosa de la ciudad.
Al salir por la puerta principal se cruzó con Martín, el conserje que más años llevaba en la empresa, siempre atento a los saludos, a los pequeños detalles de protocolo, tan importantes en una empresa como la suya, dispuesto a colaborar en el transporte de un maletín, en la atención más sutil, en la sumisión, a veces.
Este Martín, pensó Inés, ¡que ladino es!, ¡qué extraño a veces! La verdad es que eso debe de formar parte de su trabajo, porque con tanto imbécil subido al carro de la adulación, él concede el primer y último chute de subordinación. Envanecidos con esa primera dosis acceden a sus respectivos despachos para, desde allí, comenzar a distribuir babas hacia arriba y desprecios hacia abajo.
Siendo ella una mujer que, por su cargo, tenía la obligación de ser muy observadora y sutil en el trato con las altas jerarquías, había conseguido con la experiencia, conocer a fondo el alma humana, averiguando por pequeños gestos y actitudes de los demás, qué eran, qué querían y con qué armas contaban para la lucha en el feroz mundo de los negocios.
Hacía ya tiempo que había salido del hospital con la pierna derecha escayolada, apoyándose en una muleta y dañada, sobre todo, en su autoestima. Se sentía, además,  muy dolida con las actitudes de algunas personas demostradas en el lugar del accidente. Esas miradas despreciativas. Ese desinterés. Estos eran los aspectos derivados de todo lo que pasó que más le preocupaban. Lo de menos eran las semanas de recuperación que le esperaban o el no poder ir al gimnasio, jugar al golf o bailar. Y su trabajo, ¿quién lo iba a hacer ahora? ¿Sonia, su ayudante en la sección? ¿La relevarían del puesto? ¿La pondrían en la calle?
Martín, para ella, era todo un enigma. Bajo esa capa de profesional serio, educado y eficiente, había algo más que no era capaz de vislumbrar, algo en su mirada que ocultaba intenciones y voluntades malignas, como si con esos extraños ojos ambarinos, con su sola mirada felina, pudiera satisfacer sus más bajos instintos o conseguir sus objetivos más malévolos. No terminaba de caerle bien y, diría que ella a él tampoco.
Inés, desde su posición de secretaria personal del director general, dispone de una atalaya perfecta para la observación sistemática y discreta de todos los acontecimientos. Por pequeños que estos sean, en muchas ocasiones suponen cambios que afectan a procesos y a personas de forma radical, alterando procedimientos y resultados y, llevando a empleados a situaciones inesperadas para ellos. Varía el grado  y la calidad de los sucesos, en esa línea que va de lo malo a lo bueno y viceversa.
Para Inés, su estatus en la empresa era una de las mejores cartas que la vida le había puesto en la mano. Le permitía llevar un alto nivel de vida, facilitaba su acceso a información y relaciones inaccesibles para el resto de los mortales y disponía de un cierto nivel de influencia. Sabía demasiadas cosas. Disfrutaba con la certeza de que había cumplido sus objetivos laborales, siendo la envidia de amigas y el orgullo de sus familiares más cercanos. Sin embargo, es posible que esta posición llevara a algunos a la envidia, al rencor o a la desconfianza. Somos así, pensaba.
Sus ojos enrojecidos, deshecho ya por las lágrimas su perfecto maquillaje,  habían perdido el brillo y la luz del intenso negror de su mirada. Producía admiración por su belleza, e intimidación cuando clavaba sus ojos, con tanta  intensidad, que era capaz de generar cualquier emoción, desde el cero al infinito, en la línea amor odio. ¿En qué punto de esa línea estaba ella ahora, si  al leer el sms en su ipad, sabía por experiencia que no tenía ninguna opción, que la decisión que le había comunicado su jefe era irrevocable?
Arturo, su nueva pareja, impecable con su taje gris y compacto como un David de Miguel Ángel, director  financiero de una empresa de la competencia, había dejado su Mazda MX-5, estacionado en la zona del aparcamiento reservado para la empresa a pie de calle. La esperaba haciendo malabares con la llave electrónica de su vehículo entre sus dedos. Al verla salir, empujando los límpidos cristales de la puerta giratoria, espectacular con su Armany negro entallado, subida a unos Jimmy Choo de vértigo, a juego con el bolso de la misma marca, el corazón le dio un latido categórico. Caminaba por la alfombra azul de la entrada, como una supermodelo, sabiéndose observada y admirada por todos, también por Martin que baboseaba a su paso. Arturo  le hizo una señal formando un anillo con el pulgar y el índice.
Emocionado por la espectacular visión de su pareja o quizá obnubilado por el repentino deseo de tenerla en sus brazos, perdió el control de su tarjeta y se le deslizó entre sus dedos, y en una fortuita voltereta el rectángulo de plástico fue a introducirse, como sobre en buzón, en la tapa de alcantarilla adyacente al bordillo. Una de esas tapas rectangulares que tienen varias rendijas paralelas, un enrejado que detiene materiales grandes y deja pasar el agua cuando llueve. Una inoportuna cosa, absurdamente puesta en el lugar inadecuado, en el momento inadecuado.
En ese mismo instante, testigo de lo que estaba pasando frente a ella, Inés perdió la concentración en su improvisada pasarela. Uno de los tacones dejó su verticalidad, para inclinarse peligrosamente y hacerla perder el equilibrio. Dio con su cuerpo en el suelo, partiéndose, con un grito de dolor, algo más que el tacón.
Arturo, siendo testigo de esta terrible escena, no pudo evitar su movimiento instintivo y se agachó rápidamente con la idea de poder alcanzar su preciado objeto,  antes de que fuera imposible recuperarlo. No pudo frenar el fuerte impulso de su mano, que se introdujo en una de las ranuras de la tapa y allí quedó aprisionada.
Junto a  los dos intensos dolores que sintió al unísono, se le unió el de ver a su novia en el suelo, incapaz de levantarse, dolorida y espantada por tanta mala fortuna junta.
Quiso sacar la mano tirando fuertemente hacia arriba, pero estaba tan encajado su  metatarso, que corría el riesgo de dañarse mucho más. En un arrebato de rabia, introdujo la otra mano y consiguió, con sus entrenados músculos de gimnasio, levantar la tapa y llevársela colgada de la mano, presa y preso al tiempo, como una rara especie de raqueta de pádel, al que era tan aficionado.
Martín, que había sido espectador de toda la película, no pudo evitar esbozar una sonrisa cabrona, de esas que trazaba cuando conseguía alguno de sus inconfesables objetivos, aunque eso sí, una vez disfrutado el momento estelar de ambos amantes, se acercó presto a Inés para dedicarle toda la atención de que fuera capaz. Ante todo era un profesional.
Con Inés en el suelo y Martín satisfecho, intentando colaborar en algo para paliar tanto daño previsto, llegó Arturo con su placa colgando de la mano, incapaz siquiera de sacar su móvil para llamar al 112. Se arrodilló ante su novia y la besó en la cara con delicadeza, pero esta le rechazó, increpándole con un insulto. No podía levantarse de donde estaba, ni moverse siquiera. El optó por quedarse ovillado a su lado, con la sucia tapa maloliente soldada a su mano, machacándole los huesos.
Martín miró a ambos desde su posición cenital y sus ojos de ágata brillaron satisfechos con la escena que había sido capaz de generar. Se retiró prudentemente y fue él quien llamó al servicio de emergencia desde la cabina de recepción.
En ese preciso momento salió el director general con parte de los componentes de la junta directiva. Al ver semejante espectáculo a la puerta de uno de los edificios más bellos de la ciudad, esa pareja tirada en la alfombra, ahora manchada por ellos, rodeada por algunas personas que intentaban ayudar, nada menos que su secretaria personal, convertida en un guiñapo lloroso,  medio abrazada a su novio, ridículamente asido a una tapa de alcantarilla, lo consideró un bochornoso espectáculo. Miró con desprecio todo aquello y dio media  vuelta para hacer un guiño cómplice al conserje, ese gesto compartido en tantas situaciones  similares a esta, donde alguien que empezaba a resultar incómodo, merecía algún tipo de castigo.

La ambulancia y los bomberos llegaron a los diez minutos. Recogieron a los dos heridos y atronaron la avenida con sus sirenas. Les siguió la mirada de Martín.

Leyenda de las fresas rojas

Hace muchos años en un lejano país, rodeado y embrujado por profundos y oscuros bosques de árboles gigantes, sometido a la férrea disciplina de enormes montañas azules, con pendientes que hacían crujir los ojos de miedo ante sus abismales caídas y castigado permanentemente por tormentas abismales que dejaban los cielos violetas, abiertos en canal por infinitos nervios de rayos imponentes que rasgaban las densas cortinas de nubes. Espectáculos dantescos a los que estaban acostumbrados sus habitantes, que a pesar de vivir en semejante lugar y  en tan duras condiciones, se sentían lo suficientemente felices y trabajaban la tierra y el bosque con animosa dedicación, obteniendo lo suficiente como para tener su cuerpo alimentado y saludable.
Sus habitantes se construían las viviendas con los troncos de los árboles y todos sus aperos y herramientas estaban hechos de madera y piedras, pulidas y afiladas para aquellas labores que requerían cortar o serrar. Labraban la tierra, obteniendo nutritivas hierbas, cuidaban de sus ovejas y de vez en cuando en sus ollas caía algún ave o pequeño mamífero que enriquecía su, por otra parte, vegetariana comida. Cada familia era autónoma en su manutención y necesidades básicas.
Sin embargo en aquella tierra, no conocían la fruta. Sus  bosques no tenían ningún árbol, ni arbusto, ni hierba de la que se obtuviera algún tipo de fruta. De sus huertos obtenían alimentos verdes, grises, oscuros, marrones,… pero nunca un fruto colorido que animara el paisaje de sus tierras. Ellos mismos, en su piel, en su rostro, carecían del más mínimo pigmento rosado que iluminara su semblante.
Los habitantes de esta ignota tierra lo explicaban como un castigo que el dios de las tormentas les había infligido hacía muchísimos años, enfadado por causas desconocidas, quizá por ser un dios iracundo y un tanto sádico.
Entre sus antiguas leyendas que se trasmitían unos a otros al amor de la lumbre en las lúgubres noches de tormenta, había una que daba noticia de la existencia de las frutas del bosque que se perdían en la noche de los tiempos y nadie de los vivos había visto y, muchos menos, comido una sola fruta.
Había entre los habitantes de este pueblo, una nueva familia. Formada por una pareja joven que se acababa de unir, sujetos por en la dura tarea de construirse su vivienda para tener cobijo para ellos y el bebé que esperaban. Habían elegido un pequeño terreno llano rodeado de árboles y cercano al arroyo que cruzaba el poblado. Un terreno que nadie había querido utilizar antes porque según los viejos del lugar, estaba encantado y nadie había podido levantar ni una sola viga en aquel emplazamiento. Sin embardo la joven pareja no pudo elegir otro, ya que era muy poco el terreno que había para construir y se vieron obligados a levantar su vivienda en aquel pequeño solar. Y lo consiguieron. Al poco de terminarla, la mujer dio a luz una hermosa niña que sorprendió a todos los habitantes que al día siguiente de nacer fueron a visitarla. Era de un color para ellos desconocido, que nadie tenía, y que todos miraban emocionados, entre asombrados y temerosos. Tenía ese rosado hermoso que para los que si conocemos los colores no habría resultado extraño en un bebé recién nacido. La pusieron de nombre Fragaria, y de apellido Vesca, como la familia de la madre, pues así eran su costumbre.
A pesar de las reticencias y las habladurías de algunos de los más reacios en admitir el diferente color de la niña, esta fue poco a poco siendo aceptada y tomada como un raro fenómeno que sería debido, seguro, a la intervención de ese dios vengativo que tendría preparada para ella una vida desgraciada.
Sin embargo, a medida que iba creciendo, su comportamiento alegre y ánimo  saltarín, la convirtieron en la más juguetona de todos los niños del poblado, hasta el punto que todos ellos la querían como amiga en sus correrías.
Un día, la niña no volvió a su casa antes del anochecer, uno de esos días, que amenazaba tormenta y que a la vista de cómo estaba el cielo, en poco descargaría sobre la tierra una verdadera catarata de agua y rayos.
Salieron sus padres en su búsqueda, llamaron a todas las puertas, buscaron en los alrededores, vocearon su nombre en todas direcciones, pero la niña no daba señales de vida.
Muy a su pesar tuvieron que refugiarse en su cabaña por lo impetuoso de la tormenta, dejando para el día siguiente su búsqueda. Pasaron la noche sin poder dormir, llenos de angustia y temor.
En cuanto amaneció padre y madre de Fragaria fueron en su búsqueda y al llegar a la zona del desfiladero, donde más peligroso era el paso, sus corazones dieron un vuelco de emoción y de sorpresa. La niña estaba prácticamente colgada de las paredes del barranco, dormida plácidamente y sujeta a la roca por una extraña planta que salía de sus dedos clavados en la roca y que abrazaba todo su cuerpo, como una  bellísima y salvadora red de ramas, hojas, flores blancas y frutos rojos.  Durante aquella noche terrible para los padres había ocurrido una poderosa e insólita transformación alrededor de la niña, que no solo la había salvado la vida, sino que había sido gracias al nacimiento de una planta desconocida para los habitantes del lugar y que, tras conocer la buena noticia, ninguno fue capaz de explicar con sus conocimientos y recuerdos del pasado más remoto.
Rescataron a Fragaria del lugar de donde había pasado la noche, abrazado su cuerpo con la planta y todos los habitantes rodeándola,  agradecidos a esas fuerzas extrañas capaces de tal milagro, cuando a los niños amigos de Fragaria se les ocurrió comer de los frutos rojos, de un color para ellos desconocido. Al momento se les iluminaron las mejillas con un hermoso rosado que asombró a todos los mayores. Algunos huyeron despavoridos, sin entender lo que ocurría. Otros se acercaron curiosos a Fragaria y su extraña planta, comieron de sus frutos y se fueron transformando al igual que sus hijos. Fueron cambiando su color, sonriendo al ver el efecto en otros.
El nuevo color se fue extendiendo por el valle, mientras Fragaria iba comprobando la magia de sus dedos, que al hundirlos en la tierra, conseguía trasplantar una nueva raíz de aquella planta que todo el pueblo pasó a llamar como la niña: Fragaria Vesca.

(Este cuento, leyenda o lo que sea, es mucho más extenso, entre otras cosas porque explica la aparición de toda clase de frutas en aquella región del dios de las tormentas –no os he dicho nada de la historia de su hermosa mujer desaparecida en una tremenda noche de ira divina y tormentosa,  que puede tener su importancia y ser la causa de todo lo acontecido después-, pero yo lo he resumido para vosotros porque me parecía que iba a abusar de vuestra paciencia y no están los tiempos como perder los ídem en gilipolleces. No obstante, os he de decir que, después de teclear hasta aquí, me estaba dando cuenta de que es un cuento para blancos, por eso del rosado y tal, así que me he propuesto buscar y encontrar otra leyenda que explique a los niños negros como nacieron las fresas en la región africana y selvática de los negros audaces, pueblo valiente y poderoso donde los haya, que no necesitan las fresas para ser felices, ni tener rosadas las mejillas, dado que el sol se las dejaría tumefactas por no tener la piel preparada para los rigores del sol africano. Aunque también por otro lado, veo que es sexista, en el sentido que deja muy mal parados a los machos, dado que el rey –o el dios, en otras versiones- es malo, los seres masculinos que aparecen no hacen nada o bien poco y además, la prota es una niña hermosa y con nombre de planta –femenina- comestible. No sé. Creo que debía de borrarlo y nada iba a pasar y así me quedaba con la moral intacta. Y, lo peor de todo, es que, seguramente, esté mal escrito y eso ya es suficiente delito para enviarlo a la papelera definitivamente)

Paquito, ojos azul cobalto.

-Paquito, ¡sal a jugar con tus primos a la calle, anda! Este niño se queda como una estatua mirando la vitrina. ¡Ve a correr que en un ratito os tendré preparada la merienda!
María, la abuela de Paquito, La Gorda para los vecinos del barrio, mueve sus abundantes carnes con tal alegría que ventila a todo el que se cruza en su camino. Baila al caminar, jalea sus hermosos brazos blancos, contonea sus caderas como si fueran las más sensuales del Caribe, balancea sus pechos y rememora en muchos su dulzor por haberlos amamantado. Los cinco niños que ahora alborotan su casa, también disfrutaron de dulces sueños al calor del cuerpo de su abuela.
Mientras sus padres están trabajando, sus nietos corretean y se persiguen frente a la puerta de la vivienda de una sola planta, de las pocas que han resistido en el barrio el empuje de la fiebre constructora. La heredó de sus padres, los que fueran los farmacéuticos del barrio, los de toda la vida. Aquella gente tuvo la desgracia de perderlo todo en un devastador incendio, que comenzó en el aledaño taller de carpintería y acabó propagándose por toda la manzana.
Lo único que se consiguió rescatar fue la vitrina de roble y cristal que tiene en el salón comedor, esa que deja ensimismado a Paquito, absorto en la observación minuciosa de la colección de frascos de la farmacia de sus bisabuelos.
¡Vamos, todo el mundo a merendar!
Mientras los niños se zampan, sin masticar apenas, el bocadillo de salchichón que les ha preparado su abuela, Paquito, el más pequeño de los cinco, obsesionado con su tema, hace por enésima vez la misma propuesta:
-¡Abuela, cuéntanos lo de la vitrina!
-Eres un pesado, primo, si ya nos lo ha contado muchas veces!
-¡Pues yo quiero volver a escucharlo!
-¡Vale, no discutáis! A mí no me importa repetirlo mil veces, pero vamos a hacer una cosa, la próxima contarás tú la historia. Seguro que ya te la sabes de memoria. ¿Vale, hermoso?
-Esa vitrina estaba en la farmacia que tenían mis padres en este barrio hace muchos, muchos años. La farmacia estaba donde ahora está el bar, en ese edificio de cuatro plantas que construyeron en el solar que quedó tras el incendio.  Era la única farmacia que había entonces y todos los vecinos compraban allí sus medicinas y encargaban los preparados que recetaban los médicos. Mi padre, que se llamaba Gregorio, como ya sabéis, era el farmacéutico y mi madre, Francisca, le ayudaba en la rebotica a confeccionar las fórmulas magistrales.
Tenían una gran colección de frascos y albarelos de cristal y cerámica, unos comprados en Talavera, otros habían venido de Francia o de Alemania. Algunos eran preciosos, como esos de la vitrina, hechos y pintados a mano, de todos los colores, especialmente bellos esos de cristal que aún se conservan. Cada uno tenía su etiqueta con el nombre del producto químico o la planta medicinal escrito en latín.
Había además toda clase de cacharros para moler, mezclar, disolver, agitar, yo qué sé las cosas que manejaban allí.
-Si abuela, no te enrolles tanto con eso y cuenta lo del incendio.
-Ay Paquito, por favor, ¡cálmate!
-Abuela, nosotros nos vamos a la calle, que ya hemos terminado.
-Vale, id a jugar, pero cuidado con lo que hacéis y estad atentos, que en un rato estarán aquí vuestros padres.
-Mira, Paquito, esa vitrina contiene unos frascos muy valiosos. Es una gran colección. Todo el mundo que la ha visto me lo ha dicho y hasta me han propuesto comprármela, pero yo no he querido porque tiene mucho valor sentimental para mí.
Yo era muy pequeña cuando se quemó la farmacia y solo me acuerdo de los gritos de la gente, acudiendo en ayuda de mi padre, para arrimar el hombro en su inútil afán por extinguirlo. Recuerdo unas llamas enormes que ascendían desde el edificio, la llegada del camión de bomberos y mi tía Ramona abrazándome llena de lágrimas.
Consiguieron sofocarlo, pero los restos estuvieron humeando toda la noche. Al día siguiente todo era carbón y cenizas.
El fuego empezó en la parte trasera de la farmacia, donde mi padre guardaba frascos de alcohol y sustancias inflamables que ardieron enseguida. Él estaba en la puerta de la farmacia hablando con un cliente y cuando se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo,  corrió hacia el interior de la rebotica, pero ya era tarde para evitar la desgracia, pues Paquito, mi hermano pequeño, que dormía en su cuna, se había asfixiado con los primeros humos que invadieron todo.  Nada pudieron hacer por salvarle. Tú tienes sus mismos ojos.
Imagínate la desesperación y el dolor que arrastró el resto de su vida.
Mi madre, que aquella tarde había ido al médico para revisar su tercer embarazo, al enterarse de la muerte de su segundo hijo,  se llevó tal disgusto, que perdió el niño y quedó postrada en la cama hasta que murió, dos años después de aquello.
Recuerdo que mi madre perdió la cabeza y decía una y mil veces que el espíritu de su hijo estaba dentro del frasco azul cobalto, como el color de sus ojos, repetía que se había metido al morir y que por eso la vitrina se había salvado de las llamas. MI padre prohibió abrirla desde entonces. Y ahí está, sin que nadie desde entonces, la haya tocado.
Durante aquel tiempo mi padre gastó todo lo que le quedaba en atender a mi madre y tras su muerte él no vivió mucho, consumido por el dolor y el sentimiento de culpa.
Yo me quedé con mi tía Ramona, que me cuidó con verdadero amor y hacía la que guardo un maravilloso recuerdo dentro de mi corazón.
-Pues abuela, ese es el frasco que más me gusta porque es el único que relumbra por dentro.
-¿Como por dentro?
-Sí, es que dentro tiene estrellitas que brillan y se mueven.
-Anda, ve con tus primos, que por hoy ya basta, me estoy emocionando.
La abuela María volvió a la cocina, enjugándose las lágrimas con el mandil, encendió la radio y se dispuso a recoger los restos de la merienda de los niños.
Paquito, sin obedecer, se introdujo silenciosamente en el salón, cerró la puerta tras de sí con sumo cuidado y se plantó ante su armario preferido, volviendo a observar, una vez más, con todo detalle, aquel mueble recio, oscurecido y marcado por las llamas del trágico incendio del que se había salvado de milagro.
A pesar de la prohibición, intentó abrir sus puertas con cuarterones de cristal, pero estaban cerradas con llave. En alguna ocasión había observado que la abuela guardaba algunas cosas en los cajones de la cómoda, bajo servilletas y manteles. Decidido a conseguir su objetivo, comenzó a abrirlos y en el del centro, bajo los mantelitos bordados con motivos de Navidad, descubrió una llave dorada. Emocionado con el hallazgo se dirigió al mueble, introdujo la llave en su cerradura y ésta cedió fácilmente.
Aspiró aire profundamente y una gran sonrisa se dibujó en su cara. En los estantes de madera, reposaban frascos de vidrio de diferentes formas y tamaños, transparentes unos, color caramelo otros, ámbar, rojos, azules, llenos de sustancias irreconocibles, vacíos algunos, con sus etiquetas indescifrables.
Acercó sus pequeñas manos al que venía llamando  su atención desde que andaba a gatas por la casa, el del estante central, el de color azul cobalto, el que conservaba su brillo a pesar del tiempo y  los avatares.
Antes incluso de llegar a tocarlo, sintió en sus manos un suave calor procedente de la superficie del frasco. Lo aferró con determinación y su piel notó el mismo grado de temperatura que sentía cuando tenía fiebre.
Lo trasladó con sumo cuidado y lo dejó encima a la mesa. En ese momento comprobó como un fluido brillante se movía dentro del frasco, una especie de magma que vibraba y emitía una luz que llegaba al exterior, con un bellísimo tono esmeralda, variando en matiz e intensidad.
Sorprendido, pero sereno, actuaba con una determinación impropia para su edad. Agarró el tapón de vidrio en forma de mariposa, lo giró y cedió sin dificultad. El frasco quedó abierto. La habitación comenzó a llenarse de pequeños puntos de luz ambarina que se desplazaban en todas direcciones, como si una invasión de luciérnagas, de fulgor intermitente, convirtieran la estancia en el espacio celeste donde tiene lugar una traca final.
Integrado en tal cúmulo de estrellas fugaces, bullendo a su alrededor, percibió un denso aroma a perfume de rosas, como el que solía llevar su abuela, y una sensación de felicidad le invadió por completo. El tiempo dejó de existir para él.
-¡Paquito!, despídete de tus primos, que ya se van.
Oyó lejana la voz de su abuela. Salió de su ensimismamiento. Devolvió el frasco a su repisa. Depositó la llave donde la había sacado. Corrió hacia la calle, a tiempo de decir adiós a sus primos mayores, que marchaban con sus padres respectivos.
-Tu madre vendrá un poco más tarde, ¿eh, hermoso?
-Abuela, ¿sabes? Yo creo que la bisabuela Francisca tenía razón. El espíritu del tío Paquito está en el frasco azul cobalto.
-¿Si? Y tú, ¿cómo lo sabes?
-Porque lo he visto surgir del frasco.
-¿Surgir? Vaya palabra. Te habrás quedado dormido y lo has soñado.
-Puede ser, pero lo he visto.
-Mira, ya está aquí tu madre. Otro día me los cuentas, ¿vale?

María despidió a su hija y a su nieto y al volver a casa, notó que la puerta del salón estaba abierta. Al ir a cerrarla, sus vivos ojos negros quedaron pasmados, al comprobar que la vitrina estaba abierta y el frasco azul cobalto carecía de tapón. 

Definición

Esto es un crimen, dijo Ana en la tintorería, cuando vio como le habían dejado el abrigo de visón, regalo de su tercer marido.
Esto es un crimen, dijo Marisa en la peluquería canica, cuando contemplaba como a su caniche Mia le habían chamuscado su lindo y rizado pelo blanco.
Esto es un crimen, dijo Rosa en su cuarto de baño, cuando comprobó que uno de los nuevos azulejos se lo habían puesto al revés.

Esto es otro crimen machista, dijo la policía, al ver el cuerpo de Inés tendido sobre un charco de sangre.

Naufragio

Él esperaba sentado. Hacía años que no se movía de su sillón. Esperaba  sentado  a que llegara su madre con la comida, lista para introducírsela en la boca, cucharada a cucharada; aguardando a ser levantado de su asiento y llevado al servicio, siempre tarde, para su limpieza; mirando al infinito hasta la hora en que alguien lo llevara a su cama; dormitando, con la cabeza inclinada sobre el pecho, mientras una luz parpadeante y un sonido indefinido procedentes del televisor, le llenaban el cerebro de difusas sensaciones. Sus ojos mirando sin ver. Sus oídos percibiendo sin oír. Él, hombre que espera sentado a que su cerebro suprima de una vez la dolorosa imagen de su cuerpo, escupido por el mar, tendido al sol en la playa, donde le recogieron tras el naufragio.