miércoles, 17 de febrero de 2016

Una maleta de sorpresas


Aquella heladora mañana de enero, el cura apareció portando una maleta. Su negra silueta se iba perfilando con más nitidez a medida que se acercaba al grupo de ateridos  chavales, que le esperaban envueltos por la niebla. Unos iban con abrigo, otros con gordos jerséis de lana, bufandas y gorros para evitar morir congelados, antes del entrenamiento de cada mañana de sábado. Eso sí, todos con pantalón corto y medias blancas – o casi-que les había regalado el dueño de la fábrica de tapones de plástico situada al lado de sus casas. 

¡Eh, el padre Emilio trae una maleta! comenzaron a chillar algunos y el resto les coreó con entusiasmo, sin dejar de saltar y darse golpes en la espalda para calentarse. Su imponente figura de chicarrón del norte, con su chapela calada hasta las orejas, cubierta con su enorme sotana negra, contrastaba con un rostro redondo, sonrosado, con  una permanente sonrisa amigable, que llenaba de satisfacción a sus pupilos, un grupo dispar y heterogéneo, negado para el futbol, al que entrenaba pacientemente desde hacía meses y al que abrazaba uno a uno cada domingo, en las sucesivas y abultadas derrotas que sistemáticamente se llevaban a casa. Iban los últimos de la liga de las parroquias de la ciudad, organizada por los futuros sacerdotes que estudiaban en el seminario. Y don Emilio era uno de esos estudiantes de Teología, entusiasmado con la tarea que le habían asignado para foguearse en el trato con sus futuros feligreses: un equipo infantil de futbol, a él, forofo inquebrantable del Athleti de Bilbao y jugador empedernido, que,  arremangándose la sotana, lanzaba potentes patadones que dejaban patidifuso a Fran, el portero del equipo, que nunca estaba en el sitio por donde iba el balón. Le tocó ser el portero porque era el más alto, así de fácil.

Eh, padre, ¿qué trae usted en esa maleta? Es una sorpresa. Si esta mañana entrenáis como Dios manda, os digo lo que es. ¿De acuerdo?¡Aurrera muttiko, ánimo chicos, ahora a entrenar!

Muchos sábados repitiéndoles las mismas consignas, pero aún no eran capaces de saberse colocar en el campo, cada uno en su espacio, centrar, triangular, no correr todos juntos tras el balón como si estuvieran atados por una cuerda, mirar a su alrededor a ver quién podía recibir el pase, no dejar pasar al delantero contrario, en fin, jugar un poquito al fútbol, no hacer todo el tiempo el canelo, como les decía su entrenador. A pesar de todo, la santa paciencia se ejercita en estos campos también. Dios se lo pagará, le decía el Mosca, que era monaguillo en el convento de las monjas y sabía de Dios un montón, según él.

Así que el entrenamiento de aquel día discurrió como el de otros sábados: un desastre. A veces aparecían ciertos atisbos de que alguno se estaba enterando de algo. Por ejemplo, en el Valilla, pequeñajo y escurridizo delantero centro, que birlaba la pelota y driblaba como un diablo ante defensas mucho más fuertes y grandes que él. Era el único capaz de hacer algún gol y se desesperaba cuando veía lo que algunos compañeros hacían en el partido. Otro era el Vaca, hijo del lechero del barrio y defensa central, burro como un arao y de los que opinan que si pasa el balón, no pasa el tío. A veces, el Vaca le enviaba la pelota directamente al Valilla y, a veces, gol. El resto del equipo, unos negados muy simpáticos, que se abrazaban y celebraban los escasos goles como si hubieran ganado la copa del mundo.

¡Ahora, la sorpresa padre! Si, vale, vale, pero quiero que os alejéis y forméis un círculo, como el del centro del campo.

Como no les salía muy bien lo del corro, que era cosa de niñas, se fueron todos al centro del campo, que aún conservaba el trazo de cal del último partido. Se situaron sobre él y allí esperaron a que Don Emilio se acercara con la maleta que había dejado al pie de la portería.

La abrió con mucha parsimonia y ante el asombro de todos fue sacando unas bolsas de papel celofán transparente, que contenían el equipamiento completo de su equipo del alma. Una camiseta de rayas verticales blancas y rojas y un pantalón negro. Todo de la misma talla, pero eso sí, cada una con su número puesto, incluida la del portero, que era de color verde con coderas negras. Lo que no iba a quedar a juego eran las medias, que según el código de colores pertenecían al Real Madrid. Pero que se le va a hacer, no se puede tener todo.

El alborozo y la alegría en las caras de todos los chicos, la enorme sorpresa que les había dado su entrenador, no dejó asomar la desazón al comprobar que aquellas prendas o eran demasiado grandes o demasiado pequeñas, salvo en dos o tres casos en que habían coincidido exactamente con la talla del usuario. Ya se apañarían. Lo que importaba ahora era que formaban un verdadero equipo, todos vestidos iguales. Seguro que así uniformados, ganarían más partidos.

Todos se abrazaron a su padre espiritual y deportivo, con tal ímpetu, que estuvieron a punto de tirar al suelo a semejante torre humana.

Eh, chicos, tranquilos que aún falta lo mejor. Por lo pronto poneos en alineación, como cuando se colocan los equipos para la foto. Aúpa, aúpa que ahora parece que tenemos más luz. ¿Más luz para qué, padre? Pa que va a ser, pa hacer una afoto. Muy bien, mira que listo es  el Alex.

Mientras su selección se enredaba en comentarios, el padre Emilio fue sacando del fondo de la maleta un trípode de madera que desplegó ante la mirada atónita de sus jugadores. Volvió a la valija y obtuvo de ella una cámara ultramoderna que atornilló a la base del trípode, ajustó su objetivo, calculó la distancia, la abertura de diafragma y  la velocidad de obturación como un verdadero profesional. Con la escasa luz difusa de la niebla, en ausencia de sombras y teniendo frente a él al conjunto deportivo más atlético que imaginarse pueda, dejó el aparato listo para inmortalizar el momento.

Todos atentos, que voy a poner el temporizador para que me dé tiempo a situarme a vuestro lado. A la una, a la dos y a las tres.

El cura salió corriendo hacia el lado izquierdo de su equipo y se colocó junto al portero, su estimado Fran. La cuenta atrás llegó a su fin y el disparador automático saltó con su clic mágico, dejando fijado para la posteridad el momento estelar del estreno de las camisetas del Atleti del Rollo. Un equipo de primera en el último puesto de la tabla.

En un aparte se dirigió a Fran, el portero y, guiñándole un ojo le dijo al oído que la cámara no tenía carrete, que la foto era una broma, pero que era un secreto que tenía que guardar para siempre.

Al cabo de un par de semanas de este feliz evento, el padre Emilio, sin dar razones ni despedirse de nadie, desapareció de la parroquia y fue sustituido por otro aspirante a sacerdote que no pudo hacerse cargo del equipo. El pobre ya atendía la sección de los ancianos de la parroquia y no disponía de tiempo para todo. El Atleti del Rollo se quedó huérfano de entrenador, de mentor y de animador de sus desventurados partidos, pasando a ocupar su puesto durante el resto de aquella temporada el conserje del colegio, que no era ni por asomo la sombra de don Emilio. El equipo hizo lo que pudo cada domingo, eso sí, con sus camisetas nuevas.

Se terminó la liga, se repartieron los trofeos y  las copas y al último clasificado, se le concedió el premio de consolación, con un modesto diploma a cada jugador y otro como delantero revelación al Valilla.

Tras más de un año sin tener noticias del cura, ya en plenas vacaciones de verano del curso siguiente, el cartero del barrio dejó en el domicilio de Fran, el portero más goleado de la historia, un sobre del tamaño de un tebeo, que venía a su nombre.

Mira Fran, lo que ha llegado para ti –le dijo su madre.

Fran que venía corriendo y sudoroso de la calle, rasgó el sobre con muchos nervios y se quedó paralizado y perplejo al ver entre sus manos una enorme foto del equipo, que el cura tomó aquel gélido día en el campo de futbol. En su cabeza aún giraban las palabras sobre la broma que el cura había gastado a todos sus compañeros. En ese momento no sabía si odiarle o quererle aún más. Rio como nunca lo había hecho.

En el interior del sobre había otro más pequeño dirigido a la madre de Fran, como encargada de la catequesis de los que iban a tomar la primera comunión.

La madre abrió el sobre y se encontró con una foto más pequeña en la que estaba Don Emilio y a su lado una mujer sonriente con un bebé en brazos.

Aún no repuesta de la enorme sorpresa inicial, la perpleja catequista, preferida del párroco del barrio, desplegó el papel que venía en el mismo sobre y leyó:

Queridísima Señora Clara. En primer lugar pedirle mil perdones por no haberme podido despedir de usted y su hijo, a los que tanto admiro, pero las circunstancias se precipitaron y tuve que tomar una drástica decisión. La mujer que usted ve en la foto es mi esposa Gloria y el niño, nuestro hijo Fran. Ella fue la enfermera que cuidó de mi madre los últimos días de su vida y de la cual me enamoré. Tras una dura batalla con mi conciencia y en un diálogo sincero con Dios, decidí colgar los hábitos, abandonar mi carrera hacia el sacerdocio y casarme con ella. Hoy soy un hombre feliz, que vive sin remordimientos, ni arrepentimiento, por la decisión tomada. Usted es una mujer inteligente y sensible, que conoce muy bien que es esta clase de amor, entenderá perfectamente mi posición.  Pusimos Francisco a nuestro hijo en recuerdo y homenaje a su Fran, el mejor chico del equipo por su inteligencia y entrega. Espero que todo les vaya muy bien. Reciban un fuerte abrazo de esta familia.

Emilio, Gloria y Fran

PD. Dígale a Fran que tras la foto está pegado el negativo. Así podrán hacer copias para todos los componentes del mejor equipo de la historia del fútbol infantil de la ciudad: El Atleti del Rollo. Ah, y que me perdone por la broma.




Imagen: José Luis Rivero del Campo

Fútbol cero


A pesar de que el planteamiento de hoy pudiera contentar a los padres y madres-sobre todo a las madres-, otorgando una cierta esperanza, hoy tampoco he encontrado la fórmula ganadora. Es imposible. Hay frustración. Existe miedo, un brote psicótico cada vez que mis chicos pisan el césped artificial del campo de las Fronteras. Son muchos los puntos de análisis en el encuentro de esta tarde, desde el plano meramente deportivo, hasta el psicológico, emocional, maternal. Y cosas aún peores.

Tengo que extenderme en este punto de la maternidad, porque la actuación de las madres he de tratarla con otros métodos, porque no puede ser que se me pongan de esas maneras cuando sus niños van perdiendo, o cuando a sus hijos les hacen una falta o, yo que sé, cuando hace frío y sus criaturas han de jugar en pantalón corto. Reconozco que este tema me puede y veo que me afecta a mí, al juego, al equipo y a la liga en general, pues vamos a pasar, a poco que suceda algo, de un campeonato infantil de futbol, a otro de boxeo femenino al aire libre. En fin, a lo que iba. Sigo con mi crónica de entrenador que toma nota y pretende sacar partido a todos los partidos.
En primer lugar, un servidor continuó vislumbrando que es muy difícil jugar de tú a tú a los de las Fronteras, volviendo a plantear un trivote formado por Carlos, Ángel y Sergio. Aunque en la línea ofensiva, salí con la artillería integrada por Pepin, Juanjo y David. Ahí faltaba un enlace, un nexo de unión del que el Fronteras está sobrado. Son juegos totalmente antagónicos, donde el Fronteras juega con muchos de estos nexos, que forman con una impecable armonía un fútbol exquisito y letal. El único nexo nuestro, llegaba mediante la salida al contragolpe por las bandas, con Pepín y David convertidos en extremos.
En cuanto a las bandas, de nuevo el riesgo con el experimento de Arturo y la vuelta de Mochi a un lateral. El que juega con fuego termina quemándose, y hoy, los dos costados defensivos han tenido fallos puntuales muy importantes. No puede ser que dos defensas consigan hacer dos goles (uno de ellos a balón parado), ante una zaga pasiva en ciertos instantes.

Pero, ¡qué coño!, este lenguaje, que me pierde en mis crónicas ligueras, termino por aborrecerlo cuando veo lo que tengo delante de mis narices. A fuerza de leer todos los periódicos deportivos, escuchar todos los programas de radio y ver todo lo que la televisión vomita, acabo creyendo que yo, como entrenador del ultimo equipo de la liga infantil  de esta ciudad, soy Mourinho, Ancelotti o yo que sé, el mismísimo Guardiola. Yo y mis cuadernos. Hay que joderse.

La realidad es muy otra. Los pupilos que me han tocado en desgracia este año son un desastre. Tienen diez años, llevan jugando desde que los destetaron, pero no sé si han entrenado al futbol o a las chapas o no iba ninguno a entrenar. Se mueven como una bandada de estorninos siguiendo a no sé quién. Van de allá para acá todos juntos tras el balón, como si jugaran a guardias y ladrones y el balón fuera el ladrón. Para ellos no existen ni las áreas, ni las bandas, ni las porterías. Solo se dejan meter goles y se enfadan unos con otros, unas doce veces cada partido, que viene a ser la media de dianas encajadas. No hay criterio, ni orden, ni concierto. Nada. Futbol cero.
Estoy desesperado, no sé cómo encajar tanto despropósito, no hacen caso de nada ni de nadie. Para ellos el entrenador es un tipo que está en la banda, para hacerle sentir que no sirve para nada, al que nadie escucha y al que nadie obedece. Durante partidos y entrenamientos, se pasan todo el tiempo mirando fuera del terreno de juego, donde sus padres y, sobre todo sus madres, les gritan, les alientan, les animan, les dan instrucciones, les empujan a agredir al contrario, a hacerles faltas, insultan al árbitro…En fin, la guerra de los mundos.

El domingo pasado, habiendo perdido diez a uno (este gol, en propia puerta del Fronteras) y tras la bronca de costumbre de banda a banda, me dirigí a las familias y estas por poco me comen.

-A ver, vamos a ver si os tranquilizáis y podemos hablar.

-Venga, callaos y dejadle hablar a ver que se le ocurre a este.

-Sencillamente, que presento mi dimisión ahora mismo. El próximo partido lo jugáis a las órdenes de otro entrenador. Se acabó, yo no puedo más.

-¿Qué, que nos dejas así, los últimos de la tabla y te vas de rositas? Y una mierda. De eso ni hablar. Que os parece este, ¿eh?

La cosa se fue calentando y se armó tal alboroto y tan cerca estuvieron de la agresión física a mi persona, que los familiares de los chicos del otro equipo, volviendo de su glorioso desfile de vencedores, acudieron en mi defensa, y consiguieron, entre todos, rescatarme de una muy posible paliza.

Me metieron en un coche y me llevaron al bar de su sede, a celebrar su abultada victoria. Muy bien se portaron conmigo. Hasta me ofrecieron un puesto como conductor, en el taxi de uno de ellos.

Estoy muy contento con muy trabajo de taxista, en el que hablo de fútbol a mis anchas y también con mis  charlas a las madres de mi nuevo club, sobre cómo deben portarse con sus hijos en el campo y sobre el fútbol en general. Algo así como un psicofutbólogo para familias de Messis en potencia. Pero de ir al campo, nada. No sea que me vaya a encontrar con las de mi antiguo club.

De peonzas.


La infancia es nuestra historia. Allí está todo. El escenario: la calle. Los personajes: los amigos, los vecinos, la gente mayor y los maestros, el cura y el tendero: Vicente, José Luis, Pepa, Carlos, Tomasa,…El decorado: elementos del paisaje: casas, calles, palos, piedras, perros, barro, lluvia, ruedas, pájaros,…El tiempo: las tardes, el verano, el inicio de la noche, todo el tiempo del mundo para ganarlo. El drama: crecer, aprender que vivir es todo eso, descubrirlo y descubrirte en medio, protagonista que se hace y desaparece, siendo otro, en cada toma, en cada escena, en cada secuencia, en esta tu película que acabas de empezar a dirigir.

Como moneda de cambio para sobrevivir, luchar, ser tú, afianzarse, hacerse valer, están los cromos, las canicas, las peonzas. Juegos y juguetes que son la vida misma, cuando ésta se reduce a jugar y con ello aprender cómo se mueve el mundo y el dinero, como todo gira al compás de los cuerpos redondos, como vales lo que tienes y tienes lo que vales. Como ganar o perder en cada lance, en cada tirada, en cada gua, era sentirse vivo y hacerse persona en el medio en que te ha tocado ser y estar. Aprender de cada día que sales a la calle, para volver más maduro, más listo o más dolido. Y al día siguiente, otra vez salir y aprender más de lo mismo o todo nuevo.

La memoria guarda momentos únicos, como cuando Vicente, el rey de los juegos de manos, el as del triángulo y las canicas de china, el poderoso destructor de husos de madera, convertía en mito su peonza, decorada con colores que vibraban al girar. Vicente la construía a su medida, atornillando un vigoroso pico de acero en el cuerpo de madera y colocando chinchetas en la parte alta, convirtiéndola así en una máquina infernal.  Tensaba el bramante como un cable de acero, haciendo girar su mano con fuerza alrededor de la peonza. Una moneda de dos reales anudada al otro extremo de la cuerda ponía freno a sus dedos. Colocaba el pulgar en el pico, afilado en las piedras de las fachadas de las casas. Pasaba la mano por encima de su cabeza y soltaba tal zurriagazo contra el suelo -al que caía, como un obús, aquel juguete diabólico- que rebotaba tan alto como él era. Si en medio del círculo de juego, pillaba una pobre peonza inconsciente y derrotada, la abría como una sandía, dejando en el aire pequeñas esquirlas de madera y un mecagüenlaputa del dueño contrincante.

Vicente sonreía, pedía perdón y abrazaba al perdedor, convenciendo con su mirada azul y su tierna sonrisa. Así era Vicente.

José Luis, el cabecilla de la panda, el chulito del barrio, el líder de los asaltos a la huerta de las monjas para robar fruta, el de los capones a los pequeños, el que siempre quería ganar, también jugaba aquella tarde. En su turno, su peonza terminó de bailar sin poder salir del área señalada. Se quedó exhausta en el interior, muy cerca de la frontera, al límite de la salvación, dejando tras ella el dibujo curvo del azar y la necesidad. Quehijaputa, fue la expresión de rabia y frustración que compuso junto con su rostro moreno, sus ojos negros y su pelo salvaje. A continuación, Vicente, preparado para el tiro, alzó su mano, se giró y lanzó con todas sus fuerzas. El clavo brillante y veloz como una flecha, voló, desplegando la enorme energía contenida en la cuerda. En su recorrido se encontró con la cabeza agachada de José Luis, que quería recoger su peonza. El impacto fue tremendo. José Luis cayó al suelo y un atroz chillido salió de su garganta. Un chorro de sangre engominaba sus revueltos mechones y le manchaba la camiseta. Vicente se agarró a él, lo levantó y juntos, entre quejas, insultos y perdones, caminaron a su casa, donde su alarmada madre le hizo la primera cura antes de llevarlo a la Casa de Socorro. Le pusieron tres puntos y un turbante en la cabeza unos cuantos días.

Todos seguimos jugando a la peonza. Y tan amigos.

El dolor de la noche


El bus traspasa la noche rodando veloz por la autopista. Cercado por coches, motos, camiones, furgonetas, otros autobuses, se hace un hueco con su potencia de cuatrocientos caballos. Transporta en su interior decenas de personas cargadas con sus bolsas, sus derrotas y deseos. Vuelven de esa gran ciudad que empequeñece en el espejo retrovisor. Apenas se miran, se sientan, sacan sus móviles y quedan hechizados por la luz que emana de ellos. Las pantallas iluminan la difusa oscuridad del interior del autobús. El amortiguado ruido del motor amodorra los oídos y prepara a los viajeros para el sueño. Las veloces  luces de los edificios cercanos, de las excesivas farolas, de focos y de frenos, van dejando sus estelas en los ojos que, ajenos al espectáculo, mueven raudos sus pupilas ante los rectángulos multicolores. El sonido de la radio llega indescifrable hasta el pasillo. En él, los distintos perfumes de los viajeros que entran y salen, se mezclan y desaparecen, ventilados por el aire que se cuela al abrirse las puertas.

Eduardo se ha sentado al lado de la ventana y mira absorto el paisaje nocturno de la ruta. Él no ha sacado su móvil. Total para qué, a sabiendas de que en él, no va a encontrar más alegría y más belleza de la que carga en su memoria. Presta atención a la conversación de las dos chicas que van en los asientos de delante. Apenas el murmullo de sus voces le hace pensar que son dos maestras que hablan de sus trabajos, de los alumnos,  de sus respectivas familias. Siente el codo izquierdo de su vecino de asiento, que se le clava en su brazo derecho. Le molesta, pero no puede apartarlo. Es un joven grande, robusto, que apenas cabe en el hueco y no puede evitar ocupar más espacio del que le corresponde. Lleva los auriculares puestos, conectados a su móvil.

Su atención difusa, pasa de las chicas al sonido de la radio, unido al ruido del motor, de fondo al rumor de su propio cerebro que le irradia con dulces pensamientos, con los  pequeños poemas de su amada. Vuelve a imaginar a Mercedes, sentada frente a él en el bar, mientras tomaban café, mientras se miraban, mientras se besaban. La visualiza perfectamente. El óvalo moreno de su rostro, su cutis liso y suave, la pureza de las líneas de sus cejas, sus ojos azabache, el amplio rizo de su  pelo cubriendo media frente, el abanico de sus pestañas donde él airea sus  emociones. Esa mujer, que con su inteligencia e imaginación le transporta a mundos imposibles, le muestra los lados más inesperados de la vida, le hace fluir en el universo que crea, allá donde ella esté.

Su mirada capta  un pico de papel, que sobresale de un pliegue del respaldo del asiento delantero, a la altura de su mano. Le llama la atención y lo saca del lugar en el que alguien lo ha colocado. Igual que en otras ocasiones  puede ser un billete usado, el envoltorio de un chicle o una bola de papel de fumar. Lo extrae. Así ahorra trabajo al servicio de mantenimiento de los autobuses. Está doblado en varias capas. Lo despliega y advierte que contiene un texto escrito a mano. ¡Un mensaje en el asiento del autobús! Extrañado por el hallazgo, mira a su derecha y comprueba que su compañero de viaje tiene los ojos cerrados, concentrado en la escucha de su música. Una minúscula letra femenina, que le resulta familiar, se aprieta de lado a lado de  la pequeña  superficie blanca, apenas una tarjeta de visita  de fino papel.

Lee: “Te vas/ te venís/ y dejas anillos en mi imaginación”. De mi admirada Gioconda Belli, dedicado a ti. Mañana en el  lugar de siempre. Te quiero. Mercedes. (Saluda de mi parte a tu compañero de viaje)”

Eduardo, confuso y asombrado, con esa felicidad redonda que proviene del amor, no tiene tiempo de mirar a la derecha y saludar al hombre del asiento vecino. El autobús, hace chirriar sus frenos, pero no puede evitar el tremendo impacto contra el coche que se ha cruzado en la pista, dando vueltas sobre sí mismo. Pierde su verticalidad y, tras arrastrar consigo a otros vehículos, colisiona contra el muro protector que separa las calzadas. Un cataclismo múltiple se abate sobre el asfalto. La noche se incendia y se torna trágica en treinta segundos.

Mientras, Mercedes en su cuarto, lee: “Es dolor/pero se crece en canto/porque el dolor es fértil como la alegría/riega, se riega por dentro, /enseña cosas insospechadas, enseña rabias/y viene floreciendo en tantas caras/que a punta de dolor/es seguro que pariremos/ un amanecer/para esta noche larga”. Goza de su amor, teniendo entre sus manos el libro El ojo de la mujer*





*El ojo de la mujer. Poesía reunida. Gioconda Belli. Colección Visor de Poesía. Madrid 2004. 8ª edición.

viernes, 12 de febrero de 2016

Los enanitos


En aquellos tiempos, cuando el bosque era un lugar terrible, impenetrable y peligroso, vivía un grupo de siete personajes caracterizados todos ellos por su pequeña estatura y su mala reputación, cuyo trabajo consistía en robar a las personas que se adentraban por los senderos del bosque. Eran gente procedente de distintas regiones del reino, que habían unido sus destinos al coincidir en celdas, cárceles y otras aventuras de índole diversa. Eran siete como los días de la semana, siete como los antiguos planetas, siete como el número mágico de los pitagóricos, siete como el más enigmático de los números primos. Siete para multiplicarse en sus fechorías y delitos. Conocían el bosque como la palma de su mano, asaltaban a sus víctimas sin que les diera tiempo a reaccionar y desaparecían apenas sin ser vistos, sabían escoger los lugares más recónditos para huir de la justicia. Entre ellos existía la solidaridad y la desconfianza de los criminales, siempre en continua pelea por el reparto del botín, conflicto que era solucionado por la autoridad indiscutible del mayor de ellos.

Un día que volvían de un atraco frustrado a la comitiva real, del que desistieron por la obvia relación de fuerzas en su contra, se encontraron agazapada tras unas zarzas a una niña de unos siete años vestida de princesita. De piel blanca como la nieve, con pómulos rojos como la sangre y el pelo negro como el ébano. Quisieron matarla y comérsela, pero el mayor de ellos, como siempre, decidió que lo mejor era llevársela a su guarida y poderla usar como rehén dada su condición noble o, sencillamente, convertirla en sirvienta para realizar las pesadas tareas domésticas. Todos de acuerdo, como siempre, menos el menor de ellos, que tras su torva mirada escondía deseos inconfesables.

Desde su llegada, la niña, a la que se le asignó para dormir el rincón más sucio de la cueva, tenía que hacer las tareas más pesadas para sus siete captores que, en un primer momento y para que no escapara cuando ellos estuvieran fuera, la sujetaron con una larguísima cadena. Esos bandoleros sucios, desordenados y groseros le gritaban y ordenaban hacer las tareas más humillantes y perversas que imaginarse pueda.

Pasó el tiempo y la niña se fue haciendo mujer en aquel entorno peligroso y deshumanizado. De este modo, ella también acabó por convertirse en aquello que, como ejemplo, tenía alrededor. Su cuerpo se desarrolló a la par que su maldad y con su natural inteligencia consiguió ser la única que era escuchada y respetada por todos, incluido el más viejo, que dada su decrepitud, había declinado su autoridad en aquella mujer joven, fuerte, resolutiva y  sobre todo, malvada.

Consiguió la liberación de su cadena, decidir que hacía y que no, con quien se acostaba y con quien no, distribuir las tareas más pesadas entre los enanos, aprender a manejar armas y caballos con el enano soldado, dirigir las operaciones delictivas, aprendió a leer con el enano monje, el más feroz de todos ellos, y hasta se adueñó del reparto de todas las rapiñas, de forma que las partes eran proporcionales a la responsabilidad en la organización de los atracos, es decir, que para ella quedaba lo más sustancioso.

Un tarde que Blancanieves descansaba a la puerta de su choza, sintió que alguien se acercaba por el camino. Se levantó, cogió su espada y su puñal y se puso en guardia. Al poco, vio aparecer a una viejecita desconocida para ella, que cargaba a su espalda un pesado fardo. Sin que la mujer se diera cuenta de su presencia, saltó sobre ella y le rebanó el cuello con el potente filo de su cuchillo. Al despojarla de sus raídas vestiduras,  observó que la piel de su cuerpo no era la de la vieja que aparentaba ser y que su ropa interior era fina y delicada, y muy cara seguramente. Arrastró el cuerpo hasta la perrera donde los canes salvajes dieron buena cuenta de sus carnes. Volvió sobre sus pasos y cortó las cuerdas del saco dejando al descubierto una colección de ropajes valiosos, joyas diversas, peines de oro y manzanas de dos colores.  Descubrió también un precioso libro de tapas de madera de ébano, forrado en satén blanco y con el título Diario de la Reina más Bella del Reino, bordado con hilo de seda roja. Lo leyó no sin cierta dificultad, pues la enseñanza de su lectura no había sido muy eficaz, pero al cabo pudo enterarse que aquella mujer era una reina, que por celos y envidia se había desecho de su hija abandonándola en el bosque e incluso llegó a pedir sus vísceras para comérselas. Una mujer muy prendada de sí misma, que hablaba con los espejos y les preguntaba a todas horas si ella era la más bella. Según sus propias palabras, uno de los espejos le confesó que su hija estaba viva, siendo ahora la más hermosa del reino. Cegada por la tóxica emoción de la rabia, salió en su búsqueda, sin que nadie en el palacio supiera de sus intenciones. Hasta ahí llegaba el relato.

Cuando los enanos fueron llegando de sus diversas correrías, los puso en fila y les hizo vaciar hasta sus bolsillos y proceder así al recuento diario de los bienes robados. Hizo el reparto y al que protestó le asestó dos golpes con su vara de fresno. Tras la cena, que prepararon entre los mellizos y el tuerto, les relató lo que había ocurrido aquella tarde, pero solo les enseñó parte del botín que había conseguido. Ellos a su vez, contaron sus peripecias y  a petición de su jefa volvieron a referir por enésima vez como la habían encontrado.

A la mañana siguiente, Blancanieves no estaba en el campamento de los enanos repartiendo órdenes, como acostumbraba nada más salir de su choza. Nadie se molestó en preguntar dónde estaba, pues era frecuente que de vez en cuando desapareciera y volviera cargada de mercancías robadas o con tres caballos nuevos.

Mientras, ella cabalgaba en dirección al palacio real. Poco antes de llegar se lavó y acicaló en un río cercano, se vistió con la ropa que había sustraído a la vieja, se cubrió con sus joyas y caminando majestuosamente pasó por el puesto de guardia. Los soldados se cuadraron ante ella y gritaron: la reina ha vuelto, la reina ha vuelto. Todos a su paso la saludaban y se alegraban de su regreso, aunque pronto se dio cuenta que era una pose, un efusión falsa y concluyó que la reina no era muy querida entre sus súbditos, pensando que estos no eran más que esclavos en un reino injusto y corrupto.

Fue conducida a sus aposentos por las damas reales que salieron a recibirla y una vez allí hizo llamar al rey. Entró pavoneándose en el salón y cerrando la puerta tras de sí, se fue acercando a ella asombrado por la deslumbrante belleza de la que creía su esposa. Ella, dejó que se acercará a su lado y, sacando de entre sus ropajes el puñal, se abalanzó sobre el monarca, dejando en su jubón una mancha sanguinolenta de la herida mortal de su corazón.

Resuelto a su modo, el conflicto, origen de su terrible historia de abandono y dolor, salió de los aposentos y se dirigió a la fragua. El herrero, que según el diario de la reina, era el cabecilla de todos los levantamientos que en el reino hubo, la miró con desprecio y siguió trabajando. Blancanieves se acercó a él y le describió lo que había sucedido en lo que llevaba de día, dejándole  perplejo y feliz al mismo tiempo. Sin más palabras, salió de la herrería y subiendo a su caballo, se alejó para siempre del palacio.

Mientras galopaba, se iba despojando de sus ricas vestiduras. En esto, se cruzó con un príncipe que volvía de cazar con su séquito y que al quedar atónito mirando su desnudez, recibió un:

-Tú, ¿qué miras, imbécil?

Pisando nieve


Apenas he dormido. Un viento huracanado lamentaba su airada vida, destrozándose contra esquinas y tejados. Su voz quejumbrosa no dejó de darme la lata, desde que a las tres de la madrugada comenzó la borrasca de nieve a barrer el aire de mi pueblo.

Sentía en mis oídos los crujidos de las vigas y travesaños de pino, también lastimeros, quizá por el frío y la humedad de mi casa. La pequeña ventana del garaje golpeaba de vez en cuando contra el marco. Nunca cerró bien y en ese momento no me iba a levantar a trancarla.

Tapado hasta las orejas, esperé metido entre mis mantas, en posición fetal, a que pasara esta noche triste, en la que, como en otras ocasiones no he podido evitar las lágrimas.

A las ocho ya estaba en pie, me lavé la cara con un chorro de hielo líquido que salió del grifo del lavabo y al mirarme en el espejo volví a ver las sombras, bajo los ojos, del mismo imbécil de siempre. El que nunca aprende, el que representa mejor que nadie el refrán ese que solo el ser humano tropieza cien veces en la misma piedra.

Volví al dormitorio, subí las persianas y abrí la ventana. Una ráfaga de viento helado entró y limpió el aire enrarecido de la estancia. El paisaje estaba precioso, con ese manto blanco, como dicen los poetas, que deja como recuerdo una buena nevada. La casa de mi vecino Paco tenía el tejado convertido en un grueso tablero de poliespan, los dos coches que pernoctaron en la calle cargaban con una capa de algodón en rama que les hacía invisibles y etéreos al mismo tiempo. En la calle, una franja negra dejaba claro que el  camión quitanieves ya había hecho su trabajo. La borrasca había pasado, pero aún quedaba una niebla alta, que tamizando una luz espectral, dejaba entrever un sol que luchaba por abrirse paso.

Sin pensármelo dos veces, me puse la ropa invernal  y me fui al monte a deleitarme con la nieve, a sentir bajo mis pies su mágico crujido, a volver a disfrutar de la alegría infantil de ser el primero en pisar la nívea superficie, intacta y delicada.

Cogí un plátano y un zumo, la navaja y mi ligero bastón de caminante. Me propuse ir a desayunar al pueblo que queda del otro lado del monte, una distancia muy asequible para mi estado de forma y que me serviría para refrescar mi cabeza, olvidar mis muermos y volver a sentirme otro, de nuevo.

Los senderos del monte con sus alfombras blancas. Las ramas de los pinos encorvadas por la pesada carga de la nieve. El arroyo destilando las últimas lluvias, con sus orillas de sábanas tendidas durante la noche. Los troncos de los pinos encalados por el costado ofrecido a la borrasca. El olor de ese aire tan limpio, como recién estrenado, esa luz, el silencio, la calma…Todo contrastaba con el estado de mi conciencia, alterada por los últimos acontecimientos, que no por repetidos, no dejaban de ser amargos y absurdos, como siempre.

Al poco de iniciar la marcha se cruzaron en mi camino tres corzos, posiblemente una pareja y su cría. Si apenas mirarme, brincaron, ágiles y elegantes, desapareciendo de mi vista tras la tupida columnata del pinar. Su paso me dejó en la retina el contraste del marrón acastañado de su pelaje, contra el blanco telón de fondo del suelo y las laderas. La magia de un hayku estalló ante mis ojos, como una estela de fuegos artificiales. Un maravilloso encuentro que me alegró la mañana. Pelé el plátano y me lo fui comiendo mientras seguía mi camino, sintiendo bajo las botas el crepitar de la nieve aplastada, algunos cuajarones de nieve que se desprendían de las ramas y caían sobre mi abrigo y mi capucha y me hacían reír. Me sentía feliz en contacto con una de las manifestaciones más bellas de la naturaleza.

Paré de súbito mi marcha, embobado como estaba, porque en el camino, a unos quince metros delante de mí, se había apostado un lobo, entre gris y marrón, con su perfil vigoroso y su enorme cola. Volvió su cabeza para mirarme y quedó fijo en el suelo, como estudiando la situación. La luz penetrante de sus ojos me llegó desde la distancia, paralizándome. Mi cuerpo se vio sometido a un derroche de adrenalina, que puso mi corazón a danzar como movido por un grupo de percusión. Mi respiración se aceleró y sentí una especial tensión en los músculos. Despacio, cogí mi bastón a modo de espada, en un absurdo intento de respuesta defensiva ante un ser que si quisiera, me atraparía entre sus mandíbulas, haciendo imposible mi respuesta. Al mismo tiempo, me sentía maravillado por la presencia de tan mítico y temido animal, dado que era la primera vez que yo tenía un encuentro con uno de ellos.

No sé el tiempo que pasó, diez segundos, no más, pero al cabo de ese intervalo apareció un segundo animal, quizá su pareja, que, sin detenerse,  lo sobrepasó por su derecha y, como si le hubiera dado una orden, arrastró a su compañero y ambos desparecieron de mi vista. Puede que siguieran la estela de los corzos.

Caí de rodillas en la nieve y, casi temblando, acabé tumbado en ella, dejando que mi respiración y todo mi cuerpo volviera a la calma inicial. En poco tiempo me había tranquilizado. Me puse en pie y seguí camino del poblado que ya casi tenía a tiro de piedra.

Al ir acercándome a mi, más que nunca,  ansiado café y sin dejar de pensar en el encuentro que acababa de tener, volvió, nítido a mi memoria, el brillo de esos ojos que ayer dejaron frío y triste mi corazón y mi casa. Una despedida sin palabras, una separación dolorosa, una historia de amor con final inesperado. No pude evitar el paralelismo con esa pareja de lobos: emociones encontradas.

También L.  se fue cuando su nueva pareja llegó a la puerta de la casa y esperó con su coche en marcha.

Solo me queda seguir pisando la nieve.

No tengo edad, no tengo edad...


No tengo edad, no tengo edad para amarte,...

Qué linda canción, qué bien la entonabas, que bellos aquellos momentos cuando estabas enamorado, que feliz me hacías sentir, apoyando tus codos o tus pies sobre mi cuerpo. Qué lindos tus quince añitos recién estrenados y yo, tan perenne, observando tu crecimiento, tus modales, tus enfados y tus risas. Viendo como la vida se desplegaba a mi alrededor, cumpliendo fielmente con mi función, en silencio y sin pedir nada a cambio.

Por aquel entonces, hacía poco que yo había llegado a tu casa, procedente de la vieja mansión de tus bisabuelos, allá en Rueda. Nunca me prestaste una pizca de atención, pero ahora que vas a deshacerte de mí y que, si dios no lo remedia, vuelva al universo convertida en mis moléculas elementales, deshechos mis enlaces atómicos por la energía del fuego o reciclada en cualquier otro objeto;  ahora, digo, me dejarás que te cuente parte de mi historia. Apoya tu somnolienta cabeza en mí y escucha.

Para empezar, no tengo nombre propio. Todo el mundo me conoce con un sustantivo común y en todo caso, le añaden un adjetivo de color, de tamaño, de material del que estoy hecha o el nombre de una persona, para recalcar que alguien fue mi dueña. En este caso, el de tu bisabuela Adela.

Una bisabuela que no conociste, guapísima y entrañable mujer, maltratada por tu bisabuelo, dueño y señor de todo lo heredado, hijo de bodegueros del buen verdejo de la tierra y déspota con todos los seres puestos a su servicio. Aún conservo en el mágico dibujo de mis vetas centenarias el suave tacto de la piel de aquella mujer, cuando me acariciaba con sus manos llenas de infinita ternura femenina.

Los enfados de su marido, su ira desatada, los recibía yo en forma de coces a mis bien torneadas patas, rectas y potentes, en las cuales, si te fijas, verás arañazos de las espuelas que gastaba para arrear a sus monturas.

De las tierras y vides no quedó nada, pues fue capaz de gastarlo todo en su pecaminosa vida. Viví con aquella trágica pareja desde que se casaron, pues fui uno de los regalos de boda que la familia les hizo. Me colocaron en el centro del salón, en la planta baja de su enorme mansión castellana, que conoció muy buenos tiempos, pero que también sufrió la decadencia y el horror de una guerra.

Soporté la carga de excelentes banquetes, con más de catorce personas a mi alrededor, disfrutando de cochinillos y corderos, de leche frita y exquisitos vinos blanco y tinto del Duero. Padecí las acometidas de tu bisabuelo en la carne sumisa de su esposa y en la de otros cuerpos de mujeres a su servicio. Me dolió acoger sobre mí, el cadáver de tu abuelo Servando, viudo desde muy joven y muerto en una guerra fratricida, dejando sobre la madera del castaño la mancha indeleble de su sangre.

Tus bisabuelos murieron ambos en el incendio de la casa, quizá un descuido, quizá la borrachera, quizá el azar o Dios quizá. Pero salvó mi vida la pericia y valentía de los vecinos que intentaron rescatar a la familia, y como era necesario liberar la puerta de mi peso, salí la primera de la casa, chamuscada pero entera, muy dolida al ver tanta tragedia. Tu madre, bajo mí cuerpo, también salvó su vida. Tu madre, huérfana de todos, menos de mi cobijo, hermosa criatura que disfrutó de la vida, junto a su marido, hasta que perdida la cabeza, marcharon juntos para ser atendidos en una residencia.

Cuando vine a vivir a tu casa, como amada herencia de tu madre, fui colocada en el garaje y allí he servido como depositaria de la compra semanal, de mesa de pingpong, banco de trabajo para tus chapuceros bricolajes, para juergas en el jardín de tus amigos domingueros, cobijo para tu soledad entre el armazón y mi tablero, pavimento para tus zapateados, escenario en tus teatros, receptora de la ira de tus puños cuando el fracaso merodeaba en tu destino. De todo.

Este centenario trozo de madera del milenario castañar de la Yedra, ha sido testigo de casi dos siglos, vividos desde que el carpintero me nació de una sola pieza, me amarró a la tierra con estas robustas patas pulidas con esmero y me dejó en el mundo, para ser fuerte, resistente y feliz a mi manera.

Y ahora tú, solo y perdido en tu frustración, me vendes a un chamarilero, junto a  mi pasado infinito y frente al incierto futuro, hija del sol y de la lluvia, morada de insectos y de aves, alimento de dioses y legiones de romanos, madre de leyendas y de erizos, hermana de la luna, dueña del destino de los hombres, imagen admirada del otoño cuando dejaba el bosque convertido en un mar de hojas rojas amarillas y ocres.

Vuelvo a recordar la vieja canción de tu infancia: no tengo edad, no tengo edad para amarte… porque has de saber que el buhonero de las antigüedades,  ha hecho un buen negocio vendiéndome a tu querida Gigliola Cinqueti, en la feria del mueble antiguo de Madrid.

Veremos qué tal se porta mi nueva dueña. Me llevan a Italia. Ciao bambino.

Un billete de 20 euros


10 de febrero de 2016. El país Catalunya. Edición digital. Fragmento
de 100.000 usuarios de Renfe padecieron ayer una nueva jornada de caos en la red de Rodalies. Fueron víctimas del humo que, desde la una de la madrugada, se empezó a extender por la tupida red de túneles que permite a los trenes cruzar el subsuelo de Barcelona. El humo surgió de un incendio que prendió en una antigua estación de Adif nunca utilizada —Vilanova Bifurcació— cerca de la zona de vías, donde había basura, colchones y muebles viejos. La empresa pública sabía que había personas que accedían a esa zona —lo denunció—, pero no controló la acumulación de objetos que alimentaron el fuego.



Aunque Adif detectó el humo de madrugada, no fue hasta muchas horas después que no se pudo apagar el incendio y ventilar los túneles. A las cinco de la mañana ya se sabía que los trenes no podrían circular, pero el volumen de usuarios hizo imposible habilitar servicios alternativos, por lo que se decidió que ningún convoy accediera a la almendra de red ferroviaria de Barcelona, por donde pasan cada día unos 400.000 pasajeros. A las ocho de la mañana empezaron a circular convoyes vacíos para generar corrientes de aire que aceleraran la evacuación del humo. Después de mediodía algunos trenes con pasaje empezaron a ponerse en marcha, pero no fue hasta las cinco de la tarde que se restableció la normalidad

11.2.2016. El país edición digital. Fragmento.

Latas de cerveza, un somier quemado, algunas prendas de ropa tiradas... El lugar que ayer originó el caos en la red ferroviaria de Cataluña, un pequeño callejón sin salida, escondido en una esquina de una estación de tren que nunca llegó a usarse, tenía señales claras de haber sido visitado. ¿Pero vive gente allí? “¡Nooo! ¿Quién viviría ahí? Nadie, es imposible”, asegura un hombre joven que duerme en uno de los últimos asentamientos del distrito de Sant Martí, en la calle de Pamplona, y que está justo al lado del agujero por el que si alguien se cuela llega hasta la estación donde empezó el fuego. Hay que escurrirse por el boquete en la pared, cruzar la vía del tren, entrar por una puerta rota, y caminar unos 300 metros por los túneles.

Comunicado del Ayuntamiento de Barcelona. Fragmento.

El Ayuntamiento calcula que unas 30 personas viven en la nave de manera permanente, y que otras tantas van y vienen durante el día. El asentamiento, con unas cuantas chabolas contra una pared, tapadas con plásticos, y una especie de aparcamiento con furgonetas dentro, aúna a marroquís y subsaharianos. Algunos viven allí, otros lo usan como almacén de chatarra y otro material.

11.2.2016. La vanguardia. Edición digital. Fragmento.

En la red ferroviaria de Barcelona hay varias estaciones subterráneas que ya no se usan. Muchas de ellas no se llegaron a abrir y otras han sido derribadas parcialmente dejando parte de los andenes. El caos en la red de Cercanías que se ha producido este martes lo ha provocado, según la investigación, el incendio de un colchón en un apeadero que no se llegó a usar entre Arc de Triomf y El Clot. Los cambios de planificación en las líneas y mejoras en las infraestructuras han dejado instalaciones abandonadas por las que corren leyendas urbanas y visitantes de todo tipo. Hay rutas organizadas para hablar de ellas e incluso fanáticos del submundo del ferrocarril que desafían las prohibiciones y bajan a las vías para recorrerlas.

Informe del Parc de bombers de la zona franca. Fragmentos.

El equipo enviado al lugar de los hechos actúo de forma diligente y puso en marcha los equipos de extracción de humos, las mangueras de largo alcance y los extintores para productos químicos. El personal tuvo que protegerse con máscaras y portar botellas de oxígeno, dada la densidad del humo del foco del fuego, que en un primer momento parecía proceder de la estación abandonada…

De entre los montones de basura y restos acumulados, se pudo rescatar el cuerpo de un hombre que, llevado a zona asegura fue atendido por los servicios sanitarios de emergencia.

Informe médico del servicio de emergencia. Fragmento.

Individuo de unos cincuenta años de edad, con rasgos árabes, quizá marroquí, de un metro setenta de estatura, unos cincuenta kilogramos de peso y complexión media. Presentaba claros síntomas de asfixia por inhalación de humos muy tóxicos procedentes del incendio declarado en el interior del túnel. Se iniciaron labores de reanimación neumotora y cardiaca, pero tras media hora de intenso trabajo, fallecía por paro cardiaco.

Informe de la policía nacional. Fragmento.

La persona que resultó muerta por asfixia en el incendio, vestía traje de lana a rayas negras y marrones, camisa azul, gorro de lana y guantes. No tenía calcetines y llevaba un solo zapato. La ropa presentaba un alto nivel de suciedad y deterioro. Carecía de documentación, ni objetos personales tales como, reloj, cadenas o cualquier otro tipo de elemento. En el bolso interior de la chaqueta se encontró un sobre, sin dirección,  con una carta y un billete de 20 euros en su interior. Se adjunta traducción de la carta, hecha por nuestro experto.

Traducción de la carta hallada en el bolsillo interior de la chaqueta de la persona fallecida.

Querida hija:

Esta vez solo puedo enviarte 20 euros, porque ha sido un mes muy malo, con mucho frío y lluvia. Apenas he podido salir a buscar entre los contenedores y poco he podido vender. Espero que con esto te vaya llegando para el traje de novia.

Tu padre que no te olvida. Yusuf.