lunes, 20 de junio de 2016

Vallecas Subway 4. Edgar Allan Poe

Buenas tardes.

Soy alcohólico. Llevo diez años sin tomar una gota. Me mantengo sobrio desde entonces.
Dirán ustedes que por qué les cuento esto. Estamos aquí para homenajear a un genio de la literatura, que sufrió el alcoholismo como una verdadera tragedia. Como todos los alcohólicos. Esta es la primera razón. Yo no soy escritor, pero si entiendo lo que pudo sufrir Allan Poe.
Días antes de empezar a dejar de beber sucedió algo que, quizá, fue lo que me llevó a tomar esa decisión. Sobre la mesa de mi habitación encontré, metido en un sobre marrón unos cuantos papeles inmundos, arrugados, escritos en inglés y con una grafía ilegible.  Como pude, los traduje y aquí les traigo lo que buenamente pude rescatar. Dado el estado en el que yo estaba entonces no garantizo que pueda ser lo que realmente decía el texto. El original desapareció en aquel tiempo en el que, entre los delirios por la abstinencia, la ansiedad y la agitación a la que estaba sometido, yo no era persona. 
Como saben, se barajan hasta doce hipótesis diferentes sobre el fallecimiento del grandísimo poeta, pero en realidad su muerte, según este documento, fue fruto de una sola cosa. El manuscrito del que les hablo, que, como supe después, me llegó a través de fuentes que no puedo desvelar, llevaba una pequeña tarjeta en la que decía que fue hallado en un bolsillo de la verdadera levita de Poe. La llevaba puesta un homeless, un vagabundo alcoholizado, del que encontraron su cadáver al día siguiente de la muerte del poeta, en otra de aquellas calles de Baltimore, poco recomendable.  Se supone que fue la última persona que estuvo con Poe, aquella fría noche del 3 de octubre de 1849. Dada la forma de escribir, es posible que también pudiera haber sido uno de esos escritores malditos, del que no se sabe nada.

Esto es una obligada cita, por su contenido específico, tomada del prólogo de Rubén Darío en una edición de la narrativa completa de E.A. Poe.
“”Otra dama recuerda la extraña impresión de sus ojos: «Los ojos de Poe, en verdad, eran el rasgo que más impresionaba, y era a ellos a los que su cara debía su atractivo peculiar. Jamás he visto otros ojos que en algo se le parecieran. Eran grandes, con pestañas largas y un negro de azabache: el iris acero gris, poseía una cristalina claridad y transparencia, a través de la cual la pupila negra azabache se veía expandirse y contraerse, con toda sombra de pensamiento o de emoción. Observé que los párpados jamás se contraían, como es tan usual en la mayor parte de las personas, principalmente cuando hablan; pero su mirada siempre era llena, abierta y sin encogimiento ni emoción. Su expresión habitual era soñadora y triste: algunas veces tenía un modo de dirigir una mirada ligera, de soslayo, sobre alguna persona que no le observaba a él, y, con una mirada tranquila y fija, parecía que mentalmente estaba midiendo el calibre de la persona que estaba ajena de ello.—¡Qué ojos tan tremendos tiene el señor Poe!—me dijo una señora. Me hace helar la sangre el verle darse vuelta lentamente y fijarlos sobre mí cuando estoy hablando»”
El texto del escritor anónimo dice así:
 “Tiene la desgracia de tener que llevar siempre puestos sus bellos ojos negros. Él renunciaría a soportarlos abiertos, para evitarse la cercana visión del mal, la horrible presencia de la fealdad, la certeza de la enfermedad y la muerte, el disparate de la violencia, la podredumbre de la pobreza, la envidia, los pecados, la ausencia de amor,… Pero no puede. La belleza de sus ojos ejerce un efecto tan potente en los ojos de los demás, que ha de servirse de ellos para proveer del sentido de lo bello a los otros.
No consigue, por amor a todos los seres vivos, prescindir de sus ojos. Y la vida se le va, entre el dolor de ver y el valor de dar paso a la visión de la belleza.
Es esa hermosa concepción, a la que los otros tienen acceso, pero solo a través de los ojos de Edgar.
De sus ojos a la palabra y de esta a los ojos de los demás. Surge así la sensación que el cerebro otorga a los seres que se sirven de él y obtienen la visión de lo bello y pueden ser felices.
Sin embargo, Poe no puede tener acceso a lo que los demás disfrutan y vive buscando siempre la historia perfecta, el relato sublime, la descripción redonda, el alma de lo bello en su literatura.
Se sirve de sus ojos y de su prodigioso cerebro, dotado para que las palabras se entrelacen y construyan frases, oraciones, versos, poemas, narraciones, cuentos, relatos, novelas, ejemplos todos ellos de la perfección y la gloria. La que le hemos negado aquí.
Pero también ese cerebro, le exige que aporte a su ser, hipnosis y perfección, alcohol y elixires, hambre y miseria, drogas y decadencia, asco y vergüenza, dolor y rabia, escándalo y reputación, enfermedad y amargura, muerte y obsesiones, amor y desesperanza.
Todo sucumbió con él, ayer, en esta calle de mierda. Dijo que tenía cuarenta años. Yo estaba allí y vi como agonizaba ahogado en su propia sensibilidad. Nadie me creerá, porque yo también soy un alcohólico y busco la belleza en este mundo oscuro y podrido.


Muchas gracias. 

martes, 14 de junio de 2016

La librería del Cervantes

José Luis y Patrocinio no es que fueran muy amigos pero, a veces, llegaban juntos al instituto. Eso sí, siempre que se encontraran casualmente por el camino. Tenían la misma edad y por tanto iban al mismo curso de bachillerato. Exactamente segundo. José Luis era pequeño y delicado, delgado y aparentemente débil, siempre cargado con una cartera de cuero, casi más grande que él, que le había hecho su abuelo. Patrocinio era alto y fuerte, con un vozarrón de susto y llevaba el último modelo de mochila. Se la había regalado su padre, encargado de la sección de papelería de la librería Cervantes, la más importante de la ciudad. Casi la única.
La librería Cervantes soportaba, a principios de curso, colas kilométricas, formadas a base de familias enteras con sus retoños, dispuestas a dejarse medio sueldo, en el futuro de sus hijos. Septiembre, el mes de los listados con los libros de texto de institutos, colegios, facultades y cualquier tipo de academia, que iniciaban sus actividades lectivas.
José Luis y Patrocinio, como se ha dicho, estaban en el mismo curso e iban a la misma clase, y, por tanto, tenían los mismos libros de texto. Patrocinio siempre los llevaba el primero y el resto de compañeros del grupo, incluido José Luis, cuando les tocara turno en la cola de la librería, o llegara el sobre a sus casas, con la nómina del padre. Siempre se estaba esperando algo. Así son las cosas de la vida.
Patrocinio se jactaba de la suerte que tenía, ya que su padre trabajaba en la librería Cervantes. Además, siempre presumía de bolis mágicos, perfectos lapiceros y pinturas exquisitas. Una pasada. Y qué envidia para los demás, que con los bic cristal, punta normal, azul, rojo o negro, iban que chutaban. A José Luis lo que más envidia le daba, era un lápiz metálico, que disponía de seis minas de colores diferentes. Le tocaría esperar para disfrutar algo así. Así son las cosas de la vida.
Los libros de Patrocinio iban forrados con las primeras fundas de plástico que se fabricaron en el país, e incluso, algunas que le enviaba un tío suyo desde Nueva York. Estaban hechas de una pieza, de colores sólidos y mareantes diseños, con solapas que encajaban perfectamente en sus tapas.
Los libros de José Luis se los forraba su abuelo, a base de papel de estraza de color marrón. Además, le pegaba una etiqueta con el título del libro, la asignatura, el autor, el nombre completo de su nieto, el curso, la dirección, el instituto, la clase y el tutor. Una ficha completa, a la que solo le faltaba la foto del alumno.
Lo mejor de los libros que forraba el abuelo de José Luis, era que iban reforzados en sus esquinas con alambre. Si, con alambre. El abuelo de José Luis, consideraba que los libros son un bien que hay que cuidar y conservar eternamente, tal es su valor.
Con un punzón, perforaba todas las páginas, en las esquinas superior e inferior del canto. Por el orificio realizado, introducía un trozo de alambre, con el que formaba un ángulo recto. Después, con unos alicates retorcía los extremos, dejando una especie de minúscula trenza metálica. Con un pequeño martillo iba golpeando, para disimular su grosor entre la cubierta. Punzón, alicate y martillo eran sus herramientas. Y, como no, unas manos acostumbradas a trabajos delicados. Con ellas convirtió una ficha de dominó, en un anillo tipo sello, incrustando una minúscula foto de su mujer. Era el regalo que le tenía preparado el día que salió libre de su condena, por pertenecer al bando de los perdedores. Tuvo que esperar cuatro años para volver a verla del otro lado de los barrotes. Así son las cosas de la vida.
Con papel de estraza envolvía la pequeña obra de ingeniería y dejaba los libros preparados para sobrevivir a los maltratos de un estudiante de bachillerato. El papel, también escondía el secreto que hubiera hecho morir de vergüenza a José Luis, si sus compañeros descubrían como iban remachados sus libros de texto. El libro de Geografía fue el primero en mostrar sus costuras metálicas. Patrocinio, se dio cuenta antes que nadie, y no tuvo reparo en mofarse de aquella artesanía, que fortalecía la estructura del libro, y dejaba a José Luis expuesto a las burlas de los demás.
Ambos entraron en una refriega verbal, que terminó en un cruce de amenazas y en un conato de pelea con puños y patadas. Los demás compañeros consiguieron separarles a tiempo, evitando males mayores, sobre todo, para José Luis, que tenía las de perder, claramente.
Al día siguiente, José Luis introdujo en su cartera de cuero, el punzón de su abuelo, pinchado en un tapón de corcho. En cuanto descubrió a Patrocinio en la fila de entrada, tiró la cartera al suelo y fue a por él, armado con el punzón. Con la rabia de la humillación, centelleando en sus ojos llorosos, se lanzó sobre su espalda y le desgarró con furia su mochila recién estrenada. Patrocinio se volvió sorprendido y, alarmado por la ira de su compañero de clase armado con el punzón, se quedó paralizado. Al ver su mochila rota se puso a llorar: ¡cabrón, te vas a enterar, se lo voy a decir a mi padre y te va a matar, hijoputa!.
Se arrodilló junto a su macuto, abierto en canal, que mostraba sus tripas colmadas de libros nuevos, recién forrados, junto a bolígrafos dorados y cajas de pinturas. Por su desconsuelo, diríase que acababan de asesinar a su mascota preferida.
El tutor de los alumnos llamó a las familias y les expuso la situación. Pidieron disculpas y al día siguiente las clases discurrieron con normalidad, con José Luis en un extremo del aula y Patrocinio en el otro. José Luis se quedaría sin paga varios meses para costear la mochila de su compañero.
Cuando el abuelo se enteró de que Patrocinio se apellidaba Bilbao y su padre era el encargado de la librería Cervantes, decidió ir a hablar con él, mientras los chicos estaban en clase.
Aquella misma tarde, José Luis y su abuelo fueron a visitar a la familia de Patrocinio. Al entrar en la vivienda, los enemigos a muerte volvían a verse, por segunda vez, en el mismo día. Al tiempo, sus abuelos se fundieron en un fraternal abrazo, que les hizo saltar las lágrimas. La nostalgia, los recuerdos del miedo compartido, la pesadumbre por las luchas perdidas, aquellas fichas de dominó, imprescindibles para aminorar el tiempo de la angustia y la desesperación, hicieron su trabajo y las emociones brotaron, como los arroyos surgen de la nieve.
José Luis salió de casa de su compañero con una mochila nueva, un lápiz metálico plateado, que permitía elegir entre seis minas de colores, y un nuevo amigo.

Ayer, José Luis y Patrocinio quedaron en la plaza para tomar café, como venían haciendo desde que se jubilaron. Durante el posterior paseo, se pararon ante los escaparates de la librería. El cartel de se vende llevaba puesto varios días. Todos los recuerdos de Patrocinio, como antiguo encargado de la sección de humanidades, y de José Luis, como profesor de filosofía y habitual usuario de sus recursos, volvieron a aflorar. El que fuera empleado del establecimiento durante cuarenta años, comentó:
- ¡Qué triste coincidencia! En el cuatrocientos aniversario de la muerte de Cervantes, cierra la librería. Las cosas de la vida.

- Si –comentó José Luis- pero no sabes lo mejor y esto es una sorpresa. Mis dos hijas han hecho una buena oferta y es posible que se queden con ella. Y, ¡quieren contar contigo, amigo mío! ¡Va a ser la librería más bonita del mundo!


Imagen: José Luis 
Rivero del Campo

domingo, 12 de junio de 2016

La despedida.

La verdad es que no sé por dónde empezar. Se me hace muy difícil este momento. Sabía que algún día tendría que llegar, pero, a pesar de ello, sigue siendo muy duro para mí, decirte que hoy será nuestro último día juntos. Te hablo desde el profundo sueño en el que ahora me instalo.
Nuestra relación ha sido muy larga. Demasiado larga, quizá. Se podría decir que desde que supe que me gustabas, hace ya más de 20 años, ni un solo día me he alejado de ti. Ni un solo día solo, ni un solo día he dejado de pensar en tu compañía, en la deliciosa sensación que me proporcionaba tu presencia, en los momentos de placer compartidos, en las dolorosas dudas, en la extraña impresión de culpa por esta relación, en los intervalos de mi vida donde no estabas, en la magia de vivir siempre tan cerca, siempre junto a mí, esa anhelante espera de tu presencia.
Una búsqueda de tu cercanía por mi parte, que anulaba la atención de todo aquello que no fuera el mito de tenerte entre mis manos, abrazar tu esencia, unirme a ti como a un coro, sumergirme en el jardín de estímulos de mi cerebro y abandonarme a la sensación amorosa, turbadora, que me otorgaba tu presencia.
Era algo que no podía evitar, superior a mis fuerzas, que me obligaba a volar hacia ti, salir en tu búsqueda y, ya contigo, comenzar de nuevo a caer en las redes que a mi alrededor tejías. Ser un servidor, un amante solícito, un vasallo, un esclavo. Mi necesidad de ti aumentaba al tiempo que las sensaciones se hacían cada día más intensas, más ineludibles, más adictivas.
La necesidad de tu presencia era tal que, salvo cuando dormía, iba a buscarte utilizando todo mi tiempo, mis impulsos, mi respiración, mis dedos, mis ojos, toda mi alma para tenerte cerca. No escatimaba esfuerzos, sacrificios, paseos, dinero, lo que hiciera falta, para entregarme a ti en ofrenda de amor.
Qué clase de deleite más intenso, totalmente absorbente, el ser parte de ti, llevarte a las moléculas más profundas de mi cuerpo, sonreírte hasta por mis venas, por mi corazón, por mis pulmones, por mi cerebro, y obtener contigo la intensidad que no lograba con nada ni con nadie.
Mi vida eras tú y solo contigo tenía la sensación de estar vivo.

Hoy, sumergido en esta atmósfera blanquecina, con aroma a sala de hospital, me abandono a lo que sé la única y definitiva verdad, a la última llamada. Ayer fue tan intenso nuestro encuentro, que sabía que sería nuestra despedida. Te abandono, mi heroína. Muero por ti.  

martes, 7 de junio de 2016

El niño y el gorila

Alejandro disfrutaba del tobogán subiendo y bajando por él a lo loco, como si fuera lo único que existiera en la vida. Para un niño de cuatro años en el parque, lo único que existe es el parque. Mientras, su madre y su tía Ana conversaban animadamente, sentadas en un banco, a pocos metros de la zona de juegos. Su primo Anselmo, de su misma edad, observaba cómo Alejandro se lanzaba de cabeza, desde lo alto de las escaleras, deslizando su barriga por la rampa metálica.
Al poco, los dos primos, se plantaron ante sus madres llorando a moco y baba. Con la voz entrecortada por el disgusto, les contaron, que un señor había robado el helado que sostenía Anselmo, mientras su primo era el amo del tobogán.
Las mamás se levantaron a la búsqueda y captura del ladrón de helados, pero este había huido hacía tiempo, llevándose a su hijito de una mano. En la otra, el pequeño, abrazaba un cucurucho de oblea, y relamía la chorreante bola color verde, con inusitado placer.
Sus madres, una vez difuminada la indignación inicial, les compraron otro helado a cada niño, y así, con el frío y el sabor de la nueva golosina, se les olvidó lo ocurrido.
El cinco de agosto, al cabo de un mes del incidente anterior, se celebraba el cumpleaños de Alejandro. Su tía Ana, le tenía preparada una gran sorpresa. Tras la merendola, la tarta y los cánticos con familiares, vecinos y compañeros del cole, apareció un grupo de tres payasos que inundó con su alegría, su música y su confeti, el jardín de la casa.
Uno de los payasos llevaba un perfecto disfraz de gorila, tan realista, que a Alejandro le infundió tal temor, que se puso a llorar desesperadamente. Su madre, amantísima y solícita, intentó calmarle, mientras la tía Ana, conversaba con el gorila, al objeto de que se quitara el disfraz y Alejandro comprobara el truco y que la realidad era muy otra.
Cuando el payaso gorila se desprendió de su amenazante cabezota negra, fue Anselmo el que comenzó a chillar y gritar desesperado. Se acercó al falso gorila y la emprendió a patadas con el asombrado personaje.
-¡Este fue el que me quitó el helado, mamá!
Las mamás, pidieron inmediatas explicaciones al susodicho y este tuvo que confesar su fechoría. Justificó tal afrenta, al objeto de darle una pequeña satisfacción a su hijo, ya que no tenía dinero para comprárselo él mismo. La madre de Alejandro, comprendió la situación y fue con su coche a recoger al hijo del gorila, para que viniera a disfrutar del cumpleaños de su retoño.
Todos los niños, juntos y felices, disfrutaron de un hermoso día de cumpleaños y del gorila no se supo ni su nombre de pila. Puede que incluso consiguiera un puesto de trabajo, como jardinero en la urbanización de los primos y así ya no tendría que robar mas helados, a los niños que juegan en los toboganes del parque. Esas cosas raras que tiene la vida, pero que el autor del cuento desconoce.
Y colorín, colorado, se acabó el cuento del helado.