sábado, 26 de noviembre de 2016

Universos para lelos.

Él se da a la bebida. He comprobado que a la más mínima desviación de la recta que supone que tiene que ser su vida, bebe. Y mucho. De forma compulsiva, desordenada, caótica, de todo lo que pilla. En su estado más delirante ha llegado a beber colonia, alcohol para las heridas, orujo gallego o lo último, gasolina. Sabe que este tipo de comportamiento va a acabar con él más pronto que tarde, pero nada, que no reacciona. Ni siquiera cuando ve como su mujer –que es la mujer más hermosa del mundo, las más buena, la más comprensiva, todo, todo- llora, se desespera y le pone en la tesitura de la separación. Ni siquiera en ese caso, valora todo lo que perdería de continuar con ese absurdo vicio suicida.
Todo empezó con mi operación de tiroides. Tras un análisis minucioso de la situación y después de llegar a este nivel de conocimiento submolecular que tengo ahora, el cual me permite acceder a una visión de la realidad en extremo inconcebible para el común de los mortales, puedo asegurar que este individuo, o lo que fuera entonces, estaba allí, en el quirófano, esperando a que el cirujano me abriera el cuello de lado a lado, para extraerme el maldito tumor maligno, que me tenía el tiroides como una cesta de nueces a punto de estallar y repartir toda la pandilla de cangrejos por el resto del cuerpo y llevarme pateta, como decía mi abuela. No pasó, porque me salvó el buen hacer del equipo médico, pero a cambio…
A cambio, todo cambió. Todo se volvió del revés, raro en un principio. Toda mi experiencia vital cruzó la frontera del universo conocido y accedió a otros universos paralelos en los que ahora habito. Me fui, o mejor dicho, él me desplazó de mi cuerpo al otro lado del espejo, o a través del espejo, como diría mi buen amigo Charles Lutwidge Dodgson, más conocido como Lewis Carroll, un tipo muy inteligente y simpático a pesar de lo que opinen algunos y algunas. Pero volvamos a lo mío, que me desvío del asunto principal.
En el momento que yo estaba más inerme, sumido en la penumbra más absoluta, con ausencia total de sensaciones, debido al efecto de la anestesia, con el cuello abierto con una tremenda herida en la que el cirujano hurgaba para cortar de raíz el desmedido bulto que estaba a punto de estallar; el susodicho, o sea, este maldito borracho con el que tengo que lidiar, aprovechó para colarse en las entretelas de mi piel, se adueñó de mi estado físico y me hundió hasta el infinito, en el estado de conciencia que llamamos por aquí, Ciclarck, una palabra aún desconocida en el mundo de los vivos de la realidad 1.
Para que nos entendamos y por si alguno de ustedes aún no se ha enterado, eso que llamo realidad 1 es, por decirlo suavemente, una mierdecilla comparado con lo que realmente y digo realmente en el sentido que le dan habitualmente cuando hablamos entre humanos realidad 1. Lo otro, lo que no vemos, de lo que no sabemos nada, eso que los científicos más avanzados intentan vislumbrar con sus complicadas ecuaciones,  eso que, al final, es mucho más simple de lo que imaginan, es de donde les hablo. Sin palabras, claro. Para resumir y en un lenguaje que puedan entender, soy o estoy o pervivo, eso da igual aquí, en un estado de onda en permanente cambio de ciclo, repitiendo un fractal simétrico que se asocia a singularidades infinitas desdobladas las potencias coincidentes y las que emulan en sus estrictos órdenes de Ciclark, que simultáneamente son multicéfalos en la acepción más heterogénea del término. O sea, no se para que se lo comento, porque ni siquiera el doctor Higgins se está enterando de la misa la media. El pobre todavía anda pavoneándose con sus bosones y esas cosas de preescolar.
Se creen que me estaba olvidando de mi operación. No, no, ni mucho menos, porque como les decía, ahí empezó todo. El borracho que ahora se acuesta con mi mujer, probablemente estaba en la realidad 2, estado en el que los cuerpos de la realidad 1 que mueren, se van acomodando, mientras las partículas subatómicas de su estado de conciencia 1 pasan al estado de conciencia 2 y devienen en seres que pueden transitar, provisionalmente de la r1 a la r2 con c1 y c2 o viceversa. ¿Me siguen? Da igual, tampoco es importante. Ya lo sabrán cuando suceda, si es que sucede, pues también esto tiene carácter aleatorio y caótico, pendiente de un estado magmático y fundente donde el todo se transmuta permanentemente en otro todo, r n elevado a n, con c n elevado a nc. Vale, basta de letras, que aunque a los matemáticos les encantan y eso que son de ciencias, a un lector de este tipo de relatos, las letras, como símbolos matemáticos, les ponen de los nervios.
Termino ya. Siempre, y digo siempre con el carácter relativo que esta palabra tiene, donde el todo transmuta en tiempos superpuestos y espacios interrelacionados en interdimensionalidades conmutativas de Ciclark, siempre, que es nunca en cuanto te descuidas, la r1 es manipulable desde el control de rn, por ser entre otras cosas una realidad simplificada, útil para que los seres que la habitan puedan moverse en ella con cierta dosis de cordura y sentido común, poco, pero bueno, dejémoslo ahí. Así que, a pesar de mi estado plasmático, aun así, los celos me pueden, a mí, un rn elevado a n con restos emocionales del estado r1. Y esto, que desde ahí, amados lectores, puede resultar primitivo, aquí, no es más que una posibilidad para cambiar el estado de cosas de la r1c1.

Ese que me transformó en su huésped, invadiendo mi cuerpo, ese que ahora es mi esclavo, se está matando a base de alcoholes, fenoles y drogoles. Y eso es lo que pretendo. Así, mi mujer, mi viuda de la r1, se liberará de semejante cenutrio, enviudando por segunda vez. Él retornará al caos y yo, seguiré volviéndome cada día más loco, por las ganas que tengo de acostarme con ella. Daría parte de mi estado Ciclark por volver a r1c1, aunque solo fuera por una noche.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Cicatriz inversa

Adoro las cicatrices de los hombres. Amo a sus dueños. Me emociona escuchar de su propia voz el porqué de su existencia, el cómo sucedió el accidente, los detalles de la operación, los pormenores del trasplante, las mil y una circunstancias en las que se produjo la herida, el corte, la amputación, la escisión de la piel y cómo ésta fue cosida, cerrada, suturada, hasta dejar sobre ella la marca resaltada, cuanto más extraña y evidente, mejor. Es la vida de esa huella en la piel, desde su nacimiento hasta el momento en el que yo llego a conocerla, lo que supone para mí una fuente ilimitada de placer y alegría. Tanta, que se ha convertido en una verdadera adicción, una hermosa manía coleccionista. Me siento, a veces, como la vampiresa que busca en la sangre la fuente de vida eterna. Me puedo pasar horas mirando con deleite sus formas únicas, el paisaje pespunteado que se dibuja en la epidermis, la línea que delimita los puntos por los que pasó la aguja curva, la delgada lámina de superficie brillante que aflora tras al drama a que fue sometida, el cosido perfecto producto de las manos de un cirujano artista y delicado, la forma marciana que otro, chapucero, dejó con prisas y malicia, un gusano inmóvil que habita bajo el tejido epitelial de un hombre dañado, marcado para siempre por la desgracia accidental que es estar vivo.
Adoro sus cicatrices. Me transformo cuando, en mi desesperada búsqueda en gimnasios, piscinas o playas nudistas, vislumbro un cuerpo sellado, estampado, decorado por la exclusividad de una bella o grotesca sutura. Tiene que ser mío, he de conocerle, tenerle cerca, amarle hasta poseer plenamente su señal específica, hacerme dueña de su historia y participar de la gloria de su goce, con todos los sentidos que mi cuerpo pone a su disposición.
Los diez dedos de mis manos y los diez dedos de mis pies, resultan insuficientes para apreciar la plenitud de esas minúsculas cordilleras donde las células se han retorcido, amasado, apelotonado, hasta conseguir su parte en el espacio, dejando en esa tarea un trallazo, un relámpago de piel, una brillante quemadura, una obra de arte casual, vital, inimaginable.
La punta de mi lengua no puede evitar la tentación de relamer su superficie irregular y estimulante, dejando que mi saliva le otorgue la humedad necesaria para que brille y se deslice suavemente en el contacto íntimo con mi piel, tersa y excitada. Esos cuerpos únicos, signados por la firma señera que ha dejado en su piel el azar, la fatalidad, el sino, son, para mí, el objetivo, la motivación, la pasión de mi vida. Una extraña y placentera enfermedad sin cura, a la búsqueda permanente de algo diferente, extraño, raro.

Mi ansia amorosa no sabe negarse ante lo nuevo. Pero cuando ya las he hecho mías con todos los sentidos, cuando su relato se acomoda y habita mi memoria, he de ir a buscar otra cicatriz, otro amante que deje en mí alma su identidad, y en mi piel la huella inversa de su dibujo, como los pies en la arena, los dedos en el barro, el molde metálico en las galletas, los anillos en el lacre caliente. Así, la superficie de mi cuerpo se transforma en un mapa de valles y barrancos, sajaduras y hundimientos, grietas y desplomes, hoyas y hondonadas. La trágica cartografía que dejan en la tierra los seísmos personales de los miles de millones de seres heridos que la habitan. 

martes, 15 de noviembre de 2016

Segmentos

Es una línea discontinua, como las de las carreteras. Carlos camina sobre ella, pero el trazo se interrumpe antes de que llegue al punto en el que puede descansar. Espera que se vuelva a rehacer y sigue caminando. Y así hasta el infinito, ese lugar que vislumbra a lo lejos y que es el objetivo inicial de su viaje. Nunca llega. El sueño o la línea se terminan antes. Gotas de lluvia en los cristales.
La recta continúa como la dejó. Está colocando sus pies descalzos en ella, para adaptar su pisada a lo angosto de la superficie por la que debe caminar. Alza la mirada y frente a él, veredas discontinuas como la suya se cruzan en todas direcciones. Carlos intenta ser fiel a su trazo, pero en todo momento siente como otros caminos se interponen en el suyo y le impiden continuar. La lluvia ha entrado por la ventana que dejó abierta en la noche.
Hoy son diferentes los colores de las rayas. La suya aparenta ser roja y los segmentos que la forman cambian de longitud y de anchura a medida que anda sobre ellos. Sus ojos están cansados del rojo y buscan insistentemente el blanco. Sobre la oscuridad impenetrable del fondo, destacan algunos tonos por su luminosidad o fosforescencia. Le atraen y quiere acercarse a ellos, pero nota como sus pies se aferran a su segmentada ruta. Se han formado charcos en la madera del suelo de su dormitorio.
Algunos adquieren una velocidad endemoniada. Raudos cruzan su campo de visión y le marean. El vértigo le puede y cree que va a caer. Una mano le roza su hombro derecho y equilibra su cuerpo. Vuelve a sentirse seguro. Sonríe y sigue caminando por su lindero rojo –su deseo de blanco se esfumó-, cálido y seguro, aún con el recuerdo de esa mano en su hombro. El moho comienza a invadir el parqué.
Son esquíes. Lo ve muy claro y nota la velocidad en el descenso. Lleva los pies bien anclados en el arnés. Otros esquiadores se cruzan en su trazo y dejan el paisaje convertido en un lienzo, surcado por una maraña de equis, imposible de cartografiar. Una mano sobre su mano le indica la dirección adecuada, el sentido correcto, la llegada. Y se aferra a ella como un niño a su osito de dormir. El bosque de moho invade el espacio de la habitación.
Todo es negro. La mano permanece. El frio comienza a amoratar su cara. Ponte el gorro, le dice su madre. Carlos quiere obedecer, pero no lo encuentra. Se coloca el viejo casco que usaba cuando iba en moto con su padre. Las mañanas de los domingos de invierno, pilotaba su Sanglas por carreteras heladas, anhelando las pistas que solo él conocía. Carlos se ha perdido en el impenetrable frondosidad. Hay mucha humedad.
-Papá, ven a buscarme. Mamá, él no llevaba casco.  
Al despertar, sus lágrimas humedecen el pelo de Ana. Se aferra a ella buscando el calor de su cuerpo. 

Despierta. Solo. 

sábado, 5 de noviembre de 2016

Vida y muerte de Anselmo Roiz de Arnesaga.

Duró poco. Su vida fue un acelerado viaje que comenzó y terminó en el mismo año de su nacimiento, cuando las criadas encargadas de su cuidado se volvieron contra su amo y decidieron abandonar a su suerte a aquel bebé, heredero de hacienda y fortuna de la poderosa familia a la que tan recientemente se había incorporado.
Unos cuantos meses de vida que, en la compleja historia del clan familiar al que pertenecía, supusieron una revolución tan radical en el devenir de los tiempos, que nadie ni nada podía haber predicho semejante convulsión.
No le dio tiempo a saborear las mieles de la vida regalada, las comodidades, el éxito económico, el regusto del poder, la satisfacción de ver cumplidos todos sus deseos, en definitiva, la suerte de haber nacido en el seno de un clan como los Roiz de Arnesaga, famosos en el orbe por sus tesoros y su capacidad de dominio sobre todo lo real, fuera esto humano, animal o cosa.
Anselmo fue concebido en una noche de pasión y violencia que su padre, el poderoso señor de Roiz y Vilardo, dueño de todo lo creado, tuvo con Aurea, la última joven que se había incorporado al servicio de palacio. Sobre ella, su potente grito en el estertor del amor, se extendió por toda la hacienda, para que su esposa, trastornada y encerrada en sus aposentos desde el nacimiento de su cuarta hija, fuese testigo de lo que su marido era capaz de hacer con el cuerpo de cualquier mujer que se le antojara.
El parto fue normal y el niño nació hermoso y sano. Su madre desapareció y nunca más se supo. De él se encargaron las nodrizas y amas de cría dispuestas para el cuidado de los hijos varones. Le atendieron con la dedicación a la que les obligaba el padre de la criatura, haciendo recaer sobre ellas la responsabilidad de su vida. Si el niño moría, ellas también. En las cuatro ocasiones anteriores en que el heredero no fue viable, una decena de mujeres lo pagaron con su vida. En el caso de que fuera niña, el mismo se encargaba de quitarles la vida.
Anselmo fue ocultado por su abuelo materno en un nicho de las porquerizas de la hacienda, la noche en que, tras largo tiempo de tramas, confabulaciones y complots, el colectivo de criados consiguió alzarse en armas contra aquel estado inhumano y brutal que había establecido el amo en sus dominios.
Se derramó sangre durante varios días en luchas cuerpo a cuerpo, contra la guardia pretoriana que custodiaba al señor y sus posesiones. Hombres y mujeres, unidos en una desesperada guerra por su dignidad, murieron y mataron, hirieron y resultaron heridos, hasta que gracias al poder de la multitud enfebrecida, el pequeño ejército con su tirano al frente, quedó asediado y encerrado en el palacio.
En el crepúsculo del quinto día de batalla por la supervivencia y la dignidad, el abuelo de la criatura, gravemente herido y con el arrojo vengativo cegando sus ojos, sacó al niño de su escondite y fue con él frente al balcón principal del palacio. Lo alzó, como si fuera un conejo, en su poderoso puño izquierdo y con un vozarrón siniestro clamó contra el padre, cercado en su fuerte. Asomó el déspota su cuerpo herido al balcón y un trágico grito suyo, rompió aquella atmósfera de odio, cuando el abuelo de Anselmo seccionó de un tajo aquel cuello infantil, mostrándole la cabeza de su heredero como un trofeo de caza.
En ese momento de locura y rabia colectiva, la muchedumbre, con su flamear de antorchas se abalanzó contra el edificio, haciendo extender un incendio, que acabó convirtiendo en cenizas, todo cuanto contenía. De la densa humareda, surgió el espectro doliente y angustiado de Aurea, semidesnuda, con el cuerpo devastado por la muerte, clamando con voz de ultratumba: ¡padre, que has hecho con mi hijo!



Final alternativo. (Junto a ella cuatro niñas y un grupo de mujeres, surgidas de la muerte, aquella terrible muerte que las depositó en lo más profundo de la tierra. La abandonan ahora para reclamar su cuota de venganza y disfrutar del clamor de alegría que les aporta el fuego exterminador de la justica.)

Subterráneos

El vehículo solar acaba de salir de su profundo agujero. Se dispone a despegar desde la plataforma de lanzamiento y se alza sobre el desierto que queda a sus pies. Bajo sus alas, desplegadas para recoger su imprescindible energía, palpita la ciudad subterránea. Las arenas y rocas que soportan temperaturas de casi cien grados, dibujan en la superficie indescifrables jeroglíficos multicolores. No queda ni un resto de vida animal o vegetal sobre la tórrida superficie del planeta. Naves ligerísimas se cruzan en el aire, desafiando los densos nubarrones de compuestos químicos que envenenan el aire. Sobre el suelo, detritus tecnológicos se unen entre si formando esculturas imposibles, resultado del azar y la fusión de basuras, deshechos que fueron máquinas en un tiempo, ya todo destruido y asolado.
Cada día, decenas de aeronaves dejan su seguro refugio para encargarse de la búsqueda y recuperación de los últimos despojos aprovechables. Todo aquello que dejó disperso en la superficie de la tierra, la última civilización, cercenada por sus propios errores. Una densa niebla se desplaza a ras de suelo y apenas deja entrever el macabro conjunto.

Mientras, la ciudad hormiguero se afana en la supervivencia cotidiana. Sus habitantes trabajan como obreros incansables a la captura del agua subterránea libre de contaminantes.  Se ocupan como infatigables hortelanos cultivando alimentos y produciendo oxígeno sin apenas luz. Luchan, como héroes, para preservar sus vidas, en las penosas condiciones que les impone el fondo oscuro de este mundo subterráneo. Son individuos sujetos al servicio de un enjambre que forma la última estructura de poder, el sueño del Ente. El imperio de un visionario que aunó esfuerzos y reunió consigo las voluntades de sobrevivir de aquellos esclavos que ahora le sirven.

La estación

La extensa y reseca llanura amarillea en esta época del año, cosechado ya el cereal. Un lejano chopo deja constancia de su solitaria lucha por la vida, en este paraje sin árboles. Es Castilla en su plenitud mística, con la radiante luz solar reverberando entre el suelo y el cielo. Silencio en la febril tarde de agosto, donde hasta los pájaros sestean. Un dibujo de líneas paralelas divide la plana meseta y se aleja, formando una amplia curva, hacia el infinito horizonte.
En medio de tanta ausencia emerge el singular edificio de la estación. Dos plantas edificadas con sillería de perfectos prismas en arenisca pajiza, acogen las viviendas de los empleados del ferrocarril. Varios ventanales dirigidos a los cuatro puntos cardinales, cierran el paso al calor. Un robusto balcón se asoma al andén, esperando que el tren, a su paso, lo sumerja en su niebla de carbonilla y vapor. Cuatro chimeneas se alzan al cielo como almenas de un castillo de juguete. El portalón de entrada, abierto y oscuro como la boca de un monstruo, espera deglutir viajeros y curiosos, habitado a estas horas por las sombras y las moscas. Dos olmos carcomidos donde anidan bandadas de gorriones, actúan de severos guardianes a los flancos de la estación. Todo se encuentra envuelto por el denso tufo de lámparas de aceite y faroles de gasóleo, que señalarán, cuando se crezca la noche, el cambio de vías y el paso del último tren. A partir de entonces, los grillos atronarán el aire y las luciérnagas pondrán sus mágicas lámparas al servicio de los sueños.

A tres kilómetros de allí, el pueblo se agazapa contra el suelo pardo y duro, como un vetusto rebaño de casas de adobe y teja roja. Duerme a la sombra del castillo medieval que le da nombre y pasa la noche aguardando la llegada del primer convoy de la mañana. El cartero recogerá el correo, el tendero su pescado y, quizá, algún viajero suba para ir a la capital de visita médica y algún otro baje, a comprobar como la rutina vital, ha dejado a su pueblo sin historia. 

Silvia, Silvia, Silvia

Soy lenta como la Tierra. Soy muy paciente, /cumplo mi ciclo, soles y estrellas/ me miran con atención…
Querida abuela Silvia:
Siempre te llevo presente en mi corazón. Lloro por no tenerte cerca, abrazarte y contarte por lo que estoy pasando. Tú ya no participas de este mundo absurdo, donde mucha gente se odia y ha venido a hacer daño a otra gente. La última vez que fui a verte a la residencia no me conociste: tu cuerpo es ya un montón de huesos cansados, tus ojos están cerrados, tu boca siempre abierta, tu mente perdida en otro universo. La verdad es que no sé qué sentido tiene la vida en esas condiciones. Me dio mucha pena verte así, pero al tiempo, te recordaba diciéndome que hay que ser fuerte, buscar la independencia y defender la libertad conquistada. No dejarse gobernar por nadie que no sea una misma. Y eso, en las circunstancias por las que estoy pasando, me supone una gran ayuda. No voy a olvidarte, debo tener siempre presente lo que me enseñaste. Aprendí mucho durante esas temporadas en las que mis padres desaparecían y me dejaban en tu casa. Cuando alguno de ellos volvía a buscarme, apenas les conocía, ni quería irme de tu lado. Les odiaba.  Contigo fui muy feliz.
Hoy cumplo los diecisiete y he firmado ante notario mi emancipación.  Después de pasar los últimos años por momentos terribles, se cumple uno de mis sueños: obtener mi libertad y alejarme definitivamente de la cruel dictadura de mis padres. Ellos, por fin, se separaron. Fueron una pareja odiosa para mí. El grado de violencia en su relación y también para conmigo y mis hermanos era insoportable. Después vinieron los cambios de domicilio, las idas y venidas de una casa de alquiler social a otra,  las mil y una parejas de mi madre, los hijos que tuvo con ellos –mis tres hermanos pequeños a los que no puedo olvidar-, las relaciones violentas y desmadradas con borrachos, drogadictos, ladrones, violadores –de esto mejor no quiero acordarme-.  Ante tanto desmán y tanta maldad, mi grado de ira iba en aumento y las peleas se hacían interminables, los escándalos eran diarios, las denuncias de los vecinos constantes... Intervinieron los servicios sociales y, entre otras cosas, me informaron de la posibilidad legal de la emancipación. No lo dudé ni un momento. Me costó tiempo y discusiones, pero al fin, ya la tengo. Ahora, sola, al menos, puedo respirar. No quiero volver a saber nada los que concibieron, pero a mis hermanos no voy a renunciar y en cuanto tenga un trabajo que me lo permita, pienso ir por ellos y sacarles del infierno que es la casa donde esté mi madre. Mi padre, ya sabes, perdido con el alcohol, ya ni es persona. Vive con su madre, pero ella, la pobre, cada dos por tres le echa de casa. Y vuelve. Y la machaca. Algo tendría que hacer.
Sonrío a mi pesar a todo lo que conozco. / Hojas y pétalos me acompañan/ estoy lista…
Me he propuesto escribir un diario, volcar en él mis pensamientos, mis dudas, mis emociones, todo lo que se me pase por la cabeza, dejar en el ordenador lo que voy haciendo y siendo. Te lo voy a dedicar abuela: la persona de la que llevo el nombre, la que me hizo tomar conciencia de ser mujer mucho antes de que tuviera la primera regla, la que me entregó su sabiduría sobre la vida, la que con todo su amor me sacó adelante, me mostró como hay que ser y qué hay que hacer para luchar por nuestros deseos, por el futuro, por la vida.
Escribo porque quiero ser escritora. Terminar mis estudios de bachillerato, hacer una carrera de letras. Esos son mis sueños. Sé que me va a costar mucho esfuerzo, sin tener el apoyo de nadie, ni siquiera el tuyo. Estoy sola.  No me importa, a pesar de todo, con mi fuerza de voluntad, conseguiré lo que me proponga.
Hace unos meses pasé por una crisis de ansiedad, mucha depresión e incluso intenté el suicidio. Perdí la cabeza a costa de tanto maltrato y tanta rabia por la impotencia que sentía. Me ingresaron.  Durante mi estancia en el hospital psiquiátrico, conocí a Marta, una chica bipolar que también había intentado quitarse la vida y me habló del calvario que había pasado. Me dio mucho ánimo y toda su ayuda para superar mi crisis, a pesar de que ella también lo estaba pasando muy mal. Me habló de Silvia Plath -otra Silvia- una escritora americana fascinante. Me prestó un libro con todos sus poemas. Quedé encantada con su personalidad, sus poemas y sus ideas. Ahora quiero iniciar mi reconstrucción, desde el momento en que me he visto a mí misma, sola y libre frente al mundo. De esta forma somos tres Silvias (tú, ella y yo) que, juntas, saldremos adelante.
Alquilé una habitación en el piso de una familia de emigrantes búlgaros, que se muestran muy cariñosos conmigo. Estoy viviendo del dinero que me ingresaron por la beca de estudios, pero ya me queda poco. He buscado trabajo y tengo un par de ocupaciones. Voy a una heladería cuatro o cinco horas, de viernes a domingo. Durante la semana le doy clases a dos mellizos y además reparto publicidad en los buzones. Acabo muerta y saco cuatro euros, pero no puedo dejarlo. Necesito tener ese dinero para mantener mi independencia. Para no terminar en la calle. No puedo quitarme esa posibilidad de la cabeza y por ello he acudido a los servicios sociales, para ver hasta qué punto ellos pueden ayudarme.
Y el gran cisne, con su mirada terrible, / viniendo a mí, como un castillo / de río crecido. / Hay una serpiente en los cisnes
He conocido a Rubén, un chico que también ha pasado por el mismo hospital que yo. Ahora está muy bien y me encanta contar con alguien con el que tengo esa experiencia en común. Me resulta agradable su compañía. No me hace sentir tan sola. Él es mayor que yo y sigue en casa de sus padres. Son una pareja muy agradable y me han acogido muy bien. Creo que les parece perfecto que esté con su hijo. Seguro que piensan que les viene bien tener novia. La madre me ha llegado a insinuar que si nos vamos a vivir juntos, pueden ayudarnos con los gastos.  A pesar de todo eso, tengo mis dudas, no quiero comprometerme en una historia con tantas lagunas. Acabamos de empezar y yo no estoy enamorada de él. Entre sus problemas está el que tiene miedo a la gente y, por eso, ni estudia, ni trabaja. No se cómo podré contar con él en un momento de zozobra. Es posible que sienta miedo y se refugie en su familia y me deje sola. Por eso, lo que consiga, ha de ser con mis propias fuerzas. Mantengo a raya el amor y ese tobogán por el que a veces las mujeres vamos a tumba abierta y al final, lo que le ocurría a mi madre, que acababa apaleada por los impresentables a los que les abría su corazón…o, quizá solo sus piernas. No estoy muy segura. Y eso, ni hablar.
Algunas noches se queda Rubén a dormir conmigo. Hacemos el amor y me gusta, pero no puedo evitar que, en esos momentos, vengan a mi memoria las escenas que presencié en mi casa, siendo yo muy niña y los malos rollos de los que he tenido que zafarme con algunos hombres que quisieron abusar de mí. Y, lo peor, aquel intento de violación del último bestia que estuvo con mi madre, que terminó conmigo en la comisaría, denunciando a mi agresor. Algunas de estas cosas yo creo que tú las has llegado a saber, o al menos, a intuirlas, porque en las temporadas que yo pasaba contigo, siempre me recordabas lo que debía y no debía permitirle a nadie.
Tuve oportunidades. Probé y traté. / cosí la vida a mi vida, como una voz rara. / caminé con cuidado con precaución, / como un objeto extraño/ intenté no pensar demasiado, traté / de ser natural.
Hoy ha ocurrido lo peor. Me han echado de la casa. El dueño me ha dicho que necesita la habitación para un familiar, pero creo que la razón es que estaba cabreado porque habíamos estado durmiendo Rubén y yo. Ya me lo temía, porque la primera vez que pasó, noté un gesto en su cara que me lo dio a entender. He llamado a mi chico, contándole el mal rollo que tengo ahora y ha venido junto a su padre a recoger la docena de cajas donde guardo mis cosas. Se las han llevado en su coche. Se han ofrecido a recogerlas en su casa, hasta que tenga otro lugar donde ir.
He ido a hablar con el psicólogo que me trata, para contarle mi situación a día de hoy. Ha llamado a los servicios de emergencia social. Vendrán a recogerme esta tarde al centro de salud y me llevarán a un lugar de acogida donde intentarán, en unos días, encontrar algo más duradero. Una residencia, un piso de acogida o algo así. Al menos, hasta que se estabilice un poco mi situación. No me siento desesperada, ni agobiada. Sé que todo se va a arreglar. Mientras, he estado en casa de Rubén hablando con sus padres. Les he relatado la historia de mi corta vida y, a pesar de la dureza de mis experiencias, ya no lloro cuando las cuento, pero la madre de Rubén se deshacía en lágrimas. Me daba lástima de ella, sobre todo por lo que ha pasado y está pasando con su hijo. Otra mujer, a la que la existencia le ha dejado un montón de cicatrices y tiene que seguir luchando por sacar adelante su vida y la de su hijo, al que no quiere renunciar. La suya es una historia inversa a la mía. A esta mujer, su hijo la ha maltratado con todas las tremendas jugarretas que la ha hecho y a mí, han sido mis padres los que me han jodido. Esta vida es una mierda para mucha gente.
Me voy al Centro de Salud, en media hora vienen a buscarme. Sola.  Pero, ¡adelante!, ¿eh, abuela?  Cuento contigo desde ese lugar que tienes en mi memoria, junto a esta mujer que se ha prestado a ayudarme y con mi determinación, que es muy poderosa.


Las frases en cursiva son citas del poema a tres voces, Tres mujeres, de Silvia Plath.


el pueblo de los verracos

El poblado está situado en lo alto de un cerro, con una extraordinaria perspectiva sobre el valle. Rodeándolo, discurre el río. Desde lo alto de las ciclópeas murallas que defienden su recinto circular, construidas con enormes bloques de granito y mucho esfuerzo, se ven y se oyen sus aguas. En esta época del año, bajan bravas y abundantes, debido al deshielo en las sierras cercanas.
El río representa la vida para los habitantes del poblado. Con sus aguas sacian su sed; con sus truchas, bogas y sardas calman su hambre; sus cabras, ovejas, vacas o cerdos abrevan y se refrescan en él; allí limpian sus ropas y sus cuerpos; recogen agua para la fragua, para templar los hierros y bronces de sus armas y herramientas. A sus orillas baja el alfarero para comprobar su trabajo en vasijas y cuencos. En las tierras de aluvión que se remansan en las orillas cultivan las coles, las habas o las lentejas con las que completan su alimentación. Se nutren, sobre todo, con todo tipo de carnes, pan de trigo o cebada y frutos del bosque, como las bellotas, con las que obtienen harina, triturándolas en sus pesados molinos de granito que mueven con las manos.
Desde lejos el poblado parece que arde. Entre los piornos con los que fabrican los tejados de sus chozas, se escapa el humo del fuego central de la vivienda, esa energía que rige la vida de sus habitantes.
Levantan construcciones redondas o cuadradas, a base de rocas y barro. Las hacen de diferentes tamaños, dependiendo de la clase social a la que pertenezca. Tienen la puerta orientada hacia el este, para que la luz les devuelva al día, tras la total oscuridad de la noche. Está cerrada con maderos unidos entre sí con tiras de cuero, que también les sirve de bisagra. Su cerrojo es un palo transversal. No tienen ventanas. El suelo puede ser de roca o de tierra apelmazada o de restos de cerámica y a veces barro seco. Todos los habitantes se sientan en torno al fuego por orden de edad. Duermen juntos, arrebujados en torno al fuego, que hay que mantener encendido durante todo el día y toda la noche.
Rodeando las murallas, los habitantes del poblado, han clavado cientos de enormes piedras cortantes que forman un campo disuasorio para los caballos de sus enemigos. La puerta sur está abierta a primera hora de la mañana y sus habitantes hace tiempo que han empezado a afanarse cada uno en sus tareas cotidianas. Unos atienden el ganado, cercado entre la fachada y la calle del poblado. Otros se acercan a comprobar el estado de sus cultivos de cereal.
Los jóvenes soldados, con ropa corta, pelo largo y capa sujeta con fíbula, miman sus caballos, entrenan sus destrezas como jinetes y sus dotes militares con espadas y lanzas.
El herrero atiza sus brasas y hace crecer el fuego con la madera de encina, que le trajo su pequeño hijo del monte cercano.
Las mujeres, vestidas con togas, los sagum, que ellas mismas confeccionan en el telar con pesas de cerámica, adornada y recogida su larga cabellera con los torques, trabajan en todo: la higiene de sus hogares y de sus pequeños, la comida principal en sus pucheros puestos al fuego, la limpieza y el orden de las chozas, el arreglo y confección de los tejidos de las ropas, los cueros de sus prendas de abrigo, la recogida de hierbas y bayas, la fabricación de quesos con la leche de cabra, la conservación de la miel. Sus tareas dan y sostienen la vida.
Un niño sale con su padre para ayudarle en las tareas cotidianas. Va desayunado con un tazón de leche de cabra, servido en su cuenco preferido, ese que está adornado con la estampilla repetida a lo largo de toda su superficie. De ordeñar a las cabras se ha encargado el mismo. Un trozo de pan, recién sacado del horno por su madre, le llena el estómago. Comprueba que no le falta su bolsa de cuero, que traerá llena de bellotas, o, si hay suerte con el cuerpo aún caliente de algún conejo que cace con su honda. O con piedras redondas para jugar a las canicas con sus amigos. Le acompaña también, como un fiel compañero, el pequeño cuchillo que le regaló su hermano mayor.
Van al monte, arreando su rebaño de cabras, y pasan cerca de la necrópolis, el lugar donde se encuentran las cenizas de su abuelo. Allí enterraron el invierno pasado, metido en una urna de barro, los restos del viejo, el último gran jefe que tuvo el poblado, junto con su espada y el ajuar de su traje de soldado. Una piedra hincada en el suelo marca el lugar exacto. Murió a los cuarenta años, de unas terribles fiebres a las que su esposa no supo poner remedio con sus hierbas curativas.
Al pasar por aquí, dejan de hablar y se ponen más serios. Hay que ser fiel a los muertos y a su culto. Ellos les dieron la vida y les esperan en el más allá.

Llegarán hasta donde pace inmóvil el grupo de grandes verracos de granito, los que delimitan sus terrenos, los que marcan sus cultivos, los que les dan confianza, a los que se dirigen para que velen por todos ellos y por sus ganados. El niño se sube a lomos de los míticos animales de roca y mira hacia lo lejos, donde la vista se pierde entre las copas de encinas y alcornoques, donde ciervos o jabalíes esperan a ser cazados para las fiestas de la tribu.  Eso sí, cuidado con el lobo. O con los temibles romanos, más terribles que los lobos.